El degollador, en cambio, estaba muerto. Lo encontraron en el interior de un sótano que hedía a orines fermentados. Contra lo que podía esperarse, no era un hombre joven sino un anciano de melena blanca. Su rostro estaba atrozmente violáceo. Se había hecho un ovillo, como encogiéndose en un espasmo de todo su cuerpo. Se encontraron casi tres mil francos en su bolsillo, una Llama modelo 27 y una de esas navajas que usaban los buenos barberos, cuando los precios permitían todavía afeitar. Podía apurar mucho, se afilaba en una correa de cuero, la llamaban un sable. Por lo que se refiere al modo como se lo habían cargado, el comisario Cercaire emitió el diagnóstico:
—Un buen chorro de sosa. ¿Dónde está la jeringa?
Un poli alto, que se llamaba Bertholet, dijo: «Allí, está allí», y su voz se ahogó por efecto de un incontenible terror. Todas las personas presentes dirigieron su mirada al lugar designado por el alto inspector y creyeron, primero, ser víctimas de una alucinación colectiva. Una gran jeringa rota de cristal, de las que se utilizaban antaño para las más copiosas extracciones de sangre, estaba allí. Y se movía. Se movía sola. De pronto, se puso de pie, giró sobre sí misma y corrió hacia los pasmas, con la aguja hacia delante. Todo el mundo corrió hacia la salida, salvo el joven Pastor y el poderoso Cercaire que, de un taconazo, aplastó al caballero llegado de las profundidades del horror para un último torneo. Atraído por la sangre, un ratoncito gris se había introducido sencillamente en la jeringa, la sosa lo había vuelto loco y había echado a correr en todas direcciones con sus patas traseras.
33
Y llegó el gran día. Me refiero al famoso miércoles, el día de mi encuentro, en casa de Ponthard-Delmaire, con los dos pasmas que querían ponerme el sambenito. Evidentemente, a fuerza de converger, forzoso era que todo terminara en una colisión. «Estábamos hechos para encontrarnos», como suele decirse. Pues bien, extraigo de tan enriquecedora experiencia una de mis escasas convicciones:
mejor es no estar hecho para eso.
Había pasado la noche junto a Julia. Me había deslizado a su lado con un proyecto muy sencillo: resucitarla. Los cabrones que la habían agarrado le habían quemado la piel con cigarrillos. Aún quedaban las marcas. Parecía un gran leopardo dormido. Vaya por el leopardo, mientras siga siendo mi Julia. No habían podido cambiar un ápice el perfume de su piel, ni su calidez. Sin duda habían golpeado con fuerza su rostro, pero mi Corrençon tiene un sólido rostro de montañesa y si sus pómulos estaban amoratados todavía, no se habían doblegado al aporreo, ni tampoco el acantilado de su hermosa frente. No le habían roto los dientes. Le habían partido los labios, que se habían cerrado y que, en su sueño, me dirigían una gordezuela sonrisa (en colombiano dicen «comer»). Le habían roto una pierna, petrificada por el yeso hasta la cadera, y el otro tobillo lucía un anillo de cicatrices, como si la hubieran encadenado. Sin embargo, había en su sonrisa una especie de burlona certidumbre. Lo había logrado, no habían podido hacerla hablar. (¡Pondría la mano en el fuego!) Sin duda había terminado su artículo y lo había escondido en alguna parte. Eso era lo que los fontaneros buscaban cuando destrozaron su apartamento. Pero su sonrisa les decía a aquellos gilipollas que ella no era una plumífera que dejaba tirados en casa los borradores de semejante caso.
