—Treinta y cinco… treinta y seis… treinta y siete, Dios —dijo Perfecto Willy. Estaba mirando por las ventanas de vidrio, en dirección al lugar donde el guardia regresaría en menos de treinta segundos.
—Treinta y ocho… treinta y nueve… cuarenta…
Agar se apresuró a presionar la segunda llave sobre el tercer molde. Lo sostuvo un instante, y luego lo retiró. Obtuvo una buena impresión.
—Cuarenta y uno… cuarenta y dos… cuarenta y tres…
Agar guardó el molde, y extrajo la cuarta lámina cubierta de cera. Acostó el otro lado de la llave sobre el material blando.
—Cuarenta y cuatro… cuarenta y cinco… cuarenta y seis… cuarenta y siete…
De pronto, mientras Agar retiraba la llave de la cera, el molde se partió por la mitad.
—¡Mierda!
Rebuscó otro molde en el bolsillo. Tenía los dedos firmes, pero el sudor le bañaba la frente.
Cincuenta y uno… cincuenta y dos… cincuenta y tres… Extrajo el nuevo molde y oprimió otra vez el segundo lado.
—Cincuenta y cuatro… cincuenta y cinco…
Extrajo la llave, la colgó y se lanzó hacia la puerta, siempre con el último molde en la mano. Abandono la oficina sin mirar siquiera a Willy.
—Cincuenta y seis —dijo Willy, acercándose inmediatamente a la puerta para cerrarla con llave.
Pierce vio salir a Agar, retrasado por lo menos cinco segundos. Tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo.
—Cincuenta y siete… cincuenta y ocho…
Agar bajo a saltos los escalones, de tres en tres.
—Cincuenta y nueve… sesenta… sesenta y uno…
Agar corrió por la estación en dirección a su escondite.
—Sesenta y dos… sesenta y tres…
Agar se había ocultado.
El guardia apareció por la esquina, bostezando y todavía abotonándose los pantalones. Se dirigió a la escalera.
—Sesenta y cuatro —dijo Pierce, y cerró el reloj.
El guardia ocupó su puesto en la escalera. Después de unos instantes comenzó a tararear, muy suavemente, y pasó un rato antes de que Pierce advirtiera que entonaba la melodía de «Molly Malone».
«La distinción entre la baja avaricia y la ambición honesta puede llegar a ser muy borrosa» observó el reverendo Noel Blackwell en su tratado de 1853
Acerca del perfeccionamiento moral del género humano
. Nadie lo sabía mejor que Pierce, quien organizó el encuentro siguiente en el Casino de Venecia, que funcionaba en la calle del Molino de Viento. Era un amplio y animado salón de baile, brillantemente iluminado por gran número de lámparas de gas. Los jóvenes guiaban en la danza a las muchachas de coloridos atuendos y alegres maneras. Ciertamente, la impresión total era de esplendor y elegancia, como desmintiendo la reputación de notorio y perverso lugar de citas de las prostitutas y su clientela.
Pierce se encaminó directamente al mostrador, donde un hombre corpulento de uniforme azul con distintivos plateados estaba sentado frente a una bebida. El individuo parecía sentirse muy incómodo en el lugar.
—¿No había venido nunca? —preguntó Pierce.
El hombre se volvió.
—¿Es usted el señor Simms?
—En efecto.
El individuo corpulento recorrió con los ojos el salón, las mujeres, los adornos y las luces brillantes.
—No —dijo—, nunca había estado aquí.
—Animado, ¿no cree?
El hombre se encogió de hombros.
—No está a mi alcance —dijo finalmente, y volvió a clavar la vista en el vaso.
—Y es caro —dijo Pierce.
El hombre alzó su copa.
—¿Dos chelines un trago? Sí, es caro.
—Permítame invitarle con otra copa —dijo Pierce, levantando una mano enguantada para llamar al barman—. ¿Dónde vive, señor Burgess?
—Tengo un cuarto en la calle Moresby —dijo el hombre corpulento.
—Tengo entendido que el aire no es bueno en esa zona.
Burgess se encogió de hombros.
—Nos arreglamos.
—¿Está casado?
—Sí.
Vino el barman, y Pierce pidió las bebidas.
—¿Qué hace su esposa?
—Cose —Burgess mostró un atisbo de impaciencia—. ¿A qué viene todo esto?
—Un poco de conversación —dijo Pierce— para saber si usted necesita más dinero.
—Sólo un estúpido no lo necesita —dijo secamente Burgess.
—Es guarda de furgón —dijo Pierce.
Más impaciente aún, Burgess asintió y señaló las letras plateadas SER sobre su cuello: la insignia del Ferrocarril Sureste.
Pierce no hacía estas preguntas con el fin de obtener información; en realidad, ya sabía mucho de Richard Burgess, guarda de los furgones del ferrocarril. Conocía el domicilio de Burgess; lo que hacía la esposa; que tenían dos hijos, de dos y cuatro años, y que el mayor era un niño enfermizo y necesitaba la frecuente atención de un médico, que Burgess y su mujer no podían pagar. Sabía que el cuarto de la calle Moresby era una habitación sórdida, ruinosa y estrecha, impregnada por los humos sulfurosos de los gasógenos cercanos.
