Pastor sostenía un tipo de mirada que conocía muy bien. Aquel gordo Ponthard-Delmaire, que hacía crecer casas en toda la tierra, no sólo era un arquitecto. Tampoco era un padre desconsolado; y ni siquiera deseaba parecerlo. Ante todo, aquel tipo gordo sentado tras la inmensa mesa de roble, a la que había dado la extraña y envolvente forma de una matriz, aquel tipo gordo era un asesino.
—La mató usted —repitió Ponthard-Delmaire.
—Es posible, pero usted falló conmigo.
Una conversación «clara» (Pastor divisó como un relámpago el rizado rostro de Gabrielle) cuyas primeras frases cogieron desprevenido a Cercaire.
—La próxima vez, no fallaré.
El gordo lo dijo sin levantar la voz. Y añadió esbozando una sonrisa:
—Tengo medios para suscitar innumerables «próximas veces».
Pastor dirigió a Cercaire una mirada de cansancio.
—Cercaire, sea bueno, explíquele a ese padre destrozado por la pena que ya no le quedan medios para hacer nada de nada.
Breve aprobación de Cercaire.
—Es cierto, Ponthard, este jovenzuelo con aspecto de mosquita muerta nos tiene agarrados por los cojones. Mejor será que te convenzas enseguida, así ganaremos tiempo.
La mirada que gravitaba sobre Pastor se tiñó de incrédula curiosidad.
—¿Ah, sí? Pues, en todo caso, no pudo enterarse de nada apretándole las tuercas a Edith, ni siquiera sabía que yo estaba en el ajo.
—En efecto —dijo Pastor—. Y le hizo una impresión tremenda cuando se lo comuniqué...
Temblores de grasa. Apenas perceptibles, pero temblores.
—Su hija era una idealista, a su modo, señor Ponthard-Delmaire. Vendiendo mierda a los viejos creía estar rebelándose con eficiencia contra su propio viejo, quería ensuciar la «imagen del padre», como se dice hoy en día. Cuando supo que era usted su patrono...
—Dios mío...
Esta vez había palidecido. Pastor remachó el clavo.
—Sí, Ponthard, usted mató a su hija; yo fui sólo el mensajero.
Una pausa.
—Bueno, resuelto este problema, pasemos a las cosas serias, ¿les parece?
La casa era de madera. Nada visible en aquella casa que no fuera de madera. Todas las esencias, todos los matices, todas las calideces de la madera en una villa de piedra. Una de esas ideas abstractas de arquitecto que, al tomar forma, producen casas abstractas.
—Pastor quiere hacernos una proposición —prosiguió Cercaire— y no tenemos modo de rechazarla.
Entonces sonaron dos golpes discretos en la puerta del despacho, que se abrió ante el viejo fámulo con chaleco de abeja. También él era de color madera.
—Señor, hay un tal Malaussène que afirma tener cita con el señor.
—Mándalo a la mierda.
—¡No! —exclamó Pastor. Luego, digiriendo su sorpresa, añadió—: Hágalo entrar.
Y, con una gran sonrisa al criado:
—Por su parte, tómese la tarde libre, le sentará muy bien. ¿No es cierto, Ponthard?
El doméstico interrogó a su patrono con la mirada. El patrono hizo una parca señal de asentimiento y otra, con la mano, que mandó a la abeja a libar París.
—Luego necesitaremos al tal Malaussène —explicó brevemente Pastor—, y ahora, como no quiero repetirme, van a escuchar esto.
De las profundidades de su viejo jersey sacó una minúscula caja y la dejó en la mesa. El pequeño magnetófono repitió fielmente, para Ponthard-Delmaire, la conversación Pastor-Cercaire de la víspera.
34
Y yo, mientras, como un gilipollas, en vez de poner pies en polvorosa, con mi familia bajo el brazo, y correr a refugiarme en la otra punta de Australia, hago el memo en la habitación de al lado. ¡E hirviendo de impaciencia, además! Porque esfumado Risson, Julia en el catre y Verdún en campaña, prefiero estar en casa que en cualquier otra parte. Además, el número del pez gordo que hace esperar para que se tome la exacta medida de su importancia, me lo han hecho ya. Con demasiada frecuencia. Por otro lado, he venido para que me suelten la bronca, ¿no? Pues cuanto antes mejor. Esas cosas son como las inyecciones, cuanto más esperas más duelen. Aviso a los aprendices de chivo expiatorio: un buen chivo debe salir al encuentro de la bronca, clamar su culpa antes incluso de que lo acusen, es un principio básico. Presentarse ante el pelotón, siempre, y dedicarle una jeta capaz de encasquillar los fusiles. (Se necesita oficio para eso: yo lo tengo.)
