El Hada Carabina (28 page)

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

BOOK: El Hada Carabina
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Aovillada al pie de la chimenea, Julie escuchaba a aquellos hombres hablando noches y noches.
—Ve a acostarte, Julie —decía Corrençon—, los secretos de Estado por venir, son más secretos aún.
Pero ella pedía quedarse y siempre había alguien que intervenía en su favor.
—Deje que su hija nos escuche, Corrençon, usted no será eterno.
Todos aquellos visitantes eran amigos de su padre. La exaltación de aquellas noches era inmensa. Sin embargo, cuando abandonaban la casa, el gobernador Corrençon se doblaba sobre sí mismo, súbitamente encogido. Se retiraba a su alcoba y la casa comenzaba a oler a miel asada. Un olor que os embadurnaba el corazón. Julie lavaba los platos durante la solitaria ceremonia del opio, luego se acostaba. Sólo al día siguiente, muy tarde, veía de nuevo a su padre, con las pupilas dilatadas, más ligero que el aire, más triste.
—Llevo una vida muy rara, hija, predico la libertad y deshago nuestro imperio colonial. Es exaltante, como abrir una jaula, y es deprimente, como tirar del hilo de un jersey viejo. En nombre de la libertad, arrojaré al exilio a familias enteras. Trabajo para hexagonar el Imperio.
En París, frecuentaba un fumadero sustituido hoy por un velódromo. El fumadero era dirigido por una antigua maestra colonial, llamada Louise y casada con un minúsculo tonkinés al que Corrençon denominaba su «droguero». Cerraron el despacho de gamay que servía de tapadera a la pareja y hubo un proceso. Corrençon quiso testimoniar en favor de Louise y de su tonkinés. Echaba sapos y culebras contra los «veteranos de Indochina», responsables de la acción judicial.
—Almas de criminales con una conciencia de medallas piadosas.
Se hacía profético.
—Sus hijos se pincharán para olvidar que sus padres no inventaron nada.
Pero él mismo estaba tan marcado por la droga, ya por aquel entonces, que los abogados de la defensa lo recusaron.
—Su cara hablaría contra sus argumentos, señor Corrençon, eso perjudicaría a nuestros clientes.
Y es que se había pasado del opio a la heroína, de la larga pipa a la fría jeringa. Ya no eran sus propias contradicciones lo que perseguía en sus venas, sino las del mundo a cuyo nacimiento había contribuido. Apenas proclamadas las Independencias, la Geografía engendraba la Historia, como una enfermedad incurable. Una epidemia que sembraba cadáveres. Lumumba ejecutado por Mobutu, Ben Barka degollado por Oufkir, Ferhat Abbas exiliado, Ben Bella encarcelado, Ibn Yusuf eliminado por los suyos, Vietnam imponiendo su historia a una Camboya que se vaciaba de su sangre. Los amigos de la casa del Vercors acosados por los amigos de la casa del Vercors. El propio Che abatido en Bolivia con, según murmuraban algunos, la silenciosa complicidad de Castro. La Geografía indefinidamente torturada por la Historia. Corrençon ya sólo era una sombra agujereada de muerto. Flotaba en el viejo uniforme de gobernador colonial, que seguía llevando, como burla, para trabajar en el huerto. Cultivaba fresas de Les Rochas para que Julie, que se reunía con él en julio, encontrara de nuevo los frutos de su infancia. Dejaba que las malvarrosas invadieran lo demás. Trabajaba el huerto entre malas hierbas, más altas que él mismo, con el uniforme blanco golpeando su esqueleto, como una bandera enloquecida enrollada en su asta.
Y entonces se le ocurrió a Julie la absurda idea de salvar a su padre. Puesto que las razones y el amor no bastaban, decidió asustarlo. Recordaba todavía la aguja que, aquella noche, se clavó en la parte interior del codo, sabiendo que él entraría de un momento a otro, y la jeringa medio vacía ya cuando la puerta se abrió. Y oía aún el aullido de rabia que él lanzó arrojándosele encima. Había arrancado la aguja y la jeringa y había comenzado a pegarle. Le pegó como si se vengara de un caballo, con todas sus fuerzas de hombre. Ya no era una niña. Era una mujer grande y poderosa, periodista y peleona, que había soportado ya más de un golpe duro. No se defendió. No por respeto filial sino porque un inesperado terror la paralizaba: ¡los golpes que llovían sobre su rostro no le hacían daño alguno! Él no tenía ya fuerzas. Su mano no pesaba en absoluto. Habríase dicho un fantasma intentando recuperar su cuerpo al abrazar a un vivo. Le pegó tanto como pudo. Le pegaba en silencio, con una especie de concienzuda rabia.
Y luego murió.
Murió.
Su brazo se inmovilizó en el aire, con un gesto de adiós. Y murió. Cayó sin ruido a los pies de su hija.

 

Y hora, con su voz de chiquilla, ella lo llama. Dice: «Papá...» varias veces. El doctor Marty, que soporta a la policía hasta cierto límite, aparta sin miramientos al joven inspector Pastor y da a la gran niña alucinada la inyección del olvido.
—Va a dormirse. Mañana se despertará de verdad, y le ruego que la deje en paz.
IV EL HADA CARABINA

 

Era invierno en Belleville y había cinco personajes. Seis, contando la placa de hielo.

