Un robot se levanta. Un robot abre la puerta de la pequeña nevera. Un robot toma la botella. Un robot vuelve a sentarse.
—Esta reconversión del mercado de la droga, de la juventud a la vejez, es casi moral y fuente de enormes beneficios. Clientela libre de toda sospecha, protección del comisario Cercaire, responsable de la represión de los estupefacientes, bendición del secretario de Estado para las Personas de Edad. Un mercado de puro oro. ¿Los camellos? Muy fácil. Basta con utilizar los que están ya fichados y se tienen dominados. Con prohibición de darle a la droga. Gente segura. Como Edith Ponthard-Delmaire, por ejemplo. Y pagarles correctamente. Se tienen los medios.
Siempre la misma luz silenciosa, y la verdad cada vez más verdadera.
—Y entonces resulta que una periodista mete las narices en aquel manejo... Es el primer tropiezo.
Sí, un jodido tropiezo, el eterno granito de arena.
—Bueno —dijo Pastor—. Eso es todo lo que sé. He terminado.
No se levantó. Permanecía allí, bebiéndose la tercera cerveza, como un campeón de rodeo ante el hermoso mustang negro, domado ya para siempre.
—De acuerdo, Pastor. ¿Qué quieres?
Al principio no hubo respuesta; luego, esta precisión necesaria.
—Mi jefe, Coudrier, no sabe nada. Sigue la pista Malaussène para el asesinato de la Corrençon, los crímenes de las viejas y el tráfico de drogas.
Es agradable ver un rostro que se relaja. Nada en el mundo apacigua tanto como el espectáculo del alivio. Fue este regalo lo que el comisario Cercaire ofreció al joven Pastor, sentado allí, ante él, exclamando:
—¡Joder, mi cerveza está caliente!
Nuevo viaje-nevera, ida y vuelta.
—Bueno, pequeño, ¿qué quieres?
—En primer lugar que deje de llamarme «pequeño», me parece que he crecido un poco en estos últimos tiempos.
Fin de un idilio.
—De acuerdo, Pastor, ¿qué quieres?
—Quiero el tres por ciento de todos los beneficios. El tres por ciento.
—¿Estás loco?
—Soy lúcido. El tres por ciento. Y no lo olvide, sé contar, administro muy bien, por mi lado, mi propia fortuna. Quiero una cita, mañana, con Ponthard-Delmaire y que los tres nos pongamos de acuerdo sobre los términos del contrato.
Un ejército de contables se puso en marcha tras la frente del comisario.
—No cuente, Cercaire, por mi parte no vengo con las manos vacías. ¡Aporto incluso una magnífica dote! En primer lugar, los tengo cogidos, y la verdad al tres por ciento me parece muy barata. Pero, sobre todo, les entrego a Malaussène, que puede cargar con todos los asuntos, se lo he demostrado hace un rato, asesino de Vanini, degollador de viejas, drogador de viejos: el chivo expiatorio ideal. Además, le haremos feliz, al parecer lleva el papel en lo más profundo de su ser.
Y entonces, teléfono.
—¿Qué pasa? —gruñó Cercaire en el auricular.
—Sí, aquí está.
Luego:
—Para ti, Pastor.
El teléfono pasó de mano en mano.
—¿Sí? —dijo el niño Pastor—. Sí, doctor, soy yo, sí. ¿No? ¿Por qué lo han hecho? ¡Ah!, bueno, comprendo, sí, comprendo... No, no está acusada de nada, no, no creo que sea muy grave. Sí, podrá arreglarse... Por favor, doctor, no hay de qué... No, no, por favor... Eso es, sí, buenas noches, doctor.
Colgadora suavidad y larga ensoñación sonriente.
—Y, además, le haré un regalito, Cercaire. Malaussène ha hecho raptar a Julie Corrençon del hospital Saint-Louis, donde consideraba que la cuidaban mal. Es su amiguita, fíjese bien. Ahora está en su casa. Y, si quiere usted mi opinión, sería estupendo que muriera allí.