Así pues, en vez de largarme como alma que lleva el diablo, me levanto y, doblando previamente la espalda, con las mejillas sutilmente caídas, la mirada de soslayo, tembloroso el labio inferior y los dedos agitados, avanzo hacia el despacho de Ponthard-Delmaire con el objeto de confesar que su maravillosa obra no saldrá en la fecha fijada, que es culpa mía, sí, sólo culpa mía, que soy imperdonable, pero sin embargo, alimento a mi familia, que si monta un follón me darán puerta, lo que reducirá a los míos a la mendicidad... y si, en vez de calmarlo, esa perspectiva le encanta, la otra cara de mi disco profesional va a gritarle: «¡Sí, sí, tiene usted razón para hundirme, nunca he valido nada, pégueme más, eso es, ahí, donde más duele, en los cojones, sí, sí, otra vez!». Por lo general, cuando la primera cara no funciona, la segunda desarma al adversario, al final te suelta por miedo a darte demasiado gusto al destrozarte. En ambos casos, el sentimiento final se acerca a la compasión; compasión del alma: «Dios, qué desgraciado es ese hombre y qué irrisorios son mis problemas comparados con los suyos», o compasión clínica: «Pero ¿qué me ha hecho un masoca como éste? Cualquier cosa para no volver a verlo, me deprime demasiado». Y si, entre ambas versiones, consigo soltarle al enorme Ponthard que, a fin de cuentas, las Ediciones del Talión siguen estando mejor situadas que las demás para sacar su libro enseguida, dado que lo sabemos de memoria (¡tanto nos gusta!), si consigo espetarle eso, habré ganado la partida. En el fondo, la reina Zabo tenía razón, las cosas no están tan mal.
Eso es exactamente lo que me digo cuando pongo la mano en el pomo de la puerta, que además está entornada: ¡«Las cosas no están tan mal»! Y, cuando me dispongo a empujar la jodida puerta, una exclamación de lo más disuasiva me deja clavado allí:
—¿Y los viejos drogatas están en casa de Malaussène?
—Dos han muerto ya —responde una voz (que me parece haber oído antes)—, de modo que quedan dos todavía.
—Uno de los muertos es el asesino de las viejas de Belleville. Un tal Risson. Las mataba para poder doparse.
(¿Cómo? ¿Mi Risson? Dios mío, ¿cómo reaccionarán los niños cuando lo sepan?)
—Rediós, ¡y yo buscándolos por todas partes!
Esta voz es la del arquitecto. Añade:
—Sabía que la periodista los había encontrado, pero fue imposible hacerla confesar dónde los escondía.
Tercera voz, desconocida:
—¿Y la raptaron para preguntárselo?
—Sí, pero no pudimos hacerla cantar. Es una tía muy dura. Y sin embargo, mis muchachos eran verdaderos especialistas.
—Sus muchachos eran unos desgraciados, fallaron con la tía, fallaron conmigo y, por el modo como registraron el apartamento, se veía muy claro que eran de la construcción. Un grave error, Ponthard.
Qué extraño es el Hombre. En aquel momento yo tenía, todavía, la oportunidad de largarme dándole gracias al buen dios Azar. Pero una de las innumerables particularidades que distinguen al hombre de la bestezuela es que quiere más. Incluso cuando tiene la cantidad suficiente, reclama entonces la calidad. Los hechos en bruto no le bastan, necesita también los «por qué», los «cómo» y los «hasta dónde». Cagándome en los calzones, entreabro más la puerta para abarcar la escena en su conjunto. Hay tres tipos sentados allí. Conozco a dos: Cercaire, el poli alto y vestido de cuero, con bigotes como vainas de sable, y el enorme Ponthard-Delmaire tras su chirimbolo en forma de habichuela gigante. No conozco al tercero, un tipo joven con un grueso jersey de lana, del estilo Gaston Lagaffe pero del género trágico, a juzgar por su deshecho rostro. (Lo veo de perfil, su ojo derecho está tan hundido en la órbita rodeada de muerte que ni siquiera puedo distinguir su color.)
—Escuche, Pastor —dice de pronto Ponthard-Delmaire. (¿Pastor? ¿Pastor? ¿El pasma Pastor? ¿El que habló por teléfono con Marty?)—. Como dice Cercaire, nos tiene usted agarrados por los cojones, la cosa está clara, no tenemos más remedio que tratar con usted, de acuerdo, pero ésta no es razón para que venga a mi casa a darme lecciones.
Bigotes de Cuero intenta una conciliación:
—Ponthard...
La réplica del enorme es seca:
—¡Calla la boca, tú! Hace ya años que el tinglado funciona a escala nacional, Pastor; si no hubiera tenido usted la leche de dar con el cuerpo de la moza, no se habría enterado de nada, por muy zorro que sea, de modo que un poco de modestia, por favor; no olvide que es usted muy joven en su nuevo curro y tiene mucho que aprender. Pide usted el tres por ciento, pues vaya por el tres por ciento; es un precio justo para un nuevo colaborador de su temple, pero no meta mucho las narices, muchacho, si quiere llegar a viejo.
—Ya no quiero el tres por ciento.
Es difícil describir el estupor en que esas sencillas palabras del jovenzuelo con cabeza de calavera sumen, de pronto, a los otros dos. El alto pasma del cuero reacciona en primer lugar. Exclamación de exclamaciones:
—¿Cómo? ¡Quieres más!
—En cierto sentido, sí —responde el del jersey viejo de lana con una voz por completo extenuada.