Sabía también que Burgess pertenecía a la categoría peor pagada del personal ferroviario. Un maquinista ganaba 35 chelines semanales; un guarda 25 chelines; pero el guarda de furgón recibía 15 chelines semanales, y podía considerarse feliz de que no le dieran bastante menos.
La esposa de Burgess ganaba diez chelines semanales, de modo que la familia obtenía un total de sesenta y cinco libras anuales. Además, había ciertos gastos —Burgess tenía que procurarse sus propios uniformes— y por lo tanto el ingreso real probablemente llegaba a cincuenta y cinco libras anuales, una cifra muy mezquina para una familia de cuatro miembros.
Muchos Victorianos tenían ese nivel de ingresos, pero la mayoría contaba con suplementos de distinto tipo: trabajos suplementarios, propinas, o un hijo en la fábrica eran los más usuales. El hogar de los Burgess no tenía nada parecido. Se veían obligados a vivir de lo que conseguían los dos esposos, y no era de extrañar que Burgess se sintiera incómodo en un lugar que cobraba dos chelines por una bebida. El precio excedía con mucho a sus medios.
—¿De qué se trata? —preguntó Burgess, sin mirar a Pierce.
—Estaba pensando en su visión.
—¿Mi visión?
—Sí, su capacidad visual.
—Veo perfectamente.
—Me pregunto —dijo Pierce— cuánto necesitaría para ver mal.
Burgess suspiró y durante unos instantes no dijo nada. Finalmente habló con voz fatigada.
—Hace unos años pasé un tiempo en Newgate. No quiero volver a la noria.
—Muy razonable —dijo Pierce—. Y yo no deseo que nadie eche a perder mi plan. Los dos tenemos nuestros temores.
Burgess tragó su bebida.
—¿Cuánto me toca?
—Doscientas libras —dijo Pierce.
Burgess tosió, y se golpeó el pecho con un puño poderoso.
—Doscientas libras —repitió.
—Eso mismo —dijo Pierce—. Aquí tiene diez, a cuenta —extrajo su cartera y separó dos billetes de cinco libras; sostuvo la cartera de manera que Burgess no pudiese dejar de ver el fajo de billetes. Depositó el dinero sobre el mostrador.
—Bonitos como una hembra caliente —dijo Burgess, pero no tocó los billetes—. ¿De qué se trata?
—No se preocupe de eso. Lo único que necesita es cuidar su vista.
—¿Y qué es lo que no debo ver?
—Nada que le traiga dificultades. Usted no volverá a la cárcel, de eso puede estar seguro.
Burgess adoptó una expresión obstinada.
—Hable claro —dijo.
Pierce suspiró. Extendió la mano hacia el dinero.
—Lo siento —dijo—. Me temo que no podremos hacer negocio.
Burgess le sujetó la mano.
—No se apresure —dijo—. Sólo preguntaba.
—No puedo contestarle.
—¿Teme que cante a la poli?
—Cosas así —dijo Pierce— a veces suceden.
—No hablaré.
Pierce se encogió de hombros.
Hubo un momento de silencio. Finalmente, Burgess movió la otra mano y se apoderó de los dos billetes de cinco libras.
—Dígame qué debo hacer —pidió.
—Es muy sencillo —dijo Pierce—. Pronto recibirá la visita de un hombre que le preguntará si su esposa le cose los uniformes. Cuando se encuentre con ese individuo, sencillamente… desvíe la vista.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—¿Por doscientas libras?
—Por doscientas libras.
Burgess frunció el ceño un instante y luego se echó a reír.
—¿Qué le divierte? —preguntó Pierce.
—No lo conseguirá —dijo Burgess—. Eso es imposible. Por donde lo mire, es imposible abrir esas cajas. Hace unos meses un muchacho se metió en el furgón, y quiso abrirlas. Prueba, le dije, y probó media hora, y no consiguió nada. Después, lo saqué de un puntapié, y lo tiré a las vías.
—Ya lo sé —dijo Pierce—. Yo estaba mirando.
Burgess dejó de reír. Pierce extrajo dos guineas de oro del bolsillo y las dejó sobre el mostrador.
—En ese rincón hay una muñequita… una cosa bonita, vestida de rosa. Creo que le está esperando —dijo Pierce, y dando media vuelta comenzó a alejarse.
Los economistas de mediados del período Victoriano observaron que un número cada vez más elevado de personas se ganaba la vida con lo que entonces se denominaba «los negocios», expresión general que aludía al suministro de bienes y servicios a la floreciente clase media. Inglaterra era entonces la nación más rica del planeta, y también la más rica que la historia había conocido. La demanda de toda clase de artículos de consumo era insaciable, y se procuraba satisfacerla mediante la especialización en la manufactura, la distribución y la venta de artículos. Precisamente en la Inglaterra victoriana oímos hablar por primera vez de los fabricantes de gabinetes que producían únicamente las ensambladuras de los gabinetes, y de negocios que vendían sólo ciertos tipos de gabinetes.
