Barlow lo dejó caer al piso. Le quitó la cuerda del cuello, retiró los dos billetes de cinco libras guardados en el bolsillo del culebra, y se alejó por la calle. El cuerpo de Perfecto Willy quedó como un montón confuso en un rincón, inmóvil. Pasaron varios minutos antes de que los primeros niños reaparecieran, y se aproximaran cautelosamente al cadáver. Luego, los niños le robaron los zapatos al culebra, le despojaron de todas sus ropas, y huyeron velozmente.
Instalado en una habitación del segundo piso de la casa de citas, en compañía de Agar, Pierce termino su cigarro y se incorporó en el asiento.
—Somos muy afortunados —dijo finalmente.
—¿Afortunados? ¿Afortunados de que la poli nos pise los talones cinco días antes del golpe?
—Sí, afortunados —dijo Pierce—. ¿Qué importa que Willy haya cantado? Les habrá dicho solamente que entramos en la Terminal del Puente de Londres.
—No creo que al principio haya dicho tanto. Seguro que quería que le dieran más —el confidente solía comunicar poco a poco sus datos, obteniendo en cada paso un soborno de la policía.
—Sí, —dijo Pierce—, pero debemos suponer que habló. Y precisamente por eso somos afortunados.
—¿Y en qué consiste nuestra suerte? —preguntó Agar.
—En el hecho de que la Terminal del Puente de Londres es la única estación de la ciudad donde operan dos líneas. La Sureste y la Londres & Greenwich.
—Sí, así es —dijo Agar, desconcertado.
—Necesitamos un buen soplón que nos cante —dijo Pierce.
—¿Piensa despistar a la poli?
—Hay que darles algo que los tenga ocupados —dijo Pierce—. De aquí a cinco días estamos en ese tren, y no quiero tenerlos encima.
—¿Qué se propone?
—Pensaba en Greenwich —dijo Pierce—. Sería agradable que viajaran a Greenwich.
—Y necesita un soplón que les pase el dato.
—Sí —asintió Pierce.
Agar reflexionó un momento.
—En las Siete Esferas está esa muñeca, Lucinda. Dicen que conoce a uno o dos miltonianos. Se acuesta con ellos siempre que la atrapan, lo que es a menudo, en vista de que la chica les gusta mucho.
—No —dijo Pierce—. No creerán a una mujer; olerán la trampa.
—Bueno, está Black Dick, el de los caballos. ¿Lo conoce? Es judío, y por las noches está en la Corona de la Reina.
—Lo conozco —asintió Pierce—. Black Dick es un borracho, le gusta demasiado la ginebra. Necesito un soplón auténtico, un sujeto de la familia.
—¿De la familia? Entonces Chokee Bill viene bien.
—¿Chokee Bill? ¿Ese paleto irlandés?
Agar asintió.
—Sí, el mismo, estuvo un tiempo en Newgate. Pero no demasiado.
—¿Ah, sí? —Pierce se interesó súbitamente. Una sentencia reducida a menudo sugería que el hombre había aceptado convertirse en soplón—. Lo soltaron muy pronto, ¿no es así?
—Demasiado pronto —dijo Agar—. Y la policía también le dio en seguida la licencia de prestamista. Raro, para ser un irlandés. Los prestamistas recibían permiso de la policía, y ésta compartía el prejuicio usual contra los irlandeses.
—¿De modo que ahora se dedica al comercio? —dijo Pierce.
—Sí —dijo Agar—. Pero dicen que a veces vende armas, y que es soplón.
Pierce reflexionó un momento, y finalmente asintió.
—¿Y dónde está ahora?
—En Battersea, en la calle Ridgeby.
—Iré ahora mismo —dijo Pierce, poniéndose de pie—. Vamos a tender la trampa.
—No lo haga demasiado fácil —advirtió Agar.
Pierce sonrió.
—Tendrán que esforzarse todo lo posibl —se dirigió a la puerta.
—Un momento —le llamó Agar, a quien se le había ocurrido algo—. Y ahora que lo pienso: ¿Qué demonios puede robarse en Greenwich?
—Esa —dijo Pierce—, es exactamente la pregunta que se hará la policía.
—Pero ¿hay algo?
—Por supuesto.
—¿Grande?
—Por supuesto.
—Pero ¿qué?
Pierce meneó la cabeza. Sonrió ante la expresión perpleja de Agar y salió de la habitación.
Cuando Pierce salió de la casa de citas, comenzaba a anochecer. Vio inmediatamente a los dos agentes apostados en ambos extremos de la calle. Fingió que miraba nerviosamente en todas direcciones, y luego caminó hasta la esquina, donde llamó a un coche.
Viajó varías manzanas en el vehículo, descendió rápidamente en un lugar de mucho tránsito de la Calle del Regente, cruzó la calzada y subió a un coche que iba en dirección contraria. A juzgar por las apariencias, se comportaba con suprema astucia. En realidad, Pierce nunca se hubiese molestado en apelar al recurso de los vehículos que se desplazan en dirección contraria para deshacerse de un perseguidor; era un método torpe que rara vez resultaba. Y en efecto, cuando miró por la ventanilla posterior del coche, vio que no había conseguido despistar a sus perseguidores.
