Más asombrosa aún que las palabras del señor Pierce fue su actitud general, pues «se le veía muy compuesto, y orgulloso, y no mostraba indicios de arrepentimiento, ni rastros de remordimiento moral por sus negras fechorías». Todo lo contrario, parecía entusiasmado con su propia astucia a medida que explicaba los diferentes pasos del plan.
«Se diría», observó el
Evening Standard
, «que hasta cierto punto se complace en sus propios actos, lo cual parece del todo inexplicable».
Esta complacencia se extendió al relato detallado de las manías de los restantes testigos, quienes se mostraron muy renuentes cuando les tocó el turno de atestiguar. El señor Trent se mostró torpe y nervioso, y muy molesto («con sobrada razón», protestó un indignado observador) en vista de lo que tenía que decir, y por su parte el señor Fowler declaró sus propias experiencias en voz tan baja que el fiscal se vio forzado a pedirle constantemente que elevara la voz.
Hubo algunos momentos dramáticos durante el testimonio de Pierce. Uno fue el siguiente diálogo, al tercer día de su presentación en el tribunal.
—Señor Pierce, ¿conoce al cochero llamado Barlow?
—En efecto.
—¿Puede indicarnos su paradero?
—No.
—¿Puede decirnos cuándo le vio por última vez?
—Sí, puedo.
—Por favor, dígalo.
—Le vi hace seis días, cuando me visitó en Coldbath Fields.
(Un murmullo de voces en el tribunal, y el juez reclama orden).
—Señor Pierce, ¿por qué no comunicó antes esta información?
—Porque no me la pidieron.
—¿Cuál fue el sentido de su conversación con este hombre Barlow?
—Hablamos de mi fuga.
—Entonces, ¿usted se propone fugarse con la ayuda de este hombre?
—Preferiría que fuese eso una sorpresa —dijo Pierce con voz serena.
La consternación del tribunal fue considerable, y los diarios se mostraron profundamente ofendidos: «Un delincuente brutal, desaprensivo y maligno», dijo el
Evening Standard
. Se alzaron voces en el sentido de que se le aplicara la sentencia más severa posible.
La actitud serena de Pierce nunca se alteró. Continuó mostrándose desdeñosamente insultante. El 1 de agosto Pierce dijo de pasada del señor Henry Fowler que «es un estúpido tan grande como el señor Brudenell».
El fiscal ignoró el comentario. Replicó al punto:
—¿Se refiere a lord Cardigan?
—Me refiero al señor James Brudenell.
—En realidad, se trata de lord Cardigan, ¿verdad?
—Usted puede llamarle como le plazca, pero para mí no es más que el señor Brudenell.
—¿Usted denigra a un par e Inspector General de la Caballería?
—Es imposible denigrar a un idiota —dijo Pierce con su habitual serenidad.
—Señor, le recuerdo que usted está acusado de un perverso delito.
—No he matado a nadie —replicó Pierce—, pero si por mi propia estupidez hubieran muerto quinientos ingleses, deberían ahorcarme sin demora.
Este diálogo no tuvo amplia difusión en los periódicos, temerosos de que lord Cardigan les demandara por difamación. Pero había otro factor: con su testimonio, Pierce estaba atacando los cimientos de una estructura social que ya se sentía asaltada desde muchos frentes distintos. En resumen, el delincuente magistral había dejado de ser fascinante para nadie.
Y en todo caso, el juicio de Pierce no podía competir con los relatos sobre los «negros» (como se les denominaba) de ojos febriles, entrando a cuchillo en un salón colmado de mujeres y niños, violando y matando a las mujeres, ensartando a los pequeñuelos que lloraban, y «ofreciendo un espectáculo escalofriante de atavismo pagano».
Pierce finalizó su testimonio el 2 de agosto. Ese día el fiscal, advertido de que el público estaba perplejo ante la frialdad y la falta de sentimientos de culpabilidad del delincuente, abordó una última cuestión.
—Señor Pierce —dijo el fiscal, irguiéndose en actitud de severidad—. Señor Pierce, se lo pregunto directamente: ¿En momento alguno experimentó un sentimiento de impropiedad, nunca advirtió que procedía mal, o comprendió que sus actos eran ilegales, no tuvo cierta aprensión moral, mientras ejecutaba estos hechos delictivos?
—No comprendo la pregunta —dijo Pierce.
Se dice que el fiscal rió por lo bajo.
—Sí, sospecho que no la comprende; está escrito en toda su actitud.
Aquí, Su Señoría se aclaró la garganta y pronunció el siguiente discurso:
—Señor —dijo el juez—, es una verdad admitida en jurisprudencia que las leyes son creación de los hombres, y que los hombres civilizados, en el desarrollo de una tradición de más de dos milenios, aceptan ajustarse a tales leyes por el bien común de la sociedad. Pues únicamente gracias al imperio del derecho existe una civilización de un nivel superior a la promiscua sordidez de la barbarie. Es lo que se desprende de toda la historia del género humano, y lo que transmitimos a todos nuestros ciudadanos en la actividad de nuestros procesos educativos.
—Ahora bien; con respecto a la motivación, señor, yo le pregunto: ¿Por qué concibió, planeó, y ejecutó este perverso y asombroso delito?