 

36

 

La ciudad había moderado el sonido, y las dobles cortinas del comisario Coudrier se habían abierto a la noche. La última cafetera, dejada allí por Elisabeth, estaba aún caliente. Sentado muy erguido en una silla Imperio, el inspector Pastor acababa de terminar la segunda versión de su informe verbal. Era por completo idéntica a la primera. Pero, aquella noche, el espíritu del comisario Coudrier parecía presa de las brumas. Globalmente, el asunto le parecía de lo más claro; sin embargo, al considerar los detalles, el comisario Coudrier veía que el conjunto se enturbiaba, como un lago de aguas irreprochablemente límpidas en las que un bromista hubiera echado una sola gota de inverosimilitud, aunque extraordinariamente condensada.

 

COUDRIER: Pastor, tenga la bondad de considerarme un imbécil.
PASTOR: ¿Perdón, señor?
COUDRIER: Explíqueme todo eso, no comprendo nada.
PASTOR: ¿No comprende que un arquitecto quiera recuperar apartamentos renovables a bajo precio para revenderlos al precio más alto, señor?
COUDRIER: Sí, eso puedo comprenderlo.
PASTOR: ¿No comprende que un secretario de Estado para las Personas de Edad pueda estar metido en un asunto de internamientos arbitrarios si la cosa le supone beneficios suficientes?
COUDRIER: Si usted lo dice...
PASTOR: ¿No comprende que un comisario, especialista en estupefacientes, se haga traficante de drogas para conseguir una jubilación dorada?
COUDRIER: Sí, ya ha ocurrido otras veces.
PASTOR: ¿Y que esos tres (el comisario, el secretario de Estado y el arquitecto) aúnen sus esfuerzos y compartan beneficios le parece inverosímil, señor?
COUDRIER: No.
PASTOR: ...
COUDRIER: No es eso, es un montón de minúsculos detalles...
PASTOR: ¿Por ejemplo?
COUDRIER: ...
PASTOR: ...
COUDRIER: ¿Por qué la anciana mató a Vanini?
PASTOR: Porque era demasiado rápida, señor. Cierto número de colegas nuestros pierde el puesto cada año por la misma razón. Por eso propongo que no se la moleste, ahora que está desarmada.
COUDRIER: ...
PASTOR: ...
COUDRIER: Y esa joven, Edith Ponthard-Delmaire, la hija del arquitecto, ¿por qué se suicidó? Que un Cercaire se mate ante la derrota, es comprensible (deseable incluso), pero nunca vi a un camello tirarse por la ventana porque lo habían cogido.
PASTOR: No era un camello ordinario, señor. Traficaba para deshonrar a un padre al que imaginaba irreprochable. Ahora bien, descubrió bruscamente que era la empleada de dicho padre y que, para deshonrar a semejante crápula, era necesario madrugar mucho. Se mató para gritarle todo su desprecio filial. Los jóvenes cultivados suelen hacerlo, desde que el psicoanálisis inventó a papá.
COUDRIER: Es cierto, hoy hay dos tipos de delincuentes: los que no tienen familia y los que la tienen.
PASTOR: ...
COUDRIER: ...
PASTOR: ...
COUDRIER: Y dígame, Pastor, si no me equivoco ha aclarado usted el embrollo gracias a una fotografía encontrada por azar.
PASTOR: En efecto, señor, la fotografía de Edith Ponthard-Delmaire pasándole cápsulas de anfetamina a un anciano. Si añade a ello el hecho de que cuatro asuntos, que aparentemente nada tenían que ver unos con otros (el asesinato de Vanini, la tentativa de asesinato en la persona de Julie Corrençon, la matanza de ancianas bellevillenses y el tráfico de drogas al servicio de los ancianos) estaban estrechamente vinculados, podemos afirmar que el azar ha trabajado por nosotros.
COUDRIER: Mejor que un ordenador, sí.
PASTOR: Eso forja la reputación novelesca de nuestro oficio, señor.
COUDRIER: ...
PASTOR: ...
COUDRIER: ¿Un culito de café?
PASTOR: Con mucho gusto.
COUDRIER: ...
PASTOR: ...
COUDRIER: Pastor, hay algo que quería decirle desde hace tiempo.
PASTOR: ...
COUDRIER: Yo estimaba mucho a su padre, el Consejero.
PASTOR: ¿Lo conoció usted, señor?
COUDRIER: Fue mi profesor de derecho constitucional.
PASTOR: ...
COUDRIER: Daba las clases haciendo calceta.
PASTOR: Sí, y mi madre le abrillantaba el cráneo con una gamuza cada vez que salía.
COUDRIER: En efecto, el cráneo del Consejero relucía como un espejo. A veces, nos lo enseñaba diciendo: «En caso de duda, caballeros, vengan a examinar aquí el reflejo de su conciencia».
PASTOR: ...
COUDRIER: ...
PASTOR: ...
COUDRIER: De todos modos, un mundo donde serbo-croatas latinistas fabrican pistoleras en las catacumbas, donde las viejas damas se cargan a los polis encargados de protegerlas, donde los libreros jubilados degüellan a diestro y siniestro por la gloria de las Bellas Letras, donde una hija malvada se defenestra porque su padre es más malvado todavía... es hora ya de jubilarme, muchacho, y de consagrarme por entero a la educación de mis nietos. Tendrá usted que reemplazarme, Pastor. Por lo demás, parece usted más dotado que yo para comprender las paradojas de este fin de siglo.
PASTOR: Pues este fin de siglo tendrá que prescindir de mi perspicacia, señor. He venido a presentarle mi dimisión.
COUDRIER: ¡Vamos, vamos! ¿Se aburre ya, Pastor?
PASTOR: No es eso.
COUDRIER: ¿Y puede saberse qué es?
PASTOR: Me he enamorado, señor, y no puedo hacer dos cosas al mismo tiempo.
37