Continuó el viaje hasta la taberna de Armas de la Regencia, un lugar bullicioso. Entró en el local, salió por la puerta lateral (visible desde la calle), y cruzó en dirección a New Oxford Street, donde subió a otro vehículo. En todo esto consiguió desprenderse de uno de los policías, pero el otro seguía pegado a sus talones. Luego, atravesó el parque en dirección a Battersea, para ver a Chokee Bill.
La imagen de Edgar Pierce, un caballero respetable y pulcro, entrando en el sórdido local de un prestamista de Battersea puede parecer incongruente al lector moderno, pero en esa época no era un hecho desusado, pues el prestamista servía no sólo a las clases inferiores y en todos los casos su función era esencialmente la misma: la de un banco para resolver situaciones urgentes, una suerte de institución que permitía realizar operaciones más baratas que las que podían concertarse con los bancos establecidos. Una persona a veces adquiría un artículo costoso, por ejemplo un abrigo, y lo empeñaba una semana para pagar el alquiler; lo recuperaba pocos días después, para usarlo el domingo; volvía a empeñarlo el lunes, a cambio de un préstamo más reducido; y así sucesivamente, hasta el momento en que ya no necesitaba los servicios del prestamista.
Por consiguiente, el prestamista cumplía una función importante en la sociedad, y el número de locales autorizados se duplicó a mediados del período Victoriano. Los miembros de la clase media se sentían atraídos por el prestamista más a causa del anonimato del préstamo que por su baratura; muchos hogares respetables no deseaban que se supiera que habían empeñado parte de la platería para obtener dinero en efectivo. Después de todo, era una época en la cual mucha gente equiparaba la prosperidad económica y la buena administración con el comportamiento moral; e inversamente, la necesidad de conseguir un préstamo implicaba cierta forma de inmoralidad.
Las propias casas de empeño no eran en realidad lugares muy siniestros, pese a que tenían esa reputación. Los criminales que buscaban peristas generalmente acudían a los «Traductores» de artículos de segunda mano, comerciantes sin licencia que no estaban sujetos a la regulación policial, y que tenían menos probabilidades de que se los sometiera a vigilancia. Por eso mismo, Pierce pasó la puerta bajo las tres bolas con un sentimiento de impunidad.
Encontró a Chokee Bill, un irlandés de rostro rojizo cuya complexión le confería una apariencia de casi permanente asfixia, sentado en un rincón del fondo. Chokee Bill se levantó de un salto, advirtiendo en el visitante el atuendo y los modales de un caballero.
—Buenas noches, señor —dijo Bill.
—Buenas noches —dijo Pierce.
—¿En qué puedo servirle, señor?
Pierce examinó el local.
—¿Estamos solos?
—Lo estamos señor, como me llamo Bill —pero Chokee Bill tenía una expresión cautelosa en los ojos.
—Deseo hacer cierta compra —dijo Pierce—. Al hablar adoptó el acento de los habitantes del puerto de Liverpool, pese a que habitualmente no hablaba de ese modo.
—Cierta compra…
—Unos artículos que quizá usted tenga disponibles —dijo Pierce.
—Aquí tiene mi local, señor —dijo Chokee Bill, con un Resto de la mano—. Todo lo que tengo está aquí.
—¿Es todo?
—Sí, señor. Lo que usted puede ver.
Pierce se encogió de hombros.
—Tal vez me hayan informado mal. Buenas noches. —Y enfiló hacia la puerta.
Casi había llegado, cuando Chokee Bill tosió.
—¿Qué le han dicho, señor?
Pierce se volvió a mirarlo.
—Necesito ciertos artículos poco corrientes.
—Artículos poco corrientes —repitió Chokee Bill—. ¿Qué clase de artículos poco corrientes, señor?
—Objetos de metal —dijo Pierce, mirando directamente al prestamista. Tanta circunspección le parecía tediosa, pera era necesaria para convencer a Bill de la autenticidad de su transacción.
—¿Dice usted de metal?
Pierce esbozó un gesto despectivo con las manos.
—Como usted comprende, es un problema de defensa.
—De defensa.
—Tengo objetos de valor, propiedad, cosas importantes… y por lo tanto necesito defenderme. ¿Me comprende?
—Le comprendo —dijo Bill—. Y es posible que tenga lo que usted me pide.
—En realidad —dijo Pierce, volviendo a examinar el local, como para asegurarse de que en verdad estaba solo con el propietario—. En realidad necesito cinco.
—
¿Cinco armas?
—dijo asombrado Chokee Bill.
Ahora que había revelado su secreto, Pierce parecía muy nervioso.
—Así es —dijo, mirando aquí y allá—. Necesito cinco.
—Cinco es un número considerable —dijo Bill, frunciendo el ceño.
Pierce inició un movimiento de retirada.
