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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren (17 page)

BOOK: El gran robo del tren
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—Tenga a mano esas ganzúas —dijo Agar, señalando las llaves—, y que las puertas estén preparadas para cuando yo llegue, porque si no, todos lo pasaremos mal, y es posible que el policía nos atrape.

—No quiero que me atrapen —dijo Willy.

—Entonces despiértese, y nada de errores.

Perfecto Willy asintió.

—¿Qué hay de comer?

Capítulo
25
OTRA VIOLACIÓN DE DOMICILIO

En la noche del 9 de enero una característica niebla londinense del tipo «puré de guisantes», muy mezclada con hollín, ensombreció a la ciudad. Perfecto Willy Williams, que venía caminando por la calle Tooley, con un ojo puesto en la fachada de la Estación del Puente de Londres, no estaba muy seguro de que la niebla le agradase. Disimulaba los movimientos, pero era tan densa que no podía ver el primer piso de la estación terminal, y así el acceso al techo se convertía en un problema inquietante. No tenía sentido llegar hasta la mitad de la ascensión, para descubrir entonces que no podía seguir.

Pero Perfecto Willy sabía mucho de las características de construcción de los edificios, y después de merodear una hora alrededor de la estación encontró el lugar apropiado. Después de subir a una carretilla de transporte de equipajes, pudo saltar a un canalón de desagüe, y de ahí pasó al alféizar de la ventana del primer piso. Un reborde de piedra recorría toda la extensión del primer piso; lo siguió, hasta que llegó a una esquina de la fachada. En ese lugar comenzó a subir, de espaldas a la pared, exactamente como había escapado de la cárcel de Newgate. Por supuesto, dejaría señales; en esa época, casi todos los edificios del centro de Londres estaban cubiertos de hollín, y la ascensión de Perfecto Willy dejó un extraño dibujo de raspaduras blancuzcas en el sector de la esquina.

Alrededor de las ocho de la noche estaba de pie en el ancho techo de la terminal. La parte principal de la estación estaba techada con pizarra; sobre las vías, el techo era de vidrio, de modo que evitó esa parte. Perfecto Willy pesaba treinta y cuatro kilogramos; pero eso podía bastar para romper el techo de vidrio.

Avanzó cautelosamente en medio de la niebla, y bordeó el edificio hasta encontrar la ventana rota mencionada por Pierce. Mirando por la ventana, vio la oficina del jefe de estación. Le llamó la atención el desorden, como si durante el día hubiesen peleado en el recinto, y los daños se hubieran reparado sólo en parte.

Metió la mano por el agujero del cristal, descorrió el cerrojo y levantó la hoja de la ventana. Esta tenía forma rectangular, y medía aproximadamente veinticinco centímetros por cuarenta. Contorsionándose, entró fácilmente, puso pie en la cubierta corrediza de un escritorio y permaneció inmóvil.

No le habían dicho que las paredes de la oficina eran de vidrio.

A través del vidrio pudo ver las vías y las plataformas desiertas de la estación, más abajo. También alcanzaba a distinguir al policía en la escalera, cerca de la puerta, con la bolsa de la comida a su lado.

Perfecto Willy descendió cautelosamente del escritorio. Sus zapatos pisaron un montón de vidrio roto, y se oyó un crujido; se inmovilizó instantáneamente. Pero si el guardia oyó algo, no lo manifestó. Después de un momento, Willy cruzó la oficina, levantó una silla y la depositó frente a la alta alacena. Subió sobre la silla, extrajo del bolsillo la ganzúa que Agar le había entregado, y la introdujo en la cerradura. Luego se sentó a esperar, oyendo las lejanas campanas de la iglesia que daban las nueve.

Agar, protegido por las sombras profundas de la estación oyó también las campanadas de la iglesia. Suspiró. Dos horas y media más, y ya hacía dos que estaba apretujado en su incómodo rincón. Sabía que cuando tuviese que salvar a la carrera la distancia que le separaba de los escalones sentiría las piernas rígidas y doloridas.

