Read El gran robo del tren Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren (30 page)

BOOK: El gran robo del tren
9.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
Capítulo
46
BREVE HISTORIA DE LA INVESTIGACIÓN

Como puede suponerse, la reacción inicial de Huddleston & Bradford fue de incredulidad absoluta; no era posible que faltara nada. El cable francés había sido redactado en inglés y decía: FALTA ORO DONDE ESTÁ, y llevaba la firma VERNIER, Ostende.

Ante la ambigüedad del mensaje, el señor Huddleston anunció que seguramente las autoridades aduaneras francesas habían causado alguna absurda demora, y anticipó que todo el asunto quedaría aclarado antes de la hora del té. El señor Bradford, que nunca había hecho el menor intento de disimular su profundo y duradero menosprecio por todo lo que era francés, supuso que esos roñosos franchutes habían encaminado mal el oro, y que ahora trataban de achacar a los ingleses la responsabilidad de su propia estupidez. El señor Henry Fowler, que había acompañado el embarque de oro hasta Folkestone, y supervisado la transferencia al vapor que debía cruzar el Canal, observo que la firma «Vernier» no era conocida, y pensó en la posibilidad de que el cable pudiese ser una broma pesada. Después de todo, era una época de relaciones cada vez más tensas entre los ingleses y sus aliados franceses.

Los cables que solicitaban —y después exigían— aclaración cruzaban el Canal de la Mancha en ambas direcciones. Hacia mediodía se creyó que el vapor que hacía el cruce de Dover a Ostende había sido hundido, y que el oro se había perdido en el desastre. Pero hacia principios de la tarde se aclaró que el vapor había realizado un viaje sin incidentes. Pero casi todo el resto parecía mucho más confuso.

El banco parisiense, el ferrocarril francés, la línea inglesa de vapores, el ferrocarril británico y el banco británico estaban ahora disparando cables, en vertiginosa profusión, a todos los posibles participantes en el asunto. A medida que avanzaba el día, el tono de los mensajes cobro mayor acritud, y el contenido fue más absurdo. Todo el asunto alcanzó una suerte de culminación cuando el gerente del Ferrocarril Sureste de Folkestone telegrafió al gerente de la Compañía Británica de Vapores, también de Folkestone: QUI EST M. VERNIER. A lo cual el gerente de la compañía naviera replicó: SUS INJURIOSAS AFIRMACIONES RECIBIRÁN DIGNO CASTIGO.

En Londres a la hora del té, los escritorios de los principales funcionarios de Huddleston & Bradford estaban cubiertos de telegramas y cables, y se despachaban recaderos a las casas de los caballeros para informar a las respectivas esposas que sus maridos no volverían a casa a cenar, porque debían tratar urgentes asuntos de negocios. La atmósfera inicial de inconmovible calma y desdén por la ineficacia francesa estaba ahora disipándose, reemplazada por la sospecha cada vez más firme de que en realidad podía haber ocurrido algo con el oro. Era cada vez más evidente que los franceses estaban tan preocupados como los ingleses —el propio señor Bonnard había tomado el tren de la tarde para la costa, con la intención de investigar personalmente la situación en Ostende. El señor Bonnard era famoso por su austeridad, y su decisión de viajar fue interpretada como un hecho muy significativo.

En Londres, alrededor de las siete, cuando se retiró la mayoría de los empleados del banco, el ánimo de los funcionarios era francamente pesimista. El señor Huddleston contestaba agriamente; el señor Bradford tenía un acentuado aliento a ginebra; el señor Fowler estaba pálido como un espectro; y al señor Trent le temblaban las manos. Hubo un breve momento de alivio alrededor de las 7.30 de la tarde, cuando llegaron al banco los documentos aduaneros de Ostende, firmados por los franceses el día anterior. Indicaban que a las 5 de la tarde del 22 de mayo el representante de Bonnard et Fils, un tal Raymond Vernier, había firmado el recibo por diecinueve cofres sellados de Huddleston & Bradford que contenían, de acuerdo con la declaración, doce mil libras esterlinas en oro.

