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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (47 page)

BOOK: El guardián invisible
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Estaban colocados escalonadamente y en la cumbre se encontraba el nombre de Teresa Klas, proclamando que ella era la reina de aquel particular círculo infernal. Había sido la primera, la chica por la que Víctor perdió la cabeza hasta el punto de correr el riesgo de matarla a escasos metros de su casa; pero lejos de infundirle temor, su muerte le excitó hasta el punto que durante los dos siguientes años había asesinado a otras tres mujeres menos, víctimas propiciatorias, jóvenes con un perfil claro de adolescente provocativa a las que asaltaba en el monte de forma bastante chapucera en comparación con la sofisticación que mostraba ahora en sus crímenes.

Un altar como aquél narraba la evolución de un asesino implacable que se había dedicado a su labor durante tres años y que se había detenido durante casi veinte. Los mismos que estuvo con Flora, mientras se aturdía a diario con cantidades ingentes de alcohol, sometido a un yugo, un yugo autoimpuesto, aceptado y considerado la única opción para ser capaz de soportar la disciplina necesaria para vivir junto a Flora, sin dar rienda a sus instintos. Un vicio destructor que había mantenido a raya, justo hasta el momento en que dejó de beber, libre del férreo control de Flora y liberado del sopor calmante del alcohol. Lo había intentado de nuevo, había vuelto junto a ella para mostrarle sus progresos, para enseñarle lo que una vez más había sido capaz de hacer por ella, y en lugar de los brazos abiertos que había soñado, encontró la fría e impertérrita mirada de Flora.

Su desdén había sido la espoleta, el detonante, el disparo de salida para una carrera hacia un ideal de perfección y pureza que él dictaba a todas las demás mujeres, y a todas las que aspiraban a serlo con sus jóvenes y provocativos cuerpos. Entre las fotos del altar encontró sus propios ojos, y por un instante creyó que veía su reflejo en el espejo. Ocupando el lugar de honor en el centro del altar, una fotografía de ella misma impresa en papel foto, sin duda con una impresora, y recortada de otra en la que aparecía junto a sus hermanas. Extendió la mano para tocar la imagen, casi segura de que se equivocaba, rozó el papel seco y liso, y casi lo arrancó de su sitio al sobresaltarse cuando oyó el estruendo inconfundible de un disparo. Se lanzó escaleras abajo, segura de que se había producido en el exterior del caserío.

Flora se apostó en la entrada de las cuadras y sin decir una palabra apuntó a Víctor con la escopeta. Él se volvió, sorprendido, aunque no sobresaltado, como si su visita le resultase grata y deseada.

—Flora, no te he oído llegar, si me hubieras llamado antes de venir estaría más presentable —dijo mirando sus guantes grasientos mientras se los quitaba poco a poco y seguía avanzando hacia la entrada—. Hasta podría haber cocinado algo.

Flora no contestó, ni siquiera movió un músculo, pero no dejó de mirarlo y de apuntarle con la escopeta.

—Aún puedo preparar algo, si me das unos minutos para que me ponga presentable.

—No he venido a cenar, Víctor —la voz de Flora fue tan gélida y carente de emociones que Víctor volvió a hablar, sin dejar de sonreír ni abandonar el tono conciliador.

—Entonces, puedo enseñarte lo que hacía. Estaba —dijo señalando a su espalda— trabajando en la restauración de una moto.

—¿Hoy no toca hornear? —preguntó Flora sin abandonar su postura e indicando con el cañón del arma una trampilla de hierro fundido que daba acceso al horno de piedra enclavado en la pared del caserío.

Sonrió mirando a su mujer.

—Pensaba hornear mañana, pero si tú quieres podemos hacerlo juntos.

Flora espiró con fuerza, en un gesto de hastío habitual, mientras movía negativamente la cabeza para demostrar su irritación.

—¿Qué has estado haciendo, Víctor? ¿Y por qué?

—Ya sabes lo que he hecho, y sabes por qué. Lo sabes porque tú piensas igual que yo.

—No —dijo ella.

—Sí, Flora —dijo, conciliador—. Tú lo dijiste, tú lo decías siempre. Ellas, ellas se lo buscaron, vestidas como prostitutas, provocando a los hombres como rameras, y alguien debía enseñarles lo que les ocurre a las malas chicas.

—¿Tú las mataste? —preguntó, como si a pesar de estar apuntándole con un arma quisiera creer que todo era un absurdo error y esperara que él lo negase, que después de todo sólo fuese un terrible malentendido.

—Flora, de nadie más, pero de ti espero que lo entiendas. Porque tú eres como yo. Todo el mundo lo ve, muchos opinan como tú y como yo, que la juventud está echando a perder nuestro valle con sus drogas, su ropa, su música y el sexo; y las peores son las chicas, no piensan en otra cosa que en el sexo, sexo en lo que dicen, en lo que hacen, en su manera de vestirse. Pequeñas putas. Alguien debía hacer algo, enseñarles el camino de la tradición y el respeto a las raíces.