Desde su escondite, pudo ver a Perfecto Willy entrando en la oficina, detrás del guardia; y también la cabeza de Willy, de pie sobre la silla, trabajando con la cerradura. Luego, Willy desapareció.

Agar volvió a suspirar. Se preguntó por milésima vez qué se proponía hacer Pierce con esas llaves. Solamente sabía que debía ser un golpe fantástico. Pocos años antes, Agar había participado en el atraco a un depósito de Brighton. Se habían necesitado nueve llaves: una para el portón exterior, dos para un portón interior, tres para la puerta principal, dos para la puerta de oficina, y una para el depósito. El botín fue de diez mil libras en billetes del Banco de Inglaterra, y el organizador había consagrado cuatro meses a la preparación del golpe. Y aquí estaba Pierce, un ladrón de los buenos, dedicando ocho meses para conseguir cuatro llaves, dos de los banqueros y dos de la oficina del ferrocarril. Y le había costado bastante dinero, Agar estaba seguro de ello; lo cual significaba que la recompensa bien valía la pena.

Pero ¿qué
era
? ¿Por qué tenían que meterse en esa oficina? El asunto le preocupaba más que la técnica que le permitiría realizar su objetivo en el plazo de sesenta y cuatro segundos. Era un profesional; controlaba sus nervios; estaba bien preparado, y tenía confianza en sí mismo. Su corazón no aceleró los latidos mientras volvía los ojos hacia el policía de la escalera, en el instante mismo en que pasaba el guardia de las rondas.

El guardia dijo al policía:

—¿Sabe que hay una pelea por el campeonato?

—No —dijo el policía—. ¿Quiénes pelean?

—Dinamita Bill Hampton y Edgar Moxley.

—¿Dónde será? —preguntó el policía.

—He oído decir que en Leicester —dijo el guardia.

—¿Por quién apuesta?

—Me gusta Dinamita Bill.

—Es bueno —dijo el policía; ese Bill es un tipo fuerte.

—Sí dijo el guardia. He apostado una o dos medias coronas a su favor, y espero que sea fuerte.

El guardia siguió su camino, para completar la ronda.

Agar sonrió en la oscuridad. Un poli envaneciéndose de una apuesta de cinco chelines. Agar había apostado diez libras en la última pelea por el campeonato entre John Boynton, el Derviche de Lancaster, y el bravo Kid Ballew. Agar había salido bien librado, las apuestas eran de dos a uno, de modo que había ganado bastante. Estiró los músculos de las piernas acalambradas, procurando mantener la circulación, y luego se relajó. Aún faltaba mucho. Pensó en su muñequita. Siempre que trabajaba, evocaba su recuerdo. Era natural —la tensión excitaba a un hombre—. Luego, sus pensamientos volvieron a Pierce, y a la pregunta que Agar se venía formulando desde hacía un año: ¿De qué se trataba,
realmente
?

El irlandés borracho de barba rojiza y sombrero aplastado avanzó a tumbos por la estación desierta cantando «Molly Malone». Con su andar arrastrado y tambaleante, era un auténtico ebrio, y mientras avanzaba, parecía tan absorto en su canción que quizá no advirtió siquiera la presencia del guardia en la escalera. Pero lo vio, y miró con suspicacia la bolsa de papel del guardia, antes de ofrecerle una reverencia complicada y vacilante.

—Y muy buenas noches, señor —dijo el borracho.

—Buenas noches —dijo el guardia.

—¿Y qué está haciendo, si puedo preguntarle —dijo el borracho, tratando de enderezarse— en estos lugares, eh? ¿Nada bueno, seguramente?

—Vigilo estas oficinas —dijo el guardia.

El borracho hipó.

—Eso dice usted, mi buen amigo, pero muchos bandidos han dicho lo mismo.

