Kazuo repasó con paciencia cada rincón del Campo 14. Buscaba a un prisionero en concreto: un holandés —o así lo creía a juzgar por su uniforme con el rango de comandante, designado por el resto para hacer valer los derechos del grupo de pows ante los guardias japoneses. Tendría unos cuarenta años y, a pesar de los golpes que le propinaban cada vez que alzaba la voz, no perdía la gallardía castrense. Le recordaba muchísimo a su padre. No se trataba de una identificación física; más bien personalizaba la idea que con el paso de los años se había construido de él.
—¿Dónde te has metido? —masculló.
Antes de acabar la frase divisó una actividad anormal en el campo. Limpió el sudor de su frente para que no se empañasen los prismáticos y fijó su atención en el patio central. Un pelotón de guardias hizo formar a todos los prisioneros frente a un oficial nipón que esperaba firme como una estatua con la katana desenfundada. A Kazuo le dio mala espina. Al poco trajeron a un joven pow holandés con las manos atadas y lo arrojaron a sus pies. No iría a decapitarlo... Entonces apareció el comandante, el cual comenzó a increpar al oficial de forma acalorada.
En el momento justo, respiró Kazuo.
Le magnetizaba aquel hombre capaz de exponer su vida por sus hombres en un país que ni siquiera había firmado el Convenio de Ginebra. ¿Por qué odiaban de semejante forma los japoneses a los prisioneros? Unos meses atrás se lo había preguntado al doctor Sato y éste le explicó que era debido a la tradición nipona, para la que la rendición era el acto más deshonroso que puede cometer un hombre. Kazuo sabía que aquélla era la respuesta políticamente correcta, pero que el doctor se avergonzaba en silencio del cruel comportamiento de los guardias. Ni siquiera era partidario del glorificado harakiri. Un día escuchó cómo le decía a su esposa que más allá de la rendición, más allá de todo abismo, siempre surge otra oportunidad de hacer algo que merezca la pena. ¿Por qué no se sinceraba con él? Ya no era un niño, podían discutir de cualquier tema... Aquella falta de confianza —que quizá no fuera sino una mala decisión del doctor Sato en el modo de educarle— no hacía más que acrecentar la distancia que de un tiempo a esa parte los separaba.
Notó un río de hojas ascendiendo por la ladera.
Retiró los prismáticos y miró hacia abajo.
Era Junko.
Junko...
Por fin había llegado.
Subía el último tramo de la loma con la elegancia de una princesa del Japón medieval. El pelo azabache recogido en un improvisado moño con las puntas hacia arriba, piel de polvo de arroz, pestañas interminables cayendo en un gesto de seducción. Junko significaba «niña pura». El nombre lo escogió su madre, una mujer joven que se dedicaba al ikebana, el arte de confeccionar delicados arreglos florales, para las casas del barrio rico. Sabía bien qué nombre merecía su hija. Junko era como una flor de loto que emergía del fango en toda su pureza, una adolescente dulce y chispeante que crecía luminosa entre la inmundicia de la guerra.
El vibrante sol del ocaso remarcaba su silueta. Vestía un pantalón de algodón cortado por encima de los tobillos y una camisola sin cuello con cuatro botones. Kazuo sintió aquel hormigueo en el estómago.
—Has tardado —articuló como bienvenida, aun cuando le hubiera gustado decirle que estaba preciosa y no podía dejar de pensar en ella.
Se habían conocido seis meses antes, en una función de teatro Xo que un grupo de profesores de sus respectivas escuelas montaron para que los alumnos olvidasen durante unos días los horrores de la guerra. Representaban la leyenda que narraba cómo los dioses bailaron frente a la cueva donde se había escondido la diosa del Sol, para convencerla de que saliera y los liberase de la oscuridad que se cernía sobre la Tierra. Tras los murmullos iniciales del público fue haciéndose el silencio hasta que no se oyó nada salvo la música: el gran tambor taiko y, tras él, la melodía de la flauta de bambú, que apareció como una libélula a la que no se ve llegar y rondó por el escenario hasta que quedó atrapada en los estridentes acordes del shamisen, el laúd de cuerdas de seda que iba tejiendo su telaraña. Fue en aquel momento cuando Kazuo miró a su izquierda y la vio sentada en su misma fila. Sonreía achinando aún más sus ojos rasgados y se tapaba la boca para cuchichear con sus amigas. Enseguida advirtió que desprendía una luz especial. Ella era la verdadera diosa del Sol. Ella, y no los actores, era la que con cualquier movimiento de su cuello, de sus manos, le transportaba a un lugar diferente, a un tiempo en el que todo fluía armónico...
—¿Cómo que he tardado? —replicó Junko recuperando el resuello tras la subida a la loma—. Lo que nos sobra es tiempo.
—El doctor —le corrigió Kazuo— dice que hay que vivir cada segundo como si fuera el último.
—El doctor Sato habla como un monje. No vayas a empezar a hablar tú como él.
—No tendré oportunidad de hacerlo.