Flora lo miró asqueada sin intentar esconder su estupor.

—¿Como Teresa?

Él sonrió con dulzura e inclinó la cabeza a un lado como si rememorase.

—Teresa, aún pienso en ella todos los días. Teresa, con sus faldas cortas y sus escotes, impúdica como una Babilonia la grande. Sólo he visto a una mejor.

—Creía que había sido un accidente… En aquel tiempo eras joven, estabas confuso, y ellas… eran unas perdidas.

—¿Lo sabías, Flora? ¿Lo sabías y me aceptaste?

—Creía que eso había quedado atrás.

El rostro de él se oscureció y en su boca apareció una expresión de dolor.

—Y quedó atrás, Flora, durante veinte años me he mantenido firme haciendo el esfuerzo más grande que un hombre pueda hacer, tenía que beber para controlarlo, Flora. No puedes imaginar lo que es luchar contra algo así. Pero tú me despreciaste justo por mi sacrificio, me apartaste de tu lado, me dejaste solo y me pusiste como condición que dejase de beber. Y yo lo hice, lo hice por ti, Flora, como lo he hecho toda mi vida, como lo he hecho todo.

—Pero has matado a unas niñas, las has asesinado —dijo, asombrada—, a unas niñas.

Él comenzó a sentirse molesto.

—No, Flora, tú no las viste insinuándose como golfas… Hasta accedieron a subir al coche, a pesar de que sólo me conocían de vista. No eran niñas, Flora, eran putas. O se convertirían en putas en poco tiempo. Esa Anne, ésa era la peor de todas, sabes de sobra que se acostaba con tu cuñado, que atacaba a mi familia, que destruía el vínculo sagrado del matrimonio de Ros, de nuestra querida y estúpida Ros. ¿Tú crees que Anne era una niña? Pues esa niña se me ofreció como una ramera y cuando estaba acabando con ella me miró a los ojos como un demonio, casi sonrio, casiió y me maldijo. «Estás maldito», eso me dijo, y ni muerta pude quitarle esa sonrisa de la cara.

De pronto, el rostro de Flora se contrajo en una mueca y comenzó a llorar.

—Mataste a Anne, eres un asesino —dijo como para terminar de convencerse.

—Como tú sueles decir, Flora, alguien debía tomar la decisión correcta; era una cuestión de responsabilidad, alguien tenía que hacerlo.

—Podías haber hablado conmigo, si lo que querías era preservar el valle hay otras maneras, pero matando niñas… Víctor, tú estás enfermo, tienes que estar loco, porque si no es imposible.

—No me hables así, Flora. —Sonrió mansamente, como un niño arrepentido de haber hecho una trastada—. Flora, yo te quiero.

Las lágrimas rodaban por el rostro de ella.

—Yo también te quiero, Víctor, pero por qué no me pediste ayuda —musitó bajando el arma.

Él avanzó dos pasos hacia ella y se detuvo sonriendo.

—Te la pido ahora. ¿Qué me dices? ¿Me ayudarás a hornear?

—No —dijo levantando el arma y con el rostro de nuevo sereno—. Nunca te lo he dicho, pero odio los
txatxingorri
. —Y disparó.

Víctor la miró abriendo mucho los ojos un poco sorprendido por el acto y por la intensa oleada de calor que se extendió por su vientre y le trepó por el pecho, aclarando sus ojos y permitiéndole advertir a la otra dama presente en su final. Envuelta en una capa blanca que le cubría parcialmente la cabeza, Anne Arbizu le miraba desde la entrada con una mueca entre el asco y el placer. Oyó su risa de
belagile
antes de recibir el segundo disparo.

Amaia salió de la casa y avanzó rápidamente hasta la esquina sosteniendo la Glock de Montes con firmeza mientras escuchaba atenta cualquier señal de movimiento. Oyó el segundo disparo y echó a correr. Al llegar al final de la pared se asomó con precaución a la fachada norte del caserío, donde mucho tiempo atrás estuvieron las cuadras. De la enorme puerta verde salía una intensa luz que teñía el césped de color esmeralda y que resultaba incongruente en un lugar que originalmente estuvo destinado a caballos y vacas. Flora estaba parada en el vano de la entrada, sostenía la escopeta a la altura del pecho y apuntaba al interior sin mostrar vacilación.

—Tira la escopeta, Flora —gritó Amaia apuntándola con su arma.

Ella no respondió, dio un paso hacia el interior de los establos y desapareció de su vista. Amaia fue tras ella, pero sólo vio una sombra informe tirada en el suelo como un montón de ropa vieja.

Flora estaba sentada junto al cuerpo de Víctor. Sus manos estaban manchadas de la sangre que le brotaba del abdomen y le acariciaba el rostro tiñendo su frente de rojo. Amaia avanzó hasta ella y se inclinó a su lado para quitarle el arma, que reposaba a sus pies; después, se guardó la Glock a la espalda, se inclinó sobre Víctor y le puso los dedos en el cuello tratando de encontrar el pulso mientras buscaba en su ropa el teléfono con el que llamó a Iriarte.