La especialización cada vez más acentuada era evidente también en los bajos fondos, y su expresión más peculiar era la figura del «salchichero». El salchichero era generalmente un operario metalúrgico que había tomado el mal camino, o un hombre demasiado viejo para soportar el ritmo furioso de la producción honesta. En cualquiera de los dos casos, desaparecía de los círculos formados por personas honradas, y reaparecía como proveedor especializado de artículos de metal destinados a los delincuentes. A veces, el salchichero era un acuñador de moneda falsa que no podía conseguir las matrices necesarias para producir monedas.
En cualquier caso, su principal actividad era la fabricación de salchichas, es decir cachiporras. Las primeras cachiporras eran bolsas de forma alargada llenas de arena, y los asaltantes y los ladrones las llevaban ocultas en la manga hasta que llegaba el momento de usarlas contra sus víctimas, después, se llenaron las bolsas con munición, para destinarlas al mismo propósito.
Un salchichero también producía otros artículos. Se llamaba «neddy» a una porra, a veces consistente en una simple barra de hierro, y otras en una barra con una abrazadera en un extremo. El «saco» era una esfera de hierro de aproximadamente un kilogramo metida en una media de tejido fuerte. El «whippler» (látigo) era una munición unida a una cuerda, y se usaba para golpear la cabeza de la víctima; el atacante sostenía la munición en la mano, y la arrojaba al rostro de la víctima, «como un horrible yo-yo». Unos pocos golpes de estas armas bastaban para incapacitar a la presa, y luego se ejecutaba el robo sin más resistencia.
A medida que las armas de fuego se difundieron, los salchicheros se dedicaron a la producción de balas. Unos pocos salchicheros hábiles también fabricaron juegos de ganzúas, pero éste era un trabajo difícil, y la mayoría se limitaba a tareas más sencillas.
A principios de enero de 1855, un salchichero de Manchester llamado Harkins recibió la visita de un caballero de barba roja, quien le dijo que deseaba comprar cierta cantidad de munición.
—Eso es fácil —dijo el salchichero—. Fabrico toda clase de municiones. ¿Cuántas necesita?
—Cinco mil —dijo el caballero.
—¿Cómo?
—Digo que necesito cinco mil municiones.
El salchichero pestañeó.
—Cinco mil… es mucho. Veamos… seis municiones por onza. De modo que… —elevó los ojos al techo y se mordió el labio inferior—. Y dieciséis… bueno significa que… Dios mío, en total más de cincuenta libras de munición.
—Eso creo —dijo el caballero.
—¿De modo que quiere cincuenta libras de munición?
—En efecto, quiero cinco mil unidades.
—Bien, cincuenta libras de plomo llevan tiempo y trabajo, y los moldes… bien, es mucho trabajo. Para satisfacer su petición necesitaré tiempo.
—La necesito dentro de un mes —dijo el caballero.
—Un mes, un mes… Veamos, ahora… cien por molde… Sí, bien… —el salchichero asintió. De acuerdo, tendrá sus cinco mil municiones en el plazo de un mes. ¿Vendrá a buscarlas?
—En efecto —dijo el caballero, e inclinándose un poco, con aire conspirativo—: Es para Escocia, ¿sabe?
—Para Escocia, ¿eh?
—Sí, para Escocia.
—Aah, muy bien, entiendo perfectamente —dijo el salchichero, aunque era evidente que no entendía nada.
El caballero de la barba roja entregó una señal y se marchó, dejando al salchichero en estado de profunda perplejidad. Pero más se habría desconcertado de haber sabido que el mismo caballero había visitado a otros especialistas de Newcastle-on-Tyne, Birmingham, Liverpool y Londres, encargándoles idéntico pedido a cada uno, de modo que en realidad estaba ordenando un total de doscientas cincuenta libras de munición de plomo. ¿Para qué podría necesitar alguien este material?
A mediados de siglo Londres tenía seis diarios de la mañana, tres de la tarde y veinte semanarios influyentes. Este período señaló el comienzo de una prensa organizada con poder suficiente para plasmar la opinión pública, y en definitiva los acontecimientos políticos. Pero en enero de 1855 se manifestó el carácter imprevisible de dicho poder.
Por una parte, el primer corresponsal de guerra de la historia, William Howard Russell, estaba en Rusia con las tropas destacadas de Crimea, y los despachos que enviaba al
Times
habían provocado una oleada de indignación en el territorio metropolitano. La carga de la Brigada Ligera, el embrollo de la campaña de Balaclava, el desastroso invierno en que las tropas británicas, desprovistas de alimentos y suministros médicos, soportaron una mortandad del 50 por ciento, fueron elementos trasmitidos por la prensa a un público cada vez más irritado.