But where
? ¿Dónde has escondido los papeles, Julia? De hecho, no me corría mucha prisa saber la respuesta. Quien dice Verdad dice proceso, quien dice proceso dice testimonios, quien dice testimonios dice un ejército de pasmas, de jueces y abogados empeñados en sacudir a mis abuelos de los pies para que escupieran todo lo que tanto nos ha costado hacerles olvidar a los niños y a mí mismo. Por otro lado, dejar que el asunto se alargue es permitir que esos mierdas pinchen a otros abuelos, y mi apartamento no es lo bastante grande ni lo bastante vasta mi vocación como para albergar a todos los viejos yonquis de la capital. Un abuelo por cada mocoso que mamá fabrique me parece una proporción que no debe superarse.
Estaba, pues, tendido junto a Julia, balanceándome entre tan contradictorios pensamientos, cuando decidí combatirlos con una sencilla resolución: devolver a Julia al reino de las luces. Para hacerlo, conociéndola como la conozco, sabía que había sólo un medio: el truco del príncipe encantador. Sí, sí, ya lo sé, es abusar vergonzosamente de la situación, pero ése es, a fin de cuentas, el mayor placer de Julia y mío: abusar el uno del otro sin que eso suponga un abuso. Si ella me hubiera encontrado en su lugar, ahora, tontamente comatoso durante más de quince días, haría ya un buen rato que habría hecho «todo lo que estuviera en su mano» (como dicen los responsables) para devolverme al menos la conciencia de su admirable cuerpo. La conozco, coño. Decidí, pues, amarla mientras dormía, puesto que, despierta, es tan amable. Sus pechos fueron los que me reconocieron primero. El resto los siguió (sabio y lento progreso del placer cuyo secreto ella posee) y cuando supe que mi casa se me abría, caramba, entré en ella.
Jugamos y, luego, dormimos juntos hasta que han llovido los golpes en la puerta de mi habitación, esta mañana, y la voz de Jérémy ha comenzado a mugir:
—¡Ben, Ben! ¡Mamá ha despertado!
Ése es el tipo de cosas que me suceden: le pego un polvo a mi bella durmiente del bosque y mi madre despierta... Pues Julia sigue durmiendo, a mi lado, no cabe la menor duda. Oh, claro, puedo dar testimonio de su despertar interior, pero su hermoso rostro sigue cerrado, con esa media sonrisa canalla en los labios que tan agudamente analicé ayer por la noche.
—Y también hay algo más, Ben.
—¿Qué pasa?
—El viejo Risson no ha vuelto esta noche.
(Mierda. Eso no me gusta.)
—¿Cómo que no ha vuelto?
—No ha vuelto en absoluto, su cama no está deshecha, ni nada. Y ayer por la noche nos quedamos sin historia.
Salto de la cama para caer en mis calzones, mis pies se arrastran hasta los zapatos, mis brazos se deslizan por las mangas. Eso es, apenas he despertado y ya estoy pensando. Risson no ha regresado. Es la primera fuga desde que estamos con los abuelos. Ellos, que pasaban sus noches en pos del dopaje y sus días en pleno planeo, nunca nos han hecho la jugada de fugarse. Ninguno. Salvo Risson, ahora. ¿Qué hacer? ¿Esperar o salir en su busca? ¿Y cómo encontrarlo? No se trata de avisar a la pasma, claro. Mierda, Risson, mierda, pero ¿qué te pasa?
—¡Eh, Ben! ¿Estás dormido o qué?
Vuelven los golpes en la puerta. Aunque yo no lo haya conseguido, Jérémy logrará despertar a Julia.
—Me estoy vistiendo, Jérémy, me visto y pienso; prepárale el biberón a Verdún y dile a Peluca que venga a afeitarme.
La clínica de los Gardiens de la Paix, en el bulevar Saint-Marcel, negra en sus paredes pero recientemente luminosa en su interior, tiene la vocación de remendar a todos los pasmas agujereados por balas, rajados a cuchillo, quemados en incendios, víctimas de la carretera y, más generalmente, de la vida de pasma, incluyendo las depresiones nerviosas. La clínica de los Gardiens de la Paix albergaba, en sus paredes, un viejo colador depresivo, el inspector Van Thian, del que Pastor no habría sabido decir si luchaba contra la muerte o, muy al contrario, para expulsar de su esqueleto la poca vida que le mantenía en aquella cama.