—¿Por qué dices eso?
—Porque moriré en esta guerra —concluyó de forma afectada, perdiendo la mirada en el valle—. Entonces te arrepentirás de haber llegado tarde hoy.
—Tú nunca serás un soldado.
—¿A qué viene eso?
—Te llamas Kazuo.
Kazuo significaba «hombre de paz». Fue él mismo quien, años atrás, le rogó al doctor Sato que le cambiase el nombre de Victor por otro japonés. Era una forma de alejarse de su vida anterior y, con ello, atenuar su sufrimiento.
—En la oficina de alistamiento no les importa cómo te llamas.
—Además no sabrías en qué bando luchar —insistió ella.
—Eres tonta.
—Mira tu pelo. Eres rubio como ellos.
Kazuo sabía que en aquellas palabras no había malicia. Más bien se trataba de solidaridad. ¿Cómo podía leer con tanta exactitud los conflictos que le azotaban si nunca se los había revelado? Se alegró de comprobar que se estaban convirtiendo en una sola persona.
—Yo soy rubio como el sol naciente —contestó.
—¿También te ha dicho eso el doctor?
—¿Por qué sigues a vueltas con el doctor? ¡Estoy harto de él!
Junko se sentó a su lado. Sus hombros se rozaron.
Kazuo sacó el kabosu que le había regalado el tendero. Lo partió y le dio la mitad. Ella le sonrió agradecida.
—¿Qué hacen hoy tus compatriotas holandeses? —dijo volviendo a la carga, con el ceño fruncido tras sorber el jugo ácido de la fruta.
—Algo serio pasa allí abajo —recordó él—. Los han mandado formar en el patio delante de un prisionero arrodillado. —Volvió a otear con los prismáticos, inclinando el cuello hacia delante como si así pudiera ver con más detalle—. El oficial japonés no deja de gritar. Ahora se acerca de nuevo al prisionero. ¡Ha levantado la hoja de su espada! ¡Va a decapitarlo!
—¡Déjame ver!
—¡Quita! —se apartó él.
Volvió a mirar.
—¿No hace nada tu comandante?
—Acaba de plantarse en medio. El oficial le ha puesto la punta de la katana en el pecho. ¿De qué estarán hablando? ¡Quiero oírlo, maldita sea! —gritó en su lengua materna, sabiendo el efecto que causaba el mero sonido de los juramentos de su padre entre la población japonesa, cuyo idioma carecía de expresiones malsonantes.
—Cuéntame lo que hacen —le pidió Junko al ver que Kazuo había dejado de relatar lo que veía.
Éste retiró los prismáticos y aprovechó esos instantes de desconcierto para clavar sus ojos en los de Junko. Dos perlas negras asomando tras los párpados de algodón. No le parecían ni rasgados ni redondos. Ella estaba por encima de razas y nacionalidades.
—Parece que ya se han calmado —dijo.
—Seguro que no ha sido para tanto.
—Estaban a punto de ajusticiar al soldado. El comandante es un héroe.
—Quiero enseñarte algo —le anunció ella poniendo fin al pulso de miradas.
Introdujo la mano en el interior de su bolsa cruzada y sacó un rollo de papel poco mayor que un cigarrillo.
—Vaya un tesoro —se adelantó él, tratando de no mostrarse intrigado.
—No sé por qué me preocupo de hacer algo por ti —dijo ella negando con la cabeza—. Más que un tesoro es un juego. Y has de saber que para traerlo he tenido que engañar a mi madre.
Comenzó a desenrollarlo de forma solemne.
—Déjame verlo.
Trató de quitárselo.
—Tienes que jurarme que vas a tratarlo con cuidado.
—¡Ni que fuera un animal!
—Sí que lo eres.
Junko terminó de desplegarlo. Era un haiku. Tres versos, escritos con un pincel grueso que hacía que pareciera un dibujo más que un texto. Unos trazos en negro tan delicados y expresivos como la sombra de una mariposa.
—¿Tanto misterio para un poema?
—Mi madre dice que los haikus son algo más que poemas. Cada uno es una emoción que aparece y al instante se desvanece, como todo lo bello de la vida. Un parpadeo fugaz que nos muestra la esencia de las cosas.
—Ahora eres tú la que habla como un monje.
—Son palabras de mi madre, y ella no es una monja. Es la reina del palacio de pétalos.
A la madre de Junko le emocionaban los haikus. Al igual que los arreglos florales del ikebana, la poesía japonesa era calma y solemnidad, concentración en el momento, en el ahora, en cada movimiento por sutil que fuera, como la inclinación de una planta buscando el sol de la mañana.
—Léelo ya —le pidió Kazuo, sorprendido de su propia impaciencia.
—Lo escribió un filósofo llamado Banzan que vivió en el período Edo —introdujo Junko con teatralidad antes de recitarlo con perfecta cadencia—:
Adiós...
Paso como todas las cosas,
rocío en la hierba.
En verdad, un parpadeo.
