—Bravo, querida, mañana pediremos que Julie nos lo confirme.
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El inspector Caregga sólo necesitó dos segundos para decirle a Pastor lo que éste intentaba saber desde hacía más de una semana. La bella durmiente de la barcaza se llamaba Julie Corrençon, era reportera en la revista
Actual
, la habían interrogado el año anterior en el caso de las bombas que estallaban en aquella enorme tienda, el Almacén.
—¿Sospechosa? —preguntó Pastor.
—No, simple testigo. Estaba en el lugar de autos cuando una de las bombas estalló.
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Pastor no supo gran cosa en el propio periódico. Nadie, en el equipo de redacción, sabía dónde estaba Julie Corrençon, y nadie se había preocupado. Desaparecía a veces durante meses y regresaba con un artículo obtenido en las antípodas o en las profundidades del arrabal más próximo. Nunca se manifestaba en el intervalo. Trataba poco a sus colegas y menos aún al mundo periodístico en general. En aquel medio de introvertidos exuberantes, tenía fama no de mujer creída sino secreta, sin especiales estados de ánimo, sin pupa— psicoanalista, sin vínculos de clase alguna, lo esencial de su vida se reducía a eso: escribía unos artículos bárbaros cuyos temas nunca comunicaba de antemano. Estaban seducidos. «Es una tía cojonuda, algún día oiremos hablar de ella.» No se pinchaba ni empinaba el codo. Todos sus colegas estaban de acuerdo en pensar «que estaba como un tren», que era «acojonante», indestructible. Por lo que a sus costumbres se refiere, no se le conocía relación con nadie. La cuestión de saber si era hetero, homo, onano, deportiva o coleccionista de sellos, puesto que era una cuestión pasada de moda (Pastor lo comprendió demasiado tarde) no exigía respuesta precisa. Sin embargo, una certidumbre: Julie Corrençon podía engendrar pasiones devoradoras, eso sí, pero caer en manos de un mochales que la devorara no, eso no.
Durante las siguientes veladas, tendido en su catre de campaña, Pastor se zampó las obras completas de la periodista. Lo que primero le llamó la atención fue la prudencia de la escritura, por oposición a la naturaleza explosiva de los temas tratados. Una escritura escrupulosamente puntuada, un estilo neutro, sujeto-verbo-complemento, que parecía decir: «Dejemos que hable la realidad, no añadamos demasiado, se defiende muy bien sola». Lo que destacaba con el tono general de su revista y el de la época.
Julie Corrençon había llevado su curiosidad a los cuatro puntos cardinales. Trabajaba por completo, como Pastor había imaginado, sumergiéndose en el tema, viviendo toda una vida en cada artículo, comenzando de cero en el siguiente, una existencia puesta en juego sin cesar. Investigando un tráfico de cocaína, se había hecho encerrar voluntariamente en Tailandia, en una cárcel para mujeres de la que se había evadido, escondida tras un montón de prisioneras muertas del cólera. Había compartido la intimidad, no menos peligrosa, de un ministro del Interior turco, el tiempo necesario para hacer un mapa del itinerario ultrasecreto que seguía la adormidera local para llegar a los laboratorios marselleses, donde la morfina base se convierte en la heroína de nuestro final de siglo. Había escrito mucho sobre la droga. Pastor lo anotó para recordarlo. Pero también había tocado otros temas. Había dado una vuelta al mundo del amor. A cuyo término concluyó que las últimas poblaciones primitivas y los revolucionarios en vísperas de su victoria (aunque la cosa se jodía al día siguiente) eran los únicos que hacían un amor digno del amor. Aquí, Pastor soñó unos instantes en la penumbra de su despacho. Pensó en su padre el Consejero y en Gabrielle. Si Gabrielle hubiera leído aquel artículo, sin duda habría invitado a Julie Corrençon para que los viera practicar, a su soberbio calvo y a ella misma, a pesar de su avanzada edad. Cierto día, Pastor los había sorprendido: parecía la hora de todas las citas en una jungla que hubiera entrado en erupción.
El último artículo de la Corrençon había adoptado la forma de un reportaje fotográfico, efectuado en París, seis meses antes, y se refería a un empleado del Almacén, en la época en que la enorme tienda era sacudida, periódicamente, por explosiones de bombas. El empleado en cuestión era un tipo sin edad definida y curiosamente transparente que respondía al nombre de Benjamin Malaussène. El Almacén le pagaba para que cumpliera las funciones de chivo expiatorio. Su curro consistía en asumir todo lo que iba mal en la empresa y, cuando los clientes protestaban, adoptaba una jeta tan trágicamente dolorosa que la cólera daba paso a la compasión, y los clientes perjudicados se marchaban sin pedir la menor indemnización. Algunas fotografías mostraban a un Malaussène y un jefe de personal absolutamente encantados de haber dado por el culo a la clientela. Seguía un estudio, en cifras, del ahorro que el Almacén había realizado así. (El juego valía la pena.) Julie Corrençon indicaba también el salario que Malaussène percibía. (Más que decente.) La otra cara del reportaje presentaba a Malaussène en familia. Parecía mucho más joven y mejor definido. Hijo mayor de una familia numerosa, se le veía rodeado de las literas superpuestas de sus hermanos y hermanas, contando historias que encendían, literalmente, los ojos de los niños.