 

—Se han marchado, Benjamin.
Thérèse me anuncia la noticia con la mayor frialdad del mundo. Thérèse, mi hermanita clínica, me parte en dos el corazón con su hábil bisturí.
—Se han marchado hace una hora.
Clara y yo nos quedamos en el umbral de la puerta.
—Han dejado una carta.
(Cojonudo. Una carta en la que me anuncian que se han marchado. Cojonudo...) Clara me murmura al oído:
—No vas a decirme que no lo esperabas, Ben.
(¡Ya lo creo que lo esperaba! Pero ¿de dónde has sacado tú, Clarinete mío, que las desgracias previstas son más soportables que las otras?)
—Vamos, entra, estamos en plena corriente de aire.
Ahí está la carta, en efecto, en la mesa del comedor. ¿Cuántas cartas, en cuántas películas, sobre cuántos aparadores, mesillas, chimeneas he podido ver en mi vida? Y cada vez, me he dicho: ¡cliché! ¡Bah, un mal cliché!
Hoy el cliché me aguarda, muy rectangular, muy blanco, en la mesa del comedor. Y veo a Pastor arrodillado a la cabecera de Julia... ¡Es vergonzoso aprovecharse de una dormida! ¡Qué montón de falsas promesas le habrá vertido en los oídos mientras ella estaba indefensa... Asqueroso!
—Mi corazón sangra, Thérèse, ¿no tendrás un esparadrapo o algo parecido?
(Nunca tendré valor para abrir la carta...)
Clara debe de notarlo pues se acerca a la mesa, toma el sobre, lo abre (ni siquiera lo han pegado), despliega, recorre, deja caer soñadoramente su brazo y la mínima nieve de la pacotilla cae, a cámara lenta, en su mirada de muchacha.
—¡Se la ha llevado a Venecia, al Danielli!
—¿Y se ha quitado la escayola para la ocasión?
Es todo lo que puedo decir para cimentar la brecha. («¿Se ha quitado la escayola?» Quedo así como un señor. ¿No?) Tal vez... Pero a juzgar por la doble mirada que mis hermanas me lanzan, la cosa no debe de estar muy clara. Es evidente que no lo captan. Luego, de pronto, Clara comprende. Suelta la carcajada:
—Pero Pastor no se ha marchado con Julia, ¡se ha marchado con mamá!
—¿Cómo? A ver, repítemelo.
—¿Has creído que se había marchado con Julie?
Thérèse me ha hecho la pregunta. Y no se ríe en absoluto. Prosigue:
—¿Y reaccionabas así? Un hombre se marcha con la mujer de tu vida y te quedas plantado ante una puerta abierta, sin mover ni un dedo.
(¡Mierda, la bronca!)
—¿Ésta es la confianza que tienes en Julie? Pero ¿qué clase de enamorado eres, Ben? ¿Y qué clase de tipo?
Thérèse sigue soltando su rosario de preguntas asesinas, pero yo estoy ya en la escalera, trepando peldaños de cuatro en cuatro hacia mi Julie, saltando hacia mi Corrençon como un niño perdonado ya, sí, Thérèse mía, soy un enamorado dubitativo, tengo la palpitación que duda. ¿Por qué van a amarme? ¿Por qué a mí y no a otro? ¿Puedes decírmelo, Thérèse? Y cada vez que compruebo que es a mí, es un milagro. ¿Prefieres tú las palpitaciones musculosas, Thérèse? ¿Los zapatones de certidumbre?

 

«Muchas horas más tarde», habiéndonos servido Clara nuestra tortilla en la cama, muchas horas más tarde, habiendo limpiado Julius su escudilla, lamido Julie y yo nuestros platos, muchas horas más tarde, habiendo rodado por la calleja el cadáver de nuestra segunda Viuda Clicquot, muchas horas más tarde, saciados cuerpos y corazones, deslomados, hechos polvo, destrozados, mi Julie (¡mi Julie, la mía, joder!), mi Julie pregunta:
—¿Y la visita a Stojil?
Y me oigo contestar, con el poco aliento que me queda:
—Nos ha puesto de patitas en la calle.

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