Última sonrisa. Esta vez, se levantó.
—Pero de eso hablaremos también mañana, en casa de Ponthard-Delmaire. ¿Le parece a las tres y media? Y no lo olvide: el tres por ciento.
31
A la viuda Ho le dolía el hombro. A la viuda Ho le habían atravesado el poco tocino que rodeaba aún su hueso y ella veía ahí una gran injusticia de la suerte. Si aquel truhán hubiera disparado unos centímetros más acá, hacia el interior de su cuerpo, no existiría ya viuda Ho, y la viuda Ho hubiera experimentado un gran alivio. En vez de eso, la viuda Ho seguía allí, por completo presente en aquel hombro agujereado, contemplando Belleville que se derrumbaba a su alrededor, sintiendo ascender por el hueco de su escalera el hedor a meado y cagadas de rata que combatía, hasta en sus narices, los efluvios de su propio perfume Mil Flores de Asia. La viuda Ho contemplaba sin hambre el cuscús-brochetas del viejo Amar que se enfriaba en el plato. La viuda Ho odiaba a la pequeña Leila, que se había marchado con su último lukum. La viuda Ho se sabía injusta con la chiquilla, pero aquel odio le permitía soportar el dolor de su hombro. La viuda Ho estaba harta de ser un viejo poli viudo, solitario y fracasado. Se lo reprochaba tanto más cuanto que aquel proyecto de disfraz había sido idea suya, muy oficialmente sometida a su estimado superior: el comisario de división Coudrier. «¿Un cebo, Thian? No es una mala idea. Le haré abrir una cuenta inmediatamente a nombre de... ¿de...?» «Ho Chi Minh.» Thian no tenía el menor conocimiento de su Indochina ancestral, de su Vietnam, y fue el primer nombre que le vino a la cabeza junto con el del general Giap. Pero la viuda Ho no había querido ser la viuda Giap. La viuda Ho se había enterrado en una cumbre, a la espera de aquel que tuviese la bondad de ir a rebanarle el pescuezo. La mitad de los apartamentos del edificio estaban vacíos y clausurados, y el asesino no había aparecido. Atiborrada de Palfium hasta las cejas (una especie de algodón químico acolchaba su dolor con una gasa imprecisa), la viuda Ho estaba más lúcida que nunca. Se había decepcionado a sí misma, probablemente había decepcionado a su jefe y, peor aún, no había sabido dar ejemplo de eficiencia al joven inspector rizado que compartía su despacho en las horas nocturnas, cuando volvía a ser el inspector Van Thian. A la viuda Ho le hubiera gustado, por encima de todo, obtener la consideración de ese Pastor, cuya antañona dulzura apreciaba, y al que estimaba por su rectitud. También ahí había fracasado. Y esa noche se encontraba de pronto sola consigo misma, y con el recuerdo de su traición. Pues lo único que la viuda Ho había logrado, en estos últimos tiempos, era traicionar a un hombre de bien, a un serbocroata con el alma como un pino, que defendía a las ancianas de Belleville con más abnegación que ella y, probablemente, con mayor eficiencia. La viuda Ho había dejado que asesinaran a su amiga Dolgorouki, su vecina de enfrente. Una especie de Judas con vestido thai, eso era la viuda Ho.