—¿Puedo hacer algo por ti, Thian?
Con las sondas profundamente hundidas en su cuerpo, Thian parecía un san Sebastián que hubiera pasado su larga vida atado al poste. Pastor sólo leía en sus ojos la satisfacción de haber alcanzado, por fin, el límite de edad. Se levantó y quedó sorprendido al oír, una vez más, la voz del viejo inspector cuando llegó a la puerta.
—¿Chiquillo?
—¿Thian?
—De todos modos, sí, me gustaría ver otra vez a aquella moza: Thérèse Malaussène.
La voz de Thian silbaba. Pastor asintió con la cabeza, cerró la puerta a sus espaldas, recorrió un pasillo de éter y bajó la escalinata a cuyo pie lo esperaba el comisario Cercaire al volante de su Jaguar personal.
—¿Bueno?
—No muy boyante —dijo Pastor.
Aquel objeto de colección arrancó en un soplo, se deslizó por el bulevar de l'Hôpital hacia la Bastilla. Sólo tras haber cruzado el puente de Austerlitz, Pastor decidió turbar por fin el hermoso silencio del motor.
—Tengo otro regalito para usted —dijo.
Cercaire le lanzó una breve ojeada. Había aprendido, desde la víspera, a no anticipar las revelaciones de su nuevo socio. Pastor soltó una corta risita. Luego, calló.
Cercaire esperaba ahora en el semáforo que cierra el estrecho paso de la Roquette.
—El asesino de viejas vivía con Malaussène —declaró Pastor.
El semáforo se puso verde, pero Cercaire no arrancó. Por efecto de la sorpresa, el motor, flemático sin embargo, se había calado. Detrás se expresaron los bocinazos. Cercaire torturó el motor de arranque ante la divertida mirada de su vecino.
—Ya veo que ha comprendido el partido que se le puede sacar a la cosa —dijo Pastor.
El Jaguar dio un salto hacia delante, dejando inmóviles las bocinas.
—Rediós —dijo Cercaire—, ¿estás seguro?
Sabía que, con un tipo como Pastor, quedaría reducido en adelante a hacer preguntas inútiles.
—Thian acaba de decírmelo. Malaussène alojaba al asesino en su domicilio, y también alberga a otros tres viejos drogatas.
Pastor sonrió. Cercaire no comprendía cómo aquella sonrisa había podido parecerle angelical. Estaba dividido entre una admiración de escolar, él, el poderoso Cercaire, como si estuviera sentado junto al Gran Sabio, y un odio profundo, alimentado por el miedo. Asociarse con semejante cerebro era algo peligroso... En la plaza Voltaire, Pastor soltó una nueva risita.
—Es increíble, la Corrençon y los viejos drogados bajo el mismo techo, ¡ese Malaussène trabaja para nosotros!
Una pausa:
—Y bastante mejor que usted, Cercaire, ¿no?
(«Algún día te mataré, gilipollas. Algún día cometerás un error. Y entonces te mataré.») La violencia de aquel pensamiento dejó a Cercaire sin aliento, luego se diluyó en una maravillosa sensación de paz. Cercaire sonrió a Pastor.
—¿Tu mano está bien?
—Va tirando.
Corrían ahora hacia el portal del Père-Lachaise. El Jaguar tomó, sobre dos ruedas, la curva donde unas semanas antes había emprendido el vuelo el abrigo de Julie Corrençon. Una mujer de edad indefinida, en la ventana, se golpeó con el índice la frente festoneada por los bigudíes. Tal vez la misma a la que Thian apretó las tuercas, se dijo Pastor.
—¿Y qué sabe, en definitiva, Van Thian? —preguntó de pronto Cercaire.