—Bueno, mire…

—Creo —dijo el borracho moviendo en el aire un dedo acusador, y tratando de señalar al guardia, pero sin lograrlo del todo—, creo señor, que llamaremos a la policía, y que le interrogue, así sabremos qué se trae usted entre manos.

—Bueno, óigame —dijo el guardia.

—Óigame usted, y ahora mismo —dijo el borracho, y bruscamente empezó a gritar—. ¡Policía!
¡Policía!

—Veamos —dijo el guardia, bajando la escalera—. Contrólese, borracho del diablo.

—¿Borracho del diablo? —dijo el ebrio, enarcando el ceño y agitando el puño—. Vengo de Dublín, señor.

—Ya lo he advertido, no lo dude —rezongó el guardia.

En ese momento llegó el agente, doblando la esquina a la carrera, atraído por los gritos del borracho.

—Ah, un delincuente, amigo policía —dijo el borracho—. Arreste a este sinvergüenza —dijo, señalando al guardia, quien ahora había descendido hasta el final de la escalera—. No tiene buenas intenciones.

El borracho hipó.

El agente y el guardia se miraron, y sonrieron.

—Señor, ¿le parece cesa de risa? —dijo el borracho, volviéndose hacia el policía—. No veo nada gracioso. Es evidente que este hombre tiene planes siniestros.

—Vamos, salga de aquí —dijo el policía— o le arrestaré por desorden.

—¿Desorden? —dijo el borracho, zafándose de la mano del policía—. Creo que usted y este delincuente son cómplices.

—Basta ya —dijo el policía—. Venga sin resistirse.

El borracho se dejó llevar por el agente. Mientras se alejaba, se le oyó decir:

—Usted no tendrá un poco de cerveza, ¿verdad? —y al agente que le aseguraba que no tenía bebida encima.

—Dublín —dijo el guardia, con un suspiro, y volvió a subir la escalera para tomar su cena. El carillón lejano dio las once.

Agar lo había visto todo, y aunque se divirtió con la representación de Pierce, se preguntó si Perfecto Willy habría aprovechado la oportunidad para abrir la puerta de la oficina. Lo sabría únicamente cuando él mismo entrara en acción, menos de media hora después.

Miró su reloj, volvió los ojos hacia la puerta de la oficina, y esperó.

Para Pierce, la parte más delicada de su representación fue el final, cuando el agente lo sacó a la calle Tooley. Pierce no deseaba alterar la ronda regular del policía, de modo que tenía que deshacerse del otro con cierta rapidez.

Cuando salieron al aire brumoso de la noche, respiró hondo.

—Ah —dijo—, es una hermosa noche, y qué reconfortante.

El policía examinó la niebla sombría.

—Pues a mí me parece bastante fría —dijo.

—Bien, mi estimado amigo —dijo Pierce, mientras se sacudía las ropas y fingía reaccionar, como si el aire de la noche hubiese disipado los vapores alcohólicos—. Le agradezco muchísimo su atención en este caso, y le aseguro que ahora puedo arreglarme solo.

—¿No provocará desórdenes?

—Mi estimado señor —dijo Pierce, acentuando todavía más la firmeza de su postura—, ¿por quién me toma?

El policía volvió los ojos hacia la Estación del Puente de Londres. Su obligación era mantener el recorrido que le habían encomendado; un borracho que ambulaba por la calle no era asunto suyo, una vez que lo había expulsado de la estación. Además, en Londres abundaban los borrachos, y sobre todo los irlandeses que charlaban demasiado.

—Bueno, ándese con cuidado —dijo el policía, y le dejó marchar.

—Buenas noches, agente —dijo Pierce, con una inclinación al agente que empezó a alejarse. Luego, se hundió en la niebla cantando «Mary Malone».

Pierce no pasó del final de la calle Tooley, a menos de una manzana de la entrada de la estación. Allí, oculto en la niebla, había un coche de punto. Miró al conductor.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Barlow.