—Bien, si no puede conseguirlos…
—Un momento —dijo Bill—. No he dicho nada de eso. Usted no me ha oído decir que no puedo. Sólo he dicho que cinco es un número considerable, y creo que tengo razón.
—Me dijeron que usted disponía de género —dijo Pierce siempre nervioso.
—Quizá.
—En ese caso, quiero comprarlos inmediatamente.
Chokee Bill suspiró.
—No los tengo aquí, señor… se lo aseguro… Un hombre no guarda esas armas en una casa de empeño, ¿no le parece, señor?
—¿Cuánto tardará en traerlas?
A medida que aumentaba el nerviosismo de Pierce, crecía la calma y la ecuanimidad de Chokee Bill. Pierce podía adivinar el sesgo de sus pensamientos, y cómo procuraba desentrañar el posible uso de las cinco pistolas. Se trataba de un delito importante, de eso no cabía duda. Si conocía los detalles y pasaba el dato, podría ganar algo.
—Necesito unos días, señor, se lo aseguro —dijo Bill.
—¿Ahora no es posible?
—No, señor, deme un poco de tiempo y le entregaré el material.
—¿Cuándo?
Un prolongado silencio. Bill murmuró algo, contando los días con los dedos.
—Dos semanas estaría bien.
—¡Dos semanas!
—Por lo menos, ocho días.
—Imposible —dijo Pierce, como quien piensa en voz alta—. De aquí a ocho días debo estar en Greenw —se interrumpió—. No —dijo—. Ocho días es demasiado.
—¿Siete? —pregunto Bill.
—Siete —dijo Pierce, mirando el techo—. Siete, siete… siete días… ¿El martes próximo?
—Sí, señor.
—¿A qué hora del martes?
—Tiene que llegar a tiempo, ¿verdad? —preguntó Bill, con un aire indiferente que no podía convencer a nadie.
Pierce se limitó a mirarlo.
—No quiero entrometerme, señor —dijo Bill rápidamente—. Entonces, no lo haga. ¿Qué hora del martes?
—Mediodía.
Pierce meneó la cabeza.
—No haremos negocio. Es imposible y yo…
—Veamos un poco… ¿A qué hora del martes los necesita?
—A lo sumo, a las diez de la mañana.
Chokee Bill reflexionó.
—¿A las diez aquí?
—Sí.
—¿No después?
—Ni un minuto después.
—¿Vendrá a buscarlos personalmente?
Pierce le dirigió otra mirada sombría.
—Eso mal puede importarle. ¿Puede entregar o no los metales?
—Puedo —dijo Bill—. Pero el servicio urgente es más caro.
—Eso no importa —dijo Pierce, y le entregó diez guineas de oro—. A cuenta.
Chokee Bill miró las monedas, anverso y reverso.
—Creo que esto es la mitad.
—Muy bien.
—¿Y pagará el resto en metal?
—Sí, en oro.
Bill asintió.
—¿También necesitará balas?
—¿De qué clase son?
—Webley cuarenta y ocho, encendido anular, modelos de sobaquera, si mi suposición acierta.
—En ese caso, necesitaré balas.
—Otras tres guineas por las balas —dijo suavemente Chokee Bill.
—De acuerdo —dijo Pierce. Se dirigió a la puerta pero se volvió antes de llegar—. Para terminar —dijo—. Si el martes próximo cuando llegue los artefactos no están aquí, usted tendrá dificultades.
—Soy digno de confianza, señor.
—Tendrá muchas dificultades —dijo otra vez Pierce—, si no lo es. Piénselo —y desapareció.
Aún no había oscurecido del todo; la calle estaba mal iluminada por las lámparas de gas. No vio al policía que le escoltaba, pero sin duda estaba por ahí. Subió a un coche y se hizo llevar a la plaza Leicester, donde comenzaba a reunirse el público deseoso de asistir a las funciones teatrales nocturnas. Se agregó a un grupo, compró un billete para la función de
She Stoops to Conquer
, y entró en el vestíbulo del teatro. Volvió a su casa una hora después, no sin antes haber cambiado tres veces de vehículo, y haber entrado y salido subrepticiamente de cuatro tabernas. Estaba seguro de que no le habían seguido.
La mañana del 18 de mayo fue desusadamente cálida y soleada, pero el señor Harranby no encontraba ningún placer en las condiciones del tiempo. Las cosas andaban mal, y había tratado con notable acritud a su ayudante, el señor Sharp, cuando se le informó de la muerte del culebra Perfecto Willy en un inquilinato de las Siete Esferas. Y cuando después le informaron que sus detectives habían perdido la pista del caballero en la multitud que entraba al teatro —un hombre de quien sabía solamente que se llamaba Simms, y que tenía casa en Mayfair— el señor Harranby se dejó dominar por la cólera, y criticó enérgicamente la ineptitud de sus subordinados, incluido el señor Sharp.
Pero el señor Harranby procuró dominarse el genio, pues la única pista que el Yard poseía aún estaba sentada frente a él, sudando profusamente, retorciéndose las manos y con el rostro casi púrpura. Harranby miró con severidad a Chokee Bill.