—Necesito una ambulancia en el camino de los Alduides, es el tercer caserío pasado el cementerio, ha habido disparos, les espero aquí.

—Amaia, es inútil —dijo Flora casi susurrando, como si temiese despertar a Víctor—, está muerto.

—Oh, Flora —suspiró poniéndole una mano sobre la cabeza mientras el corazón se le hacía pedazos al contemplar a su hermana acariciando el cuerpo inerte de Víctor—. ¿Cómo has podido?

Alzó la cabeza como alcanzada por un rayo, se irguió digna como una santa medieval en la hoguera. Su tono era firme y se adivinaba en él una nota de fastidio.

—Sigues sin entender nada. Alguien tenía que pararlo, y si llego a esperar que lo hicieras tú tendría el valle cubierto de niñas muertas.

Amaia retiró la mano que tenía sobre su cabeza como si hubiera recibido un calambre.

Dos horas más tarde.

El doctor San Martín salía del establo de Víctor tras certificar su fallecimiento y el inspector Iriarte se acercaba a Amaia con cara de circunstancias.

—¿Qué le ha dicho mi hermana? —quiso saber ella.

—Que encontró tirado en el aparcamiento del hotel Baztán el informe sobre la procedencia de la harina, que ató cabos, que cogió la escopeta porque tenía miedo; aunque no estaba del todo segura, decidió traérsela para protegerse si Víctor resultaba ser un asesino. Que le preguntó al respecto y él no solamente lo admitió, sino que además se puso muy violento, avanzó hacia ella amenazadoramente y ella, al sentirse en peligro, no lo pensó y disparó. Pero él no cayó y siguió avanzando, así que disparó de nuevo. Dice que no fue muy consciente, que lo hizo instintivamente porque estaba aterrorizada. La furgoneta blanca está en el interior, bajo una lona. Flora ha dicho que él la usaba para ir a buscar las motos que restauraba, y en el interior del horno y la cocina había harina en bolsas de Mantecadas Salazar, además de la colección de horrores que tiene en el desván.

Amaia suspiró profundamente cerrando los ojos.

Diez horas más tarde.

Amaia acudió al funeral de Johana Márquez, confundiéndose entre la gente, y rezó por el eterno descanso de su alma.

Cuarenta y ocho horas más tarde.

Amaia recibió la llamada del teniente Padua.

—Me temo que tendrá que hacer una declaración sobre su informador. En la cueva que nos indicó, los guardias del Seprona han hallado huesos humanos de distinto tamaño y procedencia; por el número han calculado que hay restos de unos doce cadáveres, que han sido arrojados al interior de la cueva de cualquier manera. Según el forense, algunos llevan allí más de diez años y todos presentan marcas de dientes humanos. Ya sé lo que va a preguntarme, y la respuesta es que sí: coincide con la mordedura del cadáver de Johana, y no, no coincide con el molde de Víctor Oyarzábal.

Quince días después, y coincidiendo con el lanzamiento a nivel nacional de su libro
Con mucho gusto
, el juez dejaba a Flora en libertad sin cargos y ella decidía tomarse unas largas vacaciones en la Costa del Sol, mientras Rosaura se hacía cargo de la dirección de Mantecadas Salazar. Las ventas no solamente no se vieron afectadas, sino que en pocas semanas Flora se había convertido en una especie de heroína local. Al fin y al cabo, en el valle siempre se había respetado a las mujeres que hacían lo que tenían que hacer.

Dieciocho días después recibía una llamada de la doctora Takchenko.

—Inspectora, va a resultar que al final usted tenía razón: los GPS del servicio francés de observación captaron hace quince días la presencia de una hembra de unos siete años que, bastante despistada, habría descendido hasta el valle. No tienen de qué preocuparse.
Linnete
ya está de nuevo en el Pirineo.

Un mes más tarde.

La regla no se presentó. Ni al siguiente, ni al siguiente…

Glosario

Aizkolari:
leñador, tradicionalmente cortador de troncos. Hoy en día, especialista en corte de troncos en el deporte rural vasco.

Elizondo:
significa literalmente «junto a la iglesia».

Olentzero u Olentzaro:
es un personaje navarro de la tradición navideña vasca. Se trata de un carbonero mitológico que trae los regalos el día de Navidad.

Aita:
papá.

Ama:
madre.

Amona:
abuela.

Txikitos:
vinos.

Basajaun:
literalmente, «el Señor del bosque».

Eguzkilore:
símbolo que representa la flor seca del cardo silvestre y que se coloca en la puerta de las casas para ahuyentar a los malos espíritus.

Sorgiña:
bruja.

Botil-harri o botarri:
piedra bote, o piedra botella; se utilizaba para el juego de la
laxoa
, una modalidad de pelota vasca.

Belagile:
mujer oscura, poderosa, bruja.

Agradecimientos

Quiero agradecer el gran talento y disponibilidad que tantas personas pusieron a mi servicio para lograr que esta novela fuera una realidad.

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