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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren (14 page)

BOOK: El gran robo del tren
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Se acercó a la niña; ella replicó con voz suave y temblorosa, los ojos bajos, y le condujo a una casa de citas que había no lejos de allí. Él señor Fowler miró vacilante el lugar, pues el exterior no era particularmente atractivo. Por eso mismo, tuvo una grata sorpresa cuando la suave llamada de la niña en la puerta fue respondido por una mujer muy bella, a quien la pequeña llamó «señorita Miriam». De pie en el vestíbulo, Fowler vio que esta casa de citas no era uno de esos establecimientos sórdidos donde se alquilaban camas por cinco chelines hora, y el propietario venía a llamar a la puerta con un bastón, una vez cumplido el plazo; por lo contrario, aquí había muebles forrados de suave terciopelo, con lujosas fundas, buenas alfombras persas, y accesorios de excelente gusto y calidad. La señorita Miriam se condujo con extraordinaria dignidad cuando pidió ciento cinco libras; sus modales fueron tan discretos que Fowler pagó sin chistar, y se encaminó directamente a un cuarto del primer piso con la niña, cuyo nombre era Sarah.

Sarah le explicó que había llegado poco antes de Derbyshire, que sus padres habían muerto, que tenía un hermano mayor en la guerra de Crimea, y otro menor en el asilo. Le explicó todo esto casi alegremente, mientras subían la escalera. Fowler creyó advertir cierta excitación en el modo de hablar de la niña; era indudable que la pobre pequeña estaba nerviosa ante su primera experiencia, y él se hizo el firme propósito de actuar del modo más gentil.

La habitación en la cual entraron estaba amueblada tan soberbiamente como el salón de la planta baja; era rojo y elegante, y el aire estaba suavemente perfumado con aroma de jazmín. Fowler examinó brevemente el sitio, porque un hombre siempre debía tomar precauciones. Luego, echó el cerrojo a la puerta y se volvió hacia la jovencita.

—Bien, ya estamos —dijo.

—¿Señor? —dijo ella.

—Bien, ahora —dijo—. Creo que es el momento de…

—Oh, sí, por supuesto, señor —dijo ella, y la sencilla niña comenzó a desvestirlo. A él le pareció que era extraordinario, hallarse en el centro de esta habitación elegante —casi podía decirse decadente— mientras que una niña que apenas le llegaba a la cintura con sus deditos le manipulaba los botones y le desvestía. En verdad, fue algo tan notable que se sometió pasivamente, y pronto quedó desnudo, mientras ella continuaba vestida.

—¿Qué es eso? —preguntó la niña, tocando una llave que Fowler llevaba alrededor del cuello, unida a una cadena de plata.

—Nada más que… bueno… una llave —replicó.

—Es mejor que se la quite —dijo ella—, puede lastimarme.

Fowler se la quitó. La niña atenuó las luces de gas, y luego se desvistió. Las dos horas siguientes fueron un episodio mágico en la vida de Henry Fowler, una experiencia tan increíble y sorprendente que casi olvidó su dolorosa condición. Y por cierto no oyó que una mano misteriosa surgía de entre las pesadas cortinas de terciopelo rojo, y se apoderaba de la llave depositada sobre su ropa; y tampoco vio cuando, un rato después, la llave fue devuelta a su lugar.

—Oh, señor —exclamo la niña en el momento decisivo—. ¡Oh, señor!

Y durante un breve instante Henry Fowler sintió en su cuerpo más vida y más excitación que la que podía recordar en los cuarenta y siete años de su vida anterior.

Capítulo
20
ASUNTO ARREGLADO

La facilidad con que Pierce y sus cómplices obtuvieron las dos primeras llaves les infundió un sentimiento de confianza que pronto se demostraría falso. Casi inmediatamente después de conseguir la llave de Fowler, surgieron dificultades en un sector inesperado: El Ferrocarril Sureste cambió su rutina en las oficinas de la Estación del Puente de Londres.

La banda utilizó a la señorita Miriam para vigilar la rutina de las oficinas, y a fines de diciembre de 1854 la joven apareció con malas noticias. En una reunión celebrada en casa de Pierce, explicó a Pierce y Agar que la empresa ferroviaria había contratado a un detective que ahora cuidaba las instalaciones durante la noche.

Como habían planeado entrar de noche, la noticia era muy desagradable. Pero según la versión de Agar, Pierce disimuló prontamente su decepción.

—¿Cómo trabaja? —preguntó.

—Entra en servicio todas las noches a la hora del cierre, a las siete en punto —dijo la señorita Miriam.

—¿Y qué clase de individuo es?

—Un profesional —contestó ella, queriendo decir que era un auténtico policía—. Alrededor de cuarenta años; corpulento, gordo. Pero seguro que no se duerme en su guardia, y no es ningún borracho.

—¿Va armado?

—Sí —dijo la joven, asintiendo.

—¿Dónde espera? —preguntó Agar.