—Esta es su maldita sentencia de muerte —dijo el señor Huddleston, agitando el papel en el aire—. Y si hubo alguna irregularidad, la culpa recaerá sobre los franceses —pero esta afirmación implicaba exagerar la situación legal, y él lo sabía muy bien.

Poco después, el señor Huddleston recibió un extenso cable de Ostende:

SU CONSIGNACIÓN DIECINUEVE (19) COFRES LLEGÓ OSTENDE AYER 22 MAYO 17 HORAS A BORDO BARCO «ARLINGTON» DICHA CONSIGNACIÓN ACEPTADA POR NUESTRO REPRESENTANTE SIN ROMPER SELLOS QUE APARECIERON INTACTOS CONSIGNACIÓN DEPOSITADA EN CAJA FUERTE OSTENDE CON GUARDIA NOCHE 22 MAYO SIGUIENDO NUESTRA COSTUMBRE SIN PRUEBAS DE MANIPULACIÓN CARÁCTER DE LOS GUARDIAS FIDEDIGNO MAÑANA 23 MAYO NUESTRO REPRESENTANTE ROMPIÓ SELLOS SU CONSIGNACIÓN ENCONTRÓ CONSISTENTE GRAN CANTIDAD MUNICIONES PLOMO PARA ESCOPETA PERO NO ORO INVESTIGACIÓN PRELIMINAR RESPECTO ORIGEN MUNICIONES SUGIERE FABRICACIÓN INGLESA EXAMEN DE SELLOS ROTOS SUGIERE ROTURA PREVIA Y REPARACIÓN ULTERIOR HÁBIL PARA NO DESPERTAR SOSPECHAS A INSPECCIÓN CORRIENTE NOTIFICACIÓN INMEDIATA A FUNCIONARIOS POLICIALES TAMBIÉN GOBIERNO DE PARÍS SEÑALAMOS TODO DE ORIGEN BRITÁNICO FERROCARRIL BRITÁNICO BARCO BRITÁNICO GUARDIAS SÚBDITOS BRITÁNICOS SOLICITO USTEDES INFORMEN AUTORIDADES BRITÁNICAS ESPERO SU SOLUCIÓN A ESTE VERDADERO ENIGMA.

LOUIS BONNARD, PRESIDENTE

BONNARD ET FILS,

PARÍS ORIGEN: OSTENDE

La primera reacción del señor Huddleston ante el cable fue, según se informó después, «un acalorado y fuerte exabrupto, provocado por la tensión del momento y lo avanzado de la hora». Afírmase también que expresó amplios comentarios acerca la nación francesa, la cultura francesa, y los hábitos personales e higiénicos del pueblo francés. El señor Bradford, cuya vociferación era todavía más estridente, manifestó su creencia en la antinatural inclinación francesa a las relaciones íntimas con las criaturas del establo. Era evidente que el señor Fowler estaba embriagado, y el señor Trent sentía agudos dolores en el pecho.

Eran casi las diez de la noche cuando los banqueros consiguieron calmarse, y el señor Huddleston dijo al señor Bradford:

—Avisaré al ministro. Usted comuníquese con Scotland Yard.

Los hechos de los días siguientes se ajustaron a un sistema bastante previsible. Los ingleses sospecharon de los franceses; los franceses sospecharon de los ingleses; todos sospechaban de los empleados ferroviarios ingleses, quienes a su vez sospechaban de los oficiales del barco inglés, quienes a su vez sospechaban de los funcionarios aduaneros franceses.

Los policías británicos en Francia y los policías franceses en Inglaterra se mezclaron con detectives privados contratados por los bancos, los ferrocarriles y la empresa naviera. Todos ofrecían alguna forma de recompensa por la información que condujese a la detención de los delincuentes, y los informantes de ambos lados del Canal reaccionaron prontamente con una desconcertante profusión de datos y rumores.