Como en todos los demás artículos de Julie Corrençon, la autora no se permitía el menor juicio de valor, ni el más mínimo signo de admiración. Sujeto, verbo, complemento. El Registro Civil comunicó a Pastor que Julie Corrençon era hija única de Jacques-Emile Corrençon, nacido el 2 de enero de 1901 en la pequeña aldea del Delfinado que, cerca de Villard-de-Lans, lleva el mismo nombre (Corrençon), y de Emilia Mellini, de nacionalidad italiana, nacida en Bolonia, el 17 de febrero de 1923. Pese a la diferencia de edad, la madre murió primero, en 1951, y el padre en 1969.
El inspector Van Thian conocía el nombre de Jacques-Emile Corrençon.
—Era un tipo que se parecía a mi madre —anunció a quemarropa.
(Al viejo Thian le gustaba sorprender al joven Pastor. A veces lo lograba.)
—¿También creció entre morapio? —preguntó Pastor.
—No, era un gobernador colonial que no creía en la colonización.
Thian explicó que el nombre de Corrençon había salido por primera vez a la superficie en 1954, junto al de Mendès-France, durante unas negociaciones con el Vietminh, y que había desempeñado también un papel activo en la obtención, aquel mismo año, del estatuto de autonomía interna en Túnez. Con De Gaulle, Corrençon había seguido trabajando en este sentido, multiplicando los contactos con todas las clandestinidades africanas en busca de independencia.
—¿Y has leído este artículo de la Corrençon? —preguntó Pastor a Van Thian.
A Pastor no le gustaba dejarse sorprender por Thian sin contraatacar. Le lanzó al viejo inspector un artículo ilustrado con fotografías que hicieron pasar a Thian del amarillo al verde.
El artículo contaba cómo, bamboleándose por el mar de la China en busca de la
boat-people
, en una embarcación que no era mucho mejor que las de los fugitivos (foto), Julie Corrençon había sufrido un ataque de apendicitis aguda. (Foto.) Habían tenido que operarla allí mismo, sin anestesia (foto), y como todos sus compañeros iban desmayándose unos tras otros (foto), ella misma había terminado lo que los demás habían empezado, con el bisturí en una mano y un espejito en la otra (foto).
—Eso, al menos, nos dice algo —comentó Pastor cuando Thian se hubo administrado un calmante—, y es que los tipos que la vapulearon antes de tirarla a la barcaza no obtuvieron, sin duda, nada de ella.
Por la tarde del mismo día, el inspector Pastor intentó por décima vez desenfundar más rápido que su colega Van Thian. El arma de servicio se enganchó en un punto de su jersey y se le escapó de las manos. El disparo se produjo cuando cayó al suelo. Una bala reglamentaria de 7,65 mm rozó los omoplatos de Thian, rebotó en el techo, arrancó un mechón de poliéster insonorizador del techo y se calmó.
—Otra vez —dijo Thian.
—No, otra vez no —dijo Pastor.
En tiro de posición, cuatro de las ocho balas de Pastor consiguieron un resultado honroso en el blanco de Van Thian. El blanco de Pastor (representaba un tirador de cartón en posición agresiva) estaba intacto.
—¿Cómo logras disparar tan mal? —preguntó Thian con admiración.
—De todos modos, si es preciso disparar significa que es ya demasiado tarde —respondió Pastor con filosofía.
Tras ello, Pastor fue convocado al despacho del comisario de división Coudrier, su jefe. Como de costumbre, el despacho, con las cortinas cerradas, estaba zambullido en su verde penumbra imperial. Una secretaria, larga como un día sin pan, que respondía (silenciosamente) al nombre de Elisabeth, le sirvió a Pastor una taza de café. Elisabeth sentía por el comisario Coudrier una muda veneración de la que éste no abusaba. Entraba y salía sin el menor ruido. Y dejaba siempre la cafetera a sus espaldas.
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COUDRIER: Gracias, Elisabeth. Dígame, Pastor.
PASTOR: ¿Señor?
COUDRIER: ¿Qué le parece el comisario Cercaire?
PASTOR: ¿El jefe de estupefacientes? Bueno, señor...
COUDRIER: ¿Sí?
PASTOR: Digamos que me deja bastante estupefacto.
COUDRIER: ¿Un terrón o dos?
PASTOR: Uno y medio, señor, gracias.
COUDRIER: ¿Por qué?
PASTOR: ¿Perdón, señor?
COUDRIER: ¿Por qué le deja estupefacto Cercaire?
PASTOR: Es un arquetipo, señor, el arquetipo del pasma de acción, un arquetipo es algo muy raro, una especie de misterio.