—En la puerta. Se sienta al final de la escalera, al lado de la puerta, y no se mueve de allí. Tiene una bolsa de papel al lado, creo que lleva en ella la comida —la señorita Miriam no podía estar segura, porque no se atrevía a prolongar demasiado la vigilancia de la oficina por temor a despertar sospechas.

—Maldito —dijo Agar disgustado—. ¿Se sienta frente a la puerta? Así es imposible.

—Me pregunto por qué habrán puesto un guardia nocturno —dijo Pierce.

—Tal vez se hayan enterado de que pensamos dar el golpe —dijo Agar, pues habían estado vigilando la oficina durante varios meses, con diferentes intervalos, y quizá alguien había advertido el hecho.

Pierce suspiró.

—Ahora no hay nada que hacer —dijo Agar.

—Siempre hay algo que hacer —dijo Pierce.

—Ahora es imposible —insistió Agar.

—Imposible, no —dijo Pierce—, sólo un poco más difícil que antes.

—¿Cómo piensa hacerlo? —preguntó Agar.

—A la hora de la comida —respondió Pierce.

—¿A la luz del día? —dijo Agar, desconcertado.

—¿Por qué no? —dijo Pierce.

Al día siguiente, Pierce y Agar observaron la rutina de la oficina al mediodía. A la una, la Estación del Puente de Londres estaba colmada de pasajeros que entraban y salían; mozos de cuerda cargando equipajes detrás de viajeros elegantes que iban a abordar los vagones; vendedores ofreciendo refrescos; y tres o cuatro policías aquí y allá, manteniendo el orden y vigilando a los carteristas porque las estaciones ferroviarias estaban convirtiéndose en el coto de caza favorito. El ladrón despojaba a la presa cuando ésta subía al tren, y la víctima generalmente descubría el robo cuando ya había salido de Londres.

La relación de los carteristas con las estaciones ferroviarias llegó a ser tan notoria que cuando en 1862 William Frith pintó uno de los cuadros más famosos de su generación, «La estación ferroviaria», el centro de la composición estaba representado por dos detectives que detenían a un ladrón.

Ahora, la Estación del Puente de Londres tenía varios agentes de la policía Metropolitana. Además, las empresas ferroviarias contrataban agentes privados.

—Los polis pululan —dijo Agar con gesto de desagrado, recorriendo con la vista las plataformas de la estación.

—No se preocupe —dijo Pierce. Estaba observando la oficina del ferrocarril.

A la una, los empleados descendieron la escalera de hierro charlando despreocupadamente mientras se dirigían a almorzar. El gerente de tráfico, un caballero de aire severo y bigotes recortados, permaneció en la oficina. Los empleados retornaron a las dos, y se reanudó la rutina oficinesca.

Al día siguiente, el gerente fue a comer, pero dos de los empleados permanecieron en la oficina, privándose del almuerzo.

Hacia el tercer día, ya conocían el sistema: Uno o varios empleados salían a almorzar a la una, y permanecían ausentes una hora; pero la oficina nunca quedaba sola. La conclusión era evidente.

—No hay nada que hacer de día —dijo Agar.

—Quizá el domingo —observó Pierce, pensando en voz alta.

En esa época —e incluso ahora— el sistema ferroviario británico se oponía firmemente al trabajo el día de guardar. Se consideraba innecesario e impropio que la empresa trabajase los domingos, y sobre todo los ferrocarriles siempre habían exhibido un sesgo extrañamente moralista. Por ejemplo, se prohibía fumar en los vagones ferroviarios aún mucho después de que el consumo de tabaco se hubiese convertido en una costumbre social generalizada; el caballero que deseaba saborear un cigarro debía dar una propina al empleado del tren —otro acto prohibido—; y a pesar de la presión intensa de la opinión pública, esta situación se prolongó hasta 1868, año en que el Parlamento aprobó finalmente una ley obligando a los ferrocarriles a permitir que los pasajeros fumasen.

Asimismo, aunque todos convenían en que a veces los individuos más temerosos de Dios necesitaban viajar en domingo, y pese a que la costumbre popular de las excursiones de fin de semana acentuaba la presión en favor de los trenes dominicales, los ferrocarriles se opusieron firmemente a esta tendencia. En 1854 el Ferrocarril Sureste corría sólo cuatro trenes en domingo, y la otra línea que usaba el Puente de Londres, el Ferrocarril de Londres & Greenwich, tenía solamente seis trenes, menos de la mitad del número habitual.

Pierce y Agar inspeccionaron la estación el domingo siguiente, y hallaron una doble guardia instalada cerca de la oficina del gerente de tráfico; un hombre se estacionaba cerca de la puerta, y el otro ocupaba su lugar a pocos metros del comienzo de la escalera.

—¿Por qué? —preguntó Pierce cuando vio a los dos guardias—. En nombre de Dios, ¿por qué?