La viuda Ho comenzó a dormitar. Pronto, por los intersticios de un sueño nervioso desgarrado, por las esquirlas del dolor, vio la imagen de su madre, que el serbocroata había resucitado, y la minúscula y sonriente de su padre, flotando en una nube con aromas de miel. Vio luego un rostro rubio, una raya en medio que caía de lleno sobre el hoyuelo de una redonda barbilla. Aquel rostro testimoniaba en el proceso de sus padres, y contra ellos. Era el pulido rostro del secretario de Estado para los Ex Combatientes, un joven y muy alto funcionario que sabía lo que estaba diciendo cuando afirmaba que aquel fumadero de opio clandestino era una injuria para los veteranos de Indochina... Se llamaba... ¿cómo se llamaba? Había algo de «arnéss» en su apellido, o algo de «pelliza». Hoy era secretario de Estado para las Personas de Edad. Habían metido en la cárcel a los padres de la viuda Ho, y el inspector Van Thian no había sabido evitar aquella catástrofe. El padre, el viejo tonkinés de Monkai, se había disuelto en su celda. Su cuerpo era tan ligero, cuando Thian había ido a estrecharle por última vez entre sus brazos, en la enfermería de la prisión, que hubiérase dicho una gran mariposa muerta. Y era muy cierto que, cuando vivía, las manos de aquel hombre habían tenido la coloreada ligereza de la mariposa. Luego liberaron a la madre, entonces la viuda Louise, y la habían enviado, a ella y a lo que le quedaba de cabeza, a descansar definitivamente en un hospital psiquiátrico. Había muerto allí, de un exceso de medicamentos, ingeridos fraudulentamente en el armario de la farmacia, «Cerrado con un candado, señor, usted mismo puede comprobarlo». Thian había vendido entonces el establecimiento y, muchos años más tarde, habían construido allí esa especie de campo de golf olvidado en un horno, esa gigantesca ampolla verde, pandeportiva y velodramática. La viuda Ho no dejaba de llorar las desgracias del viudo Thian, cuyos secretos albergaba y que, además de sus padres, había perdido a su mujer, Janine la Giganta, la de expertas manos para hacer crecer, desmesuradamente, lo más pequeño que tenía. Janine había muerto. Increíble por parte de una giganta. «De todos modos, te queda Gervaise.» Precaria sonrisa en las últimas palabras de Janine. Era cierto, quedaba Gervaise, la hija que la giganta había dejado en tierra. No era de Thian, pero como si lo fuera. Le habían dado un nombre rojo, tomado de un libro considerado rojo. Lo que no había impedido a Gervaise asirse a la Fe. Había aprisionado bajo el velo sus hermosos bucles. Hermanita de los pobres. ¿Cómo es posible asirse a la Fe en semejante mundo? Para Thian, el resultado había sido peor que la enfermedad mortal de la giganta. Se acabó Gervaise. Entregada por entero a su causa. Los héroes no tienen padre. Reconciliando putas con el buen Dios en un hogar de Nanterre. Puta había sido el oficio de su madre, Janine la Giganta, hasta que Thian cayó en adoración ante ella y metió en la trena a toda su familia de macarras toulonenses. Cuñados, primos que juraban en corso que dejarían seco al pasmita amarillo. Nanay: al talego. Y si ahora se hacía balance, unos estaban muertos y otros en la trena todavía, Gervaise con Dios, y la viuda Ho sola, con aquel viudo fracasado en ella, tan solo también que ni siquiera le hacía compañía. Y la viuda Ho se sorprendió rezando a su vez. Estaba de pronto hasta el gollete. Rezaba con sus ardientes labios. Dios mío, que venga el degollador y basta ya de juegos. Envíamelo y te prometo que adormeceré en mí al pasma Van Thian. Lo desconectaré. Aniquilaré sus temibles reflejos. ¿No me crees? Fíjate, mira Dios mío, saco mi Manhurin de su escondrijo y lo descargo. Eso es. Tiro el cargador por un lado y la pipa por el otro. Y ahora, Dios mío, te lo suplico, envíame al libertador.