Las teorías acerca del oro desaparecido abarcaron una amplia gama, desde la más mundana —una pareja de malhechores franceses o ingleses que había hallado una oportunidad fortuita— a la más grandiosa —una complicada conspiración de altos funcionarios del gobierno francés o inglés, comprometidos en un plan maquiavélico cuya meta era llenarse los bolsillos y al mismo tiempo agriar las relaciones con los aliados militares—. El propio lord Cardigan, gran héroe de la guerra, expresó la opinión de que «sin duda es una astuta combinación de avaricia y maniobra política».

Pero la creencia más general a ambos lados del Canal era que se trataba de un trabajo realizado desde dentro. Por una parte, ésa era la técnica de la mayoría de los delitos. Y sobre todo en este caso, la complejidad y la limpieza del robo indicaban inequívocamente la existencia de información y cooperación internas. Por eso mismo, todos los que tenían la más mínima relación con el embarque de oro destinado a Crimea fueron sometidos a examen, e interrogados por las autoridades. El celo de la policía por reunir información determinó situaciones inverosímiles: Por ejemplo, durante varios días un policía de civil siguió los pasos de un niño de diez años, nieto del capitán del Puerto de Folkestone —por razones que nadie pudo recordar muy bien tiempo después—. Esos incidentes acentuaban la confusión general, y los interrogatorios se prolongaron durante meses, mientras la prensa ansiosa y fascinada dispensaba la mayor atención posible a todas las claves y posibilidades.

No se realizaron progresos importantes hasta el 17 de junio, casi un mes después del robo. Ese día, atendiendo a la petición insistente de las autoridades francesas, las cajas fuertes instaladas en Ostende, a bordo del barco inglés y en el Ferrocarril Sureste, fueron devueltas a sus respectivos fabricantes de París, Hamburgo y Londres, con el fin de que las desarmaran y examinaran los mecanismos de cierre. Se descubrió que las cajas de Chubb tenían llamativas raspaduras en el interior de los cierres, así como rastros de limaduras de metal, grasa y cera. En las restantes cajas no se observaron indicios de manipulación. El descubrimiento centró nuevamente la atención sobre Burgess, el guarda del furgón de equipajes —el hombre había sido interrogado anteriormente, y dejado en libertad. El 19 de julio Scotland Yard anunció que se había dictado su arresto, pero el mismo día el hombre, su esposa y sus dos hijos desaparecieron sin dejar rastros. Durante la búsqueda que se realizó en las semanas siguientes no fue posible hallar a Burgess.

Se recordó entonces que el Ferrocarril Sureste había sufrido otro robo en su furgón de equipajes, apenas una semana antes de la desaparición del oro. La consecuencia clara que podía extraerse de todo esto —a saber, que las autoridades ferroviarias realizaban una administración en general poco seria— acentuó la creciente sospecha pública en el sentido de que el robo se había realizado seguramente en el tren de Londres a Folkestone. Y cuando los detectives contratados por el Ferrocarril Sureste ofrecieron pruebas de que el robo había sido ejecutado por delincuentes franceses —una afirmación que según se demostró en seguida era infundada— la sospecha pública se convirtió en certidumbre, y la prensa comenzó a hablar del Gran Robo del Tren.

Durante los meses de julio y agosto de 1855, el Gran Robo del Tren continuó siendo un tema sensacional en la prensa y las conversaciones.

Aunque nadie acortaba a imaginar cómo se había ejecutado, la complejidad y la audacia evidentes en el hecho determinaron muy pronto la convicción inconmovible de que había sido obra de ingleses. Ahora se afirmaba que los franceses, de quienes antes se había sospechado, eran indivisos excesivamente limitados y tímidos para concebir siquiera empresa tan audaz, sin hablar de la ejecución.

Cuando a fines de agosto la policía de la ciudad de Nueva York anunció que había capturado a los ladrones, y que eran norteamericanos, la prensa inglesa reaccionó con incredulidad francamente desdeñosa. Y en efecto, algunas semanas después se supo que la policía neoyorquina se había equivocado, que sus ladrones jamás habían puesto pie en suelo inglés, y que de acuerdo con las palabras de un corresponsal, exhibían «ese sesgo mental errático, en virtud del cual un hombre aprovecha un acontecimiento publicitario, incluso escandaloso, para atraer la atención del público en general, con el fin de satisfacer su absurdo anhelo de un momento de fama».