Gracias a los testimonios ofrecidos después ante el tribunal, pudo saberse que en el otoño de 1854 la administración del Ferrocarril Sureste había cambiado de mano. El nuevo propietario, Willard Perkins, era un caballero de inclinaciones filantrópicas; deseoso de beneficiar a las clases inferiores, inició la política de emplear a más personas en todos los cargos de la línea, «con el fin de ofrecer trabajo honesto a quienes de lo contrario se sentirían tentados de incurrir en una conducta ilegal y una sórdida promiscuidad». Esta fue la única razón que determinó la contratación de personal suplementario; el ferrocarril nunca sospechó la posibilidad de un robo, y en efecto el señor Perkins se sintió profundamente afectado cuando más tarde se dio el golpe.

También debe señalarse que por esa época el Ferrocarril Sureste intentaba tender nuevas líneas de acceso al centro de Londres, y esta política determinó el desplazamiento de muchas familias y la destrucción de sus viviendas. Por consiguiente, en el espíritu de estos propietarios del ferrocarril esta conducta filantrópica implicaba también cierto aspecto de relaciones públicas.

—Nada que hacer en domingo —dijo Agar, examinando a los dos guardias.

—¿Quizá en Navidad?

Pierce meneó la cabeza. Era concebible que el día de Navidad se atenuasen las medidas de seguridad, pero no podían depender de eso.

—Necesitamos algo que se ajuste a la rutina —dijo.

—De día no hay nada que hacer.

—Sí —dijodijo Pierce—. Pero no conocemos toda la rutina nocturna. Nunca hemos vigilado toda la noche —de noche la estación estaba desierta, y los policías que hacían sus rondas expulsaban sin miramientos a los holgazanes y a los vagabundos.

—Si metemos a un hombre, lo echarán —dijo Agar—. Y quizá también lo detengan.

—Estaba pensando en un espía escondido —dijo Pierce—. Un hombre oculto podría permanecer toda la noche en la estación.

—¿Perfecto Willy?

—No —dijo Pierce—. Perfecto Willy es un charlatán y un idiota y no tiene fibra. Es un retrasado.

—Eso es cierto —dijo Agar.

Según se indicó en el testimonio ante el tribunal, Perfecto Willy, que en el momento del juicio ya había muerto, era un individuo de «disminuida capacidad de raciocinio»; así lo afirmaron varios testigos. El propio Pierce afirmó: «Pensamos que no podíamos confiarle la tarea de vigilancia. Si lo detenían, nos delataría; revelaría nuestros planes sin el menor escrúpulo».

—¿Entonces? —dijo Agar, paseando la vista por la estación.

—Pensaba en un
skipper
—dijo Pierce.

—Un
skipper
—dijo sorprendido Agar.

—Sí —dijo Pierce—. Creo que un
skipper
haría bien el trabajo ¿Conoce alguno que sirva?

—Puedo encontrarlo. Pero ¿dónde se esconderá?

—Lo meteremos en un cajón de embalar —dijo Pierce.

Pierce ordenó que enviasen a su casa un cajón de embalar. De acuerdo con su propia versión, Agar consiguió «un
skipper
digno de toda confianza», y se adoptaron las medidas necesarias con el fin de enviar el cajón a la estación ferroviaria.

El
skipper
, llamado Henson, nunca fue hallado, y tampoco se realizaron esfuerzos muy intensos para identificarlo; era una figura muy secundaria en todo el plan, y en vista de su condición social no valía la pena tomarse demasiado trabajo con él. Pues la palabra
skipper
no implicaba una ocupación, sino más bien un modo de vida, y más específicamente un modo de pasar la noche.

A mediados de siglo la población londinense crecía al ritmo del 20 por ciento cada década. El número de habitantes de la ciudad aumentaba en un millar diario, y a pesar de los grandes programas de construcción y los barrios bajos densamente poblados, una parte importante de la población carecía de techo, y de medios necesarios para pagarlo. Estas personas pasaban la noche al aire libre, dondequiera que la policía con sus temidas linternas sordas las dejaba en paz. Los lugares favoritos eran los llamados «hoteles de las arcadas», es decir, bajo los puentes ferroviarios; pero también había otros lugares: edificios en ruinas, portales de establecimientos, cuartos de calderas, estaciones de ómnibus, mercados vacíos, al amparo de los matorrales, cualquier lugar que suministrase un poco de abrigo. Los
skippers
eran personas que rutinariamente buscaban otro tipo de refugio: es decir, los establos y los retretes instalados fuera de las casas. En esta época, incluso las residencias más o menos elegantes a menudo carecían de instalaciones sanitarias en la casa misma. El retrete fuera de la casa era un elemento común a todas las clases, y comenzaba a difundirse también en los lugares públicos. El
skipper
se refugiaba en esos lugares estrechos, y así pasaba la noche.

En el juicio, Agar mencionó orgullosamente el modo en que había conseguido un
skipper
digno de confianza. La mayoría de la gente que dormía al raso estaba compuesta por vagabundos, gente miserable completamente desmoralizada; los
skipper
eran un poco más emprendedores que el resto, pero de todos modos formaban el último peldaño del orden social. Y a menudo eran borrachos; es indudable que la embriaguez les ayudaba a tolerar sus fragantes refugios.

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