Mientras el pequeño magnetófono devanaba sin sobresaltos su cinta de mentiras y verdades, otra película había pasado ante los ojos de Pastor. «Dios mío, ¿cuántas veces tendré que recordar eso?» Un apartamento destrozado, con el mismo metódico salvajismo que el de la periodista Corrençon. Una biblioteca de ediciones originales esparcida por el suelo, con todos los libros abiertos. El mismo método profesional de sondear todos los recovecos de la casa... Una oscilación de máquina. Pero sobre los dos cuerpos de Gabrielle y el Consejero se habían encarnizado unas fieras. Pastor se había mantenido de pie, más de una hora, ante la puerta de su alcoba. Los habían torturado tanto que la muerte no había proporcionado alivio alguno a los cuerpos, inmóviles ahora. Yacían allí, petrificados por el dolor y el espanto. Pastor no los reconoció al principio. «Ya nunca los reconoceré.» Había permanecido allí, en un desesperado esfuerzo por recomponer el recuerdo. Pero la muerte se remontaba a tres días atrás y ya nada podía hacerse para amortiguar aquel horror. «Querían suicidarse —repetía sin cesar Pastor—, Gabrielle estaba enferma, iba a morir, querían suicidarse juntos y les han hecho esto.» Siguieron otras frases: «Les han quitado la vida, les han robado su muerte y han matado su amor». Pastor era joven, por aquel entonces, creía aún que las frases eran capaces de reducir lo innombrable. Se emborrachaba de palabras, de ritmos, de pie en el marco de aquella puerta, como un adolescente después de su primera herida de amor. Una de aquellas pobres frases se le agarró especialmente: «HAN ASESINADO EL AMOR». Era una frase extraña, de un romanticismo antañón, como salida de un libro con forma de corazón. «HAN ASESINADO EL AMOR.» Pero aquello se clavó en su piel como un abrojo, y lo despertaba por la noche, con un aullido oxidado en el despacho, en su catre de campaña. «¡HAN ASESINADO EL AMOR!» Los cuerpos de Gabrielle y el Consejero se le aparecían entonces como si siguiera todavía de pie en el umbral de su alcoba. Veía aquellos cuerpos que ya no podía reconocer, y tuvo que combatir contra la idea de que el amor no puede resistir todo aquello, de que su amor no había tenido que resistir aquello. «¡HAN ASESINADO EL AMOR!» Se levantaba, se sentaba a su mesa, consultaba un expediente o se zambullía en la noche. El aire frío de los muelles expulsaba a veces la frase. Otras veces, por el contrario, los dos cuerpos torturados acompañaban su paseo que se convertía en una fuga.
Los colegas de Pastor se habían encargado de la investigación. Como las joyas de Gabrielle habían desaparecido con el dinero en metálico que el Consejero guardaba en una pequeña caja de caudales empotrada, Pastor se había apresurado a suscribir la tesis del robo. Sí, sí, robo, las torturas pretendían sólo hacer hablar a los dos ancianos. Pero Pastor sabía que los habían eliminado, sabía por qué y algún día sabría quién. Las notas del Consejero sobre los internamientos arbitrarios habían desaparecido, notas técnicas, incomprensibles para quien no fuera un especialista. Pastor se había guardado para sí la información. Jardín secreto. Jardín devorado por un único y gigantesco abrojo: ¡HAN ASESINADO EL AMOR! Algún día arrancaría aquella zarza, encontraría a quienes habían hecho aquello.
Y el día había llegado por fin.
—Pero ¿qué pasa, Pastor, mierda, el tres por ciento ya no te basta?
—No. Ya no quiero el tres por ciento, y no os entregaré a Malaussène.
El citado Malaussène (yo mismo), agachado detrás de la puerta entornada, siente una especie de alivio.
—Pero ¿qué significa esa historia, Pastor? ¿Qué quieres a fin de cuentas?
Hay inquietud en la voz de Cercaire.
Inquietud justificada. Pastor saca un pequeño fajo de hojas mecanografiadas y las pone sobre la mesa.
—Quiero que me firmen estas declaraciones. En ellas reconocen su culpabilidad, o su complicidad, en distintos asuntos que van desde el tráfico de estupefacientes hasta el asesinato con el agravante de torturas, pasando por la tentativa de asesinato, el tráfico de influencias y demás naderías. Quiero sus dos firmas en cinco ejemplares, nada más.
(Soy más bien charlatán y me gusta hablar del silencio. Cuando el verdadero silencio se instala allí donde no se espera, se advierte que el Hombre está repensando de cabo a rabo al Hombre; es hermoso.)
—¿Ah, sí? —dice por fin Cercaire,
mezza voce
, para no asustar a todo aquel silencio—, ¿quieres que firmemos eso? ¿Y cómo vas a hacerlo para obligarnos?
—Tengo un método.
Pastor suelta la frasecita con extremado cansancio, como si la hubiera pronunciado un centenar de veces.
—¡Es cierto —exclamó Cercaire—, el famoso método! Bueno, explícanos tu método, muchacho, y si nos convence, firmaremos, prometido. ¿No es cierto, Ponthard?