COUDRIER: Explíquemelo.
PASTOR: Bueno, tantas evidencias acumuladas sobre la misma persona acaban por hacerle perder su realidad, se vuelve tan misteriosa como una imagen.
COUDRIER: Interesante.
PASTOR: La mujer sobre la que investigo en este momento es también un arquetipo: el reportero-peleón-idealista. Incluso el cine se negaría a creer en él hasta ese punto.
COUDRIER: «Es demasiado», como dicen mis nietos.
PASTOR: ¿Es usted abuelo, señor?
COUDRIER: Y por dos veces, es casi un segundo oficio. ¿Avanza su investigación?
PASTOR: He establecido la identidad de la víctima, señor.
COUDRIER: ¿Cómo lo ha logrado?
PASTOR: Caregga la conocía.
COUDRIER: Perfecto.
PASTOR: Es la hija de Jacques-Emile Corrençon.
COUDRIER: ¿El hombre de Mendès-France? Una figura simpática. Se parecía a Conrad. Salvo en que descolonizaba.
PASTOR: La aventura al revés.
COUDRIER: Si usted lo dice. ¿Un poco más de café?
PASTOR: Gracias, señor.
COUDRIER: Pastor, temo que mi colega Cercaire necesite de nuevo su colaboración.
PASTOR: De acuerdo, señor.
COUDRIER: Por no decir su ayuda.
PASTOR: ...
COUDRIER: En la medida de lo posible.
PASTOR: Naturalmente, señor.
COUDRIER: En el marco del caso Vanini, Cercaire ha echado mano a un tal Hadouch Ben Tayeb, al que sorprendió en flagrante delito. El Ben Tayeb en cuestión intentaba endosar anfetaminas a unos clientes, en el restaurante de su padre.
PASTOR: ¿En Belleville?
COUDRIER: En Belleville. Durante el interrogatorio, Cercaire se ha portado digamos que como...
PASTOR: Un arquetipo forzudo.
COUDRIER: Eso es. Está convencido de que Ben Tayeb participó en el asesinato de Vanini, o que encubre a alguien.
PASTOR: ¿Y Ben Tayeb no cede?
COUDRIER: No. Pero lo más grave es que acaba de pasar casi una semana en la enfermería.
PASTOR: Ya veo.
COUDRIER: Un pequeño resbalón, sí. Tiene que intentar arreglarlo, Pastor, antes de que se metan los periodistas.
PASTOR: Bien, señor.
COUDRIER: ¿Podrá usted interrogar hoy a Ben Tayeb?
PASTOR: Enseguida.
En cuanto Pastor hubo penetrado en el luminoso despacho de Cercaire, el inmenso bigotudo se levantó, con una sonrisa de igualdad en los labios, enrolló su brazo en los hombros de Pastor al que superaba en una enorme cabeza.
—No tuve ocasión de felicitarte por lo de Chabralle, pequeño, pero me caí de culo.
Arrastró a Pastor en una especie de ronda.
—Por lo que a Ben Tayeb se refiere, te explicaré las cosas. Ese hijo de puta...
El despacho de Cercaire era mucho mayor y más claro que el de su colega Coudrier. Aluminio y cristal por todas partes. La retahíla de diplomas obtenidos por Cercaire desde que pensó ser policía decoraba las paredes entre las fotografías de promociones, de muchachos exploradores, de juergas de la facultad de Derecho. También se veía al comisario en compañía de esa o aquella gloria del Foro, del choubisnes o de la política. En los estantes de cristal se alineaban las copas ganadas en distintos concursos de tiro y la pared de enfrente lucía una hermosa colección de armas cortas, entre ellas una pequeña pistola de cuatro cañones que atrajo por unos instantes la mirada de Pastor.
—Un Remington-Elliot Derringer, calibre treinta y dos, de percusión anular —explicó Cercaire—, el arma de los ventajistas despiertos.
Luego, al pasar ante una pequeña nevera empotrada entre dos archivadores de aluminio:
—¿Nos tomamos una caña?
—No la rechazo.
Pastor se había llevado siempre bien con los sansones. Su pequeña talla no les hacía sombra y la vivacidad de su ingenio les impulsaba a cortejarlo. Desde el parvulario, Gabrielle y el Consejero habían enseñado al pequeño Jean-Baptiste a no tener miedo del músculo. A menudo, en el instituto, Pastor había desempeñado el papel de pez piloto con aquellos grandes escualos que parecían, todos, sufrir una miopía del alma.
—Como iba diciéndote, ese cabrón de Tayeb, hijo de Tayeb, me sacó un poco de quicio.
Como pasma, Cercaire se había fogueado realmente, tanto en la calle (herido varias veces) como en los aullidos de su despacho. (Un interminable rosario de truhanes había pagado muy caras sus escandalosas deducciones.)
—Pero Tayeb se cargó a Vanini, pondría la mano en el fuego.