Así murmuraba casi en estado de levitación, por primera vez en su larga vida. Y puesto que la Fe, como es bien sabido, mueve montañas, cuando la viuda abrió de nuevo los ojos, allí estaba él, delante de ella, el degollador de Belleville apuntándola con una Llama 27, la misma que había encontrado en el bolso de la viuda Dolgorouki. Había entrado por la puerta que la viuda Ho dejaba siempre abierta esperando su visita, la había mirado largo rato mientras murmuraba frases incomprensibles y había esperado, pacientemente, a que abriera los ojos, para gozar plenamente de su victoria. Cuando por fin ella entreabrió los párpados enrojecidos por la fiebre, él había dicho:
—Buenas noches, inspector.
Y fue el inspector Van Thian, de pronto, quien despertó. Sentado con las piernas cruzadas tras la mesita baja, su primer reflejo fue buscar la presencia del Manhurin con la rodilla. No había Manhurin. Y el otro estaba allí, de pie, apuntándolo con una Llama provista de silenciador.
—Ponga las manos sobre la mesa, por favor.
Joder, el Manhurin no estaba. Thian recordó de pronto que la viuda Ho, en su delirio místico, había descargado el arma, había arrojado el cargador por un lado —sí, había resbalado hasta allí, debajo del aparador— y la pipa por el otro. ¡Dios y rediós, la vieja puta! Thian nunca había odiado a nadie como a la viuda Ho en aquel instante. Nunca tendría tiempo de reunir su artillería antes de que el otro apretara el gatillo. ¡Maldita vieja puta de viuda gilipollas! Jodido. Estaba jodido. Sólo después de haberse convencido de ello se interesó por la identidad de su visitante. ¿De modo que era él? Increíble... Se erguía ante Thian, muy derecho, muy viejo, con una suntuosa aureola de cabellos blancos alrededor de su santa cabeza, la aparición de Dios Padre en persona, atraído por las desconsideradas oraciones de aquella vieja sucia gilipollas de viuda Ho. Pero no era Dios Padre, era el más drogata de todos sus ángeles caídos, era el viejo Risson, el antiguo librero que la viuda Ho había conocido en casa de Malaussène.
—He venido a recuperar mi libro, señor inspector.
El viejo Risson sonreía, amable. El modo como sujetaba el revólver, bien calzado en la palma de la mano... Sí, aquel tipo de herramientas le era familiar.
—¿Lo ha leído?
Sacudía el pequeño libro de color rosa de Stefan Zweig,
El jugador de ajedrez
, que yacía a los pies de la cama, donde había caído sin que Thian lo hubiera abierto.
—No lo ha leído, ¿verdad?
El vejestorio sacudía una desolada cabeza.
—También he venido a apropiarme de los tres o cuatro mil francos que me sacudió en las narices, el otro día, cuando hacía el papel de viuda rica en casa de Malaussène.
Mostró una sonrisa realmente bondadosa.
—¿Sabe usted cuál ha sido, durante las últimas semanas, la distracción favorita de la juventud bellevillense? Un viejo pasma disfrazado de viuda vietnamita. Todos esos jovenzuelos han querido verlo, una vez al menos, para poder contárselo a su descendencia.
Hablaba, pero la Llama 27 no se movía, apuntando con gran seguridad.
—Pero la guinda ha sido, de todos modos, lo de esta tarde, cuando se ha cargado usted a los dos granujas. Ahí se ha ganado los galones de la leyenda, señor inspector.
Con el pulgar, montó el percutor. Thian vio el tambor que avanzaba de un alveolo.
—Por eso tiene que morir, inspector. Los chiquillos de la calle lo quieren como lo han visto esta tarde. Permitir que viviera más tiempo sería decepcionarlos. Es preciso acceder a la leyenda.
Las balas eran perfectamente visibles en la cámara de alveolos, como otros tantos mínimos penes en sus fundas. Thian pensó en la barra de labios de la viuda Ho. Le hacían el mismo efecto.
—Y le estoy haciendo un favor pues, entre nosotros, usted es un pasma más bien mediocre, ¿verdad?
Thian pensó que la situación justificaba con creces esta opinión.
—¿Creía usted que Malaussène era capaz de degollar a las viejas?