Los diarios ingleses publicaron todos los rumores, chismes y especulaciones acerca del robo; se deformaban otras crónicas con el fin de vincularlas con el robo. Por ejemplo, cuando la reina Victoria visitó París en agosto, la prensa se preguntó en qué medida el robo influiría sobre la recepción que esa ciudad había de dispensarle. (Según parece, el hecho no originó ninguna diferencia).

Pero en definitiva, durante los meses de verano no ocurrió nada nuevo, e inevitablemente el interés comenzó a decaer. Durante cuatro meses la imaginación de la gente se había sentido atraída por el acontecimiento. En ese lapso había pasado de la hostilidad a los franceses, quienes seguramente habían robado el oro apelando a recursos sinuosos y oscuros, a la sospecha respecto de los dirigentes ingleses de la finanza y la industria, en el mejor de los casos culpables de grave incompetencia y en el peor culpables del delito mismo, y más tarde a una especie de admiración por la fecundidad de recursos y la audacia de los delincuentes ingleses que habían planeado y ejecutado la acción —cuya trama aún se ignoraba—.

Pero como no había hechos nuevos, el Gran Robo del Tren se convirtió en asunto tedioso, y con el tiempo la opinión pública se enfrió visiblemente. Después de haber chapoteado en una deliciosa orgía de sentimiento antifrancés, de condenar o aplaudir a los propios villanos, y de recrearse en las manías de los banqueros, los jefes de las empresas ferroviarias, los diplomáticos y la policía, el público estaba dispuesto ahora a devolver su confianza a la solidez esencial de los bancos, los ferrocarriles, el gobierno y la policía. En resumen, deseaba que atrapasen a los malhechores, y que lo hiciesen rápidamente.

Pero los malhechores no cayeron. Los funcionarios mencionaron «la posibilidad de hechos nuevos en el caso» con convicción cada vez menor. A fines de septiembre circuló una versión anónima en el sentido de que el señor Harranby, de Scotland Yard, había estado enterado de la inminencia del golpe, pero sin lograr impedirlo; el señor Harranby desmintió vigorosamente tales rumores, pero se oyeron algunas voces aisladas pidiendo su dimisión. La firma bancaria de Huddleston & Bradford, cuya actividad aumentó levemente durante los meses estivales, sufrió ahora una leve declinación. Los diarios que traían información acerca del robo vendieron menos ejemplares.

Hacia octubre de 1855 el Gran Robo del Tren ya no interesaba a nadie en Inglaterra. Se había completado el círculo, pasando del tema de fascinación universal y permanente a un incidente confuso y embarazoso, que casi todos deseaban olvidar.

Quinta parte
ARRESTO Y PROCESO

Noviembre de 1856 - Agosto de 1857

Capítulo
47
REVELACIONES DE UNA RATERA

El 5 de noviembre, llamado Día del Complot de la Pólvora o día de Guy Fawkes, había sido fiesta nacional inglesa desde 1605. Pero según observaba el
News
en 1856, «últimamente ha contribuido a la causa de la beneficencia, y no a la mera diversión. Veamos un caso digno de elogio. El viernes por la noche se realizó una gran exhibición de fuegos artificiales en los terrenos del Asilo de Huérfanos de la Marina Mercante, con el fin de allegar fondos a la institución. Se iluminaron los terrenos de acuerdo con el estilo adoptado en Wauxhall, y se contrató una banda de música. Al fondo había un patíbulo, del cual colgaba una efigie del Papa; y alrededor había varios barriles de alquitrán, que en el momento oportuno se consumieron con formidables llamaradas. Asistió mucha gente a la exhibición, y parece que los resultados fueron muy beneficiosos para los fondos de caridad».

BOOK: El gran robo del tren
9.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bad Kitty by Eliza Gayle
Cross and Burn by Val McDermid
Unravelled by Robyn Harding
Bitten By Deceit by Madison, Shawntelle
Corsair by Chris Bunch
The Widow's Secret by Sara Mitchell
New World Rising by Wilson, Jennifer