—Qué triste... —acertó a decir Kazuo.
—Es un haiku de muerte.
—¿De muerte?
—Mi madre lo llama el destello del último instante. Los grandes poetas escribían versos de despedida cuando adivinaban que se acercaba el final.
—Deja que lo vea.
Kazuo pasó el índice sobre los trazos de tinta.
—¿Sólo tienes éste?
—Es el primero de cuatro.
—¿Y el resto?
—En eso consiste el juego. Mi madre me ha dicho que irá mostrándome uno cada día. Así tendré tiempo de pensar en su mensaje mientras va completándose la serie.
—Y quieres que yo haga lo mismo.
—¡Eso es! Te los iré trayendo, uno cada día, según me los vaya enseñando a mí.
—Pues vaya...
—Cuando termines de leer los cuatro verás cómo adquieren un significado especial.
—¿Eso te ha dicho tu madre?
—Sí —asintió con delicadeza.
Mientras tanto, el oficial del Campo 14 mandó romper filas a los prisioneros. Propinó una patada en el pecho al que estaba de rodillas y se alejó con la espada desenfundada mientras el comandante holandés forcejeaba con tres soldados que a duras penas lograban sujetarle.
Al día siguiente, Kazuo sólo pensaba en que llegase el momento de ver de nuevo a Junko. A la atracción que sentía por ella se sumaba la intriga que le suscitaba el juego de los cuatro haikus. ¿Dónde quería llegar la diseñadora de arreglos florales pidiendo a su hija que leyera aquellos versos? Quizá sólo se trataba de esparcir cuatro pétalos sobre la tierra minada... A Kazuo nunca le había interesado la poesía, pero ansiaba conocer la serie completa de poemas. Desde que Junko recitó el primero supo que había nacido un nuevo nexo que los unía, íntimo y secreto.
No dejaba de pensar en ella. En casa, en la escuela. Era su tabla de salvación; le ayudaba a evadirse de sus problemas en aquel tiempo confuso. Cuando quedó huérfano, colocó boca abajo fotografías de sus padres, cambió su nombre por uno nipón y se abrazó en cuerpo y alma al doctor Sato y a su esposa. Quería ser japonés como ellos, hablar y vestir como ellos, cualquier cosa con tal de relegar al olvido su tragedia familiar. Pero fue creciendo y se agudizaron cada vez más las diferencias con el resto; sobre todo desde la entrada de Japón en la guerra, y más aún desde que las aspiraciones militares niponas iban en caída libre. Cada día se mostraba más distante con sus compañeros de clase, lo que favorecía su rechazo. Sabía que le llamaban a sus espaldas «ojos de pez», e incluso alguno le negaba el saludo. Para compensar trató de retomar cualquier nexo con la tierra de sus antepasados, y lo encontró en los pows. De repente no podía soportar los ojos rasgados de sus amigos, y tampoco los del doctor Sato y su esposa, iguales a los de aquellos que torturaban de forma despiadada a los prisioneros aliados. ¿Qué soy? ¿Holandés o japonés? Quizá no soy nada, se desesperaba. Y tal vez fuera cierto; tal vez había perdido su identidad, y por eso las prostitutas del mercado le miraban al pasar: no por su cabello, dorado como el de los enemigos del emperador, sino porque era un espectro caminando entre los neos. Un ser mutilado, como los soldados que regresaban a casa
sin
brazos ni piernas, al que le habían arrancado sus recuerdos.
A la hora de siempre corrió hacia la colina. Subió chorreando sudor. Sólo al ver aparecer a Junko pudo volver a respirar con normalidad. Pero la sensación de paz no duró mucho. Sus labios pronunciaron las esperadas diecisiete sílabas —esta vez del poeta Gansan—, entendió su significado y el ritmo cardíaco se le descontroló de nuevo.
Sopla si quieres,
viento del otoño.
Las flores ya perdieron su color.
—Otro haiku de muerte... —musitó.
—Es el que me ha dado mi madre.
—¿Van a ser los cuatro así?
—¿De verdad crees que voy a contestarte?
—¿Lo sabes o no lo sabes?
—¿Qué te pasa?
—A mí nada.
—Desde hace un tiempo estás como...
—Como ¿qué?
—Me resulta raro que te afecten tanto unos haikus.
—Es que últimamente pienso en muchas cosas.
—¿Me las vas a contar?
Antes de que pudiera decir nada, Kazuo advirtió un nuevo revuelo en el patio del Campo 14. Sacó nervioso los prismáticos de la bolsa. Al tiempo que los pegaba a sus ojos se le descompuso el rostro.
—¿Qué ocurre? —se asustó Junko.
—Es el mismo prisionero de ayer, el que llevaron atado ante el oficial...
—¿Qué le están haciendo?
—No puede ser...
—¡Dime algo!
Se tomó unos segundos.
—Lo han metido de pie en un hoyo cavado en el patio. ¡Y ahora están rellenándolo de tierra!
—¿Qué?
—¡Que lo están enterrando vivo!