Pierce se encogió de hombros.
—Quería el dinero —dijo.
Después de prestar testimonio, Pierce fue esposado y sacado del tribunal por dos robustos guardias, ambos armados. Cuando Pierce salía del tribunal, se cruzó con el señor Harranby.
—Buenos días, señor Pierce —dijo el señor Harranby.
—Adiós —replicó Pierce.
Pierce salió por el fondo del Antiguo Bailey, y subió al carruaje de la policía que debía llevarle a Coldbath Fields. En la escalinata del tribunal se había reunido una multitud considerable. Los guardias empujaban a la gente, que lanzaba gritos de salutación y formulaba deseos de buena suerte a Pierce. Una horrenda prostituta vieja consiguió acercarse y besar al bandido en plena boca. Fue sólo un instante, porque la policía la apartó inmediatamente.
Se supone que esta prostituta era en realidad la actriz, —es decir, la señorita Miriam— y que al besar a Pierce le pasó la llave de las esposas; pero no hay certeza acerca de este punto. Se sabe, en cambio, que cuando poco después se descubrió a los dos guardias, desmayados en una zanja próxima a la calle Bow, no pudieron reconstruir los detalles exactos de la fuga de Pierce. Solamente coincidieron en que había aparecido un cochero —un hombre bestial, según afirmaron, con una horrible cicatriz blanca en la frente.
El carruaje de la policía fue recuperado después en un campo de Hampstead. Ni Pierce ni el coche fueron capturados jamás. Las versiones periodísticas de la fuga son imprecisas, y todas mencionan el hecho de que las autoridades mostraron cierta renuncia a comentar ampliamente el asunto.
En septiembre los británicos capturaron nuevamente a Cawnpore. No cogieron prisioneros, y quemaron, ahorcaron y degollaron a sus víctimas. Cuando descubrieron la casa ensangrentada donde habían pasado a cuchillo a mujeres y niños, obligaron a los nativos a lamer el suelo enrojecido antes de ahorcarlos. Siguieron su marcha en territorio indio, en lo que se denominó «el Viento infernal» haciendo hasta sesenta millas diarias, quemando aldeas enteras y asesinando a todos los habitantes, atando a los amotinados a las bocas de los cañones para volarlos en pedazos. El Motín Indio fue aplastado antes de fines de año.
En agosto de 1857 Burgess, el guarda ferroviario, alegó la preocupación causada por la enfermedad de su hijo, y afirmó que había deformado de tal modo sus inclinaciones morales que había acabado por unirse a delincuentes. Fue condenado a sólo dos años en la cárcel de Marshalsea, donde murió de cólera ese invierno.
El cerrajero Robert Agar fue sentenciado a destierro en Australia por su participación en el Gran Robo del Tren. Agar murió en Sydney. Nueva Gales del Sur. Australia, el año 1902; y era un hombre acaudalado. Su nieto. Henry L. Agar fue intendente de Sydney de 1938 a 1941.
El señor Harranby falleció en 1879, mientras castigaba a un caballo que le asestó una coz en el cráneo. Su ayudante, Sharp, llegó a jefe del Yard y cuando falleció, en 1919, ya tenía bisnietos. Se dice que en cierta ocasión dijo que le enorgullecía que ninguno de sus hijos fuera policía.
El señor Trent murió de una afección del pecho en 1857; su hija Elizabeth casó con sir Percival Harlow en 1859, y tuvo con él cuatro hijos. Después del fallecimiento de su esposo la viuda del señor Trent tuvo una conducta escandalosa: murió de neumonía en 1884, después de haber tenido, según propia confesión, «más amantes que la Bernhardt».
Henry Fowler murió por «causas desconocidas» en 1858.
El Ferrocarril Sureste, cansado de la incomodidad de la Estación del Puente de Londres, constriñó dos nuevas terminales, el famoso arco abovedado de la calle Cannon en 1862. La estación Blackfnars poco después.
Pierce, Barlow y la misteriosa señorita Miriam no fueron hallados nunca. En 1862 se afirmó que vivían en París. En 1868 se dijo que vivían «espléndidamente» en la ciudad de Nueva York. Ninguna de las dos versiones pudo confirmarse nunca.
El dinero del Gran Robo del Tren no se recuperó jamás.
MICHAEL CRICHTON (Chicago, Illinois, 23 de octubre de 1942 - Los Ángeles, California, 4 de noviembre de 2008) fue un médico, escritor y cineasta estadounidense, considerado el iniciador del estilo narrativo llamado
tecno-thriller
.
Se han vendido más de 150 millones de copias literarias de sus obras, la mayoría best-sellers, que han sido traducidas a más de treinta idiomas y de las cuales doce se han llevado al cine, a destacar
Devoradores de cadáveres
(1973),
Parque Jurásico
(1990) o
Twister
(1996).
Quizá principalmente conocido por ser el padre de
Parque Jurásico
, lo es también de la prestigiosa serie de televisión,
ER
(
Urgencias
). Es la única persona que ha tenido: el libro número uno (
Acoso
), la película número uno (
Parque Jurásico
) y la serie de televisión número uno (
Urgencias
-
ER
), en el mismo instante.