—Algunos detalles, retazos —repuso Pastor.
Y añadió:
—De todos modos, no pasará de esta noche.
Frío como un cuchillo, sí, pensó Cercaire. Te mataré con gusto, muchacho. Cuando llegue el momento, no voy a fallar.
En la plaza Gambetta el Jaguar tomó la calle des Pyrénées y ascendió como una tromba para penetrar, en ángulo recto, en la calle de la Mare y meterse en un lugar vacío, justo enfrente de la casa del arquitecto Ponthard-Delmaire.
Teníamos que encontrar a Risson. A mediodía, he enviado a la familia para que comiera aquí y allá, los unos en el Saf-Saf, los otros en las Lumières de Belleville, y yo en casa de Amar. Misión: no hacer pregunta alguna; limitarse a escuchar Belleville. Pero ¿por qué Belleville? ¿Por qué un personaje tan distinguido como Risson va a divertirse fugándose hacia mi propio Sur? ¿Porque ahí se puede encontrar droga? Me cuesta imaginar al viejo Risson dándose una vuelta por los camellos de aquí para mendigarles una dosis. Y sin embargo, sin embargo, ésa es la idea que me reconcome. Un ex drogata no tiene mil razones para fugarse. A menos que Risson, por nostalgia, se haya enterrado vivo en una buena librería, La Terrasse de Gutenberg, por ejemplo, y haya pasado la noche leyendo. Un día u otro tendrá que aprovisionarse, ¿no? Su cultura novelesca no es inagotable. Tal vez esté zampándose el último libro del que se habla,
El perfume
, de Süskind, para contárselo a los niños esta noche. Ya basta de tonterías, Benjamin, basta. ¿Y si Risson tuviera una amiguita? ¿La vietnamita acunadora, por ejemplo? Me dio la impresión de que no le dejaba indiferente. Risson y la vietnamita. Benjamin, te he dicho que basta, de modo que basta, ¿me oyes? Bueno, me he obedecido, lo he dejado. He escuchado. Y he oído que esta noche se habían cargado a la vietnamita. Ha sido todo un golpe. Pesadumbre egoísta, por otra parte, porque mi primer pensamiento ha sido que no nos sería fácil encontrar a alguien capaz de reducir al silencio a Verdún. Y luego, he sabido que la vietnamita era un vietnamita (lo que no me sorprende tratándose de Belleville) y que ese vietnamita, pasma por añadidura, se había cargado a dos tipos unas horas antes, auténticos malvados que habían desenfundado primero. Parece, incluso, que se los cargó en pleno vuelo. Jérémy ha obtenido todos los detalles y, según ellos, el vietnamita, herido en un hombro, hizo saltar su pipa de la mano derecha a la izquierda para acribillar al asesino volador, como en el tiro al plato. ¡Jérémy babeaba de admiración! Y pensar que, pocos días antes, aquel pistolero gorjeaba con Verdún en sus brazos y se dejaba planificar por mi Thérèse... De pronto se me ha ocurrido una idea curiosa: supongamos que Risson haya perdido, efectivamente, la chaveta por la que creía una auténtica «miss Sudeste Asiático», que se haya plantado en su casa, absolutamente transido, y que, en el momento crucial, haya descubierto que su súper-querida era una superchería... Risson es lo bastante romántico como para cargárselo. (¡Benjamin, te lo digo por última vez, basta!) Total, nada de nada. No hay noticias de Risson. Hemos regresado a casa con la cabeza gacha. Verdún dormía, Julia también. Pero el teléfono, no.
—¿Oiga, Malaussène? Espero que no habrá olvidado su cita.
—¿Puedo insultarla, Majestad?
—Si eso va a ponerlo en condiciones, no se contenga.
Así es la reina Zabo. Sólo he dicho:
—No, no he olvidado a su Ponthard-Delmaire; ahora voy.
—Mató usted a mi hija.