—Muy bien —replicó Pierce—. Willy ha tenido dos o tres minutos; creo que es suficiente.

—Willy es un poco obtuso.

—Lo único que debe hacer —dijo Pierce— es abrir dos cerraduras, y para eso no es tonto —dirigió una ojeada a su reloj—. Bien, pronto sabremos a qué atenernos.

Y se alejó, sumergiéndose en la niebla, de regreso a la estación.

A las once y media Pierce había ocupado una posición que le permitía ver los escalones de la oficina y al guardia. El policía continuaba haciendo sus rondas; hizo un gesto en dirección al guardia, y éste le contestó. El agente continuó la marcha, el guardia bostezó, se puso de pie y se desperezó.

Pierce respiró hondo y acercó el dedo al botón del cronómetro.

El guardia descendió la escalera, bostezando de nuevo, y echó andar hacia el aseo. Caminó varios pasos, y desapareció al volver una esquina.

Pierce oprimió el botón, y contó por lo bajo:

—Uno… dos… tres…

Vio aparecer a Agar, a la carrera, descalzo para no hacer ruido, enfilando hacia los escalones que conducían a la puerta.

—Cuatro… cinco… seis…

Agar alcanzó la puerta, movió el picaporte; la puerta se abrió y Agar entró. La puerta se cerró.

—Siete… ocho… nueve…

—Diez —dijo Agar jadeante, al mismo tiempo que examinaba la oficina. Perfecto Willy, sonriente en las sombras de un rincón, continuó la cuenta.

—Once… doce… trece…

Agar se acercó a la alacena ya abierta. Extrajo del bolsillo el primero de los moldes de cera, y luego volvió los ojos hacia las llaves de la alacena.

—¡Condenación! —exclamó.

—Catorce… quince… dieciséis…

Allí había docenas de llaves de toda clase, grandes y pequeñas, unas rotuladas y otras no, y todas colgando de ganchos. Comenzó a sudar profusamente.

—¡Maldita sea!

—Diecisiete… dieciocho… diecinueve.

Agar comenzaba a rezagarse. Lo advirtió con un repentino sentimiento de desastre: ahora andaba retrasado. Miró impotente las llaves. No podía obtener moldes de todas. ¿Cuáles eran?

—Veinte… veintiuno… veintidós…

La voz con sordina de Perfecto Willy le enfureció; hubiera deseado cruzar la oficina y estrangular al pequeño bastardo. Miró el mueble con creciente pánico. Recordó la forma de las dos primeras llaves; quizás estas dos eran parecidas. Acercó los ojos a la alacena, forzando la vista: la luz de la oficina era escasa.

—Veintitrés… veinticuatro… veinticinco…

—Maldición, es inútil —murmuró para sí. Y entonces advirtió un hecho peculiar: cada gancho tenía una sola llave, excepto uno que tenía dos. Las descolgó con presteza. Se parecían a las dos anteriores.

—Veintiséis… veintisiete… veintiocho…

Abrió el primer molde, y presionó sobre la cera un lado de la primera llave, sosteniéndola con firmeza, y apretando con la uña del dedo; la uña del meñique era larga, una característica de los «cerrajeros»».

—Veintinueve… treinta… treinta y uno…

Tomó el segundo molde, extrajo la llave y la apretó del otro lado sobre la cera. La sostuvo firmemente, y luego la retiró.

—Treinta y dos… treinta y tres… treinta y cuatro…

Aquí entró en acción el profesionalismo de Agar. Andaba retrasado —según su propia cuenta lo menos cinco segundos, quizás más— pero sabía que a toda costa era necesario no confundir las llaves. Era bastante usual que, en el apremio de las circunstancias, un cerrajero obtuviese dos impresiones del mismo lado de una sola llave; y si había dos llaves, se duplicaba la posibilidad de confusión. Sin perder un instante Pero con cuidado colgó la primera llave terminada.

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