El gran robo del tren (12 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

BOOK: El gran robo del tren
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El propio Pierce no paraba mucho en la casa, y a veces se ausentaba por la noche. Perfecto Willy recuerda haberle visto una o dos veces al final de la tarde, vistiendo ropas de montar y oliendo a caballo, como si hubiese regresado de una excursión ecuestre.

—No sabía que le gustaban los caballos —dijo Willy cierta vez.

—No me gustan —dijo Pierce secamente—. Odio a las malditas bestias.

Pierce mantuvo encerrado a Willy mientras se le curaban las heridas, esperando que le creciera su «pelo de terrier». En esos tiempos el modo más seguro de identificar a un convicto fugado era por el cabello corto. Hacia fines de septiembre tenía el cabello más largo, pero Pierce se negaba a dejarlo salir. Cuando Willy le preguntó la razón, Pierce contestó:

—Estoy esperando que te atrapen o te encuentren muerto.

Esta afirmación desconcertó a Willy, pero obedeció las órdenes. Pocos días después apareció Pierce con un diario bajo el brazo, y le dijo que podía salir. Esa misma noche Willy fue a Tierra Santa, con la esperanza de encontrar a su amiga Maggie. Descubrió que Maggie se había unido a un asaltante, un individuo rudo que trabajaba «con el garrote» —es decir, asaltando a mano armada—. Maggie no mostró interés por Willy.

De modo que Willy se relacionó con una chica de doce años, llamada Louise, cuya ocupación principal era robar ropa. Ante el tribunal se explicó que «no estampaba ni almidonaba, sólo de cuando en cuando un poco de nieve blanca para el traductor. En realidad, muy sencillo». Este pasaje, que debió ser explicado detalladamente a los magistrados, significaba que la nueva amante de Willy se dedicaba a la forma más humilde del robo de ropas. Las categorías más altas de ladronas de ropa, las «estampadoras» y las «almidonadoras», robaban en los barrios de la clase alta, con frecuencia retirando las prendas de las cuerdas. El robo de ropa corriente se dejaba a los niños y las jóvenes, y podía ser bastante lucrativo cuando el producto se vendía a los «traductores», quienes a su vez negociaban las ropas como artículos de segunda mano.

Willy vivía de las ganancias de la chica, y nunca se aventuraba fuera del santuario representado por el «palomar». Pierce le había advertido que debía mantener cerrada la boca, y él nunca mencionaba que en su fuga de Newgate había recibido ayuda. Perfecto Willy vivía con su chica en un alojamiento que albergaba a más de cien personas; la casa era un conocido refugio de delincuentes de ínfima categoría. Willy vivía y dormía con su amante en una cama compartida a lo largo del día con veinte personas de ambos sexos, y refiriéndose a estos tiempos, Louise dijo:

—Tomaba las cosas con calma, y parecía contento, esperando la llamada del jefe.

Capítulo
16
ROTTEN ROW

De todos los sectores elegantes de la elegante ciudad de Londres, ninguno podía compararse con el embarrado camino de Hyde Park llamado la Avenida de las Damas, o Rotten Row. Cuando el tiempo lo permitía, aquí se paseaban centenares de hombres y mujeres a caballo, todos lujosamente vestidos, esplendorosos bajo la dorada luz del sol de las cuatro de la tarde.

Era una escena de agitada actividad: los jinetes y las amazonas formando apretados grupos; las mujeres acompañadas de pequeños pajes uniformados que trotaban detrás de sus amas, a veces con damas de compañía de severo continente, o escoltadas por sus galanes. Pero si el espectáculo de Rotten Row era espléndido y elegante, no siempre merecía el calificativo de respetable, porque muchas de las mujeres tenían una reputación dudosa. «No es difícil», escribía un observador, «adivinar la profesión de la atrevida
equestrienne
que saluda simultáneamente a media docena de hombres con un movimiento del látigo o un guiño, y que a veces interrumpe la monotonía de una silla segura juntando las manos a la espalda al mismo tiempo que se inclina graciosamente para oír los cumplidos de un admirador que avanza a pie».

Eran miembros de la más alta clase de prostitutas, y por mucho que les desagradase a las damas respetables, a menudo se veían compitiendo con estas hábiles
demi-mondaines
por la atención masculina. Tampoco puede afirmarse que Rotten Row fuese el único escenario de esta competencia; ésta proseguía en la ópera y el teatro. Más de una joven dama descubría de pronto que los ojos de su escolta estaban fijos, no en la representación, sino en cierto palco alto ocupado por una mujer elegante que correspondía a las miradas con franco y manifiesto interés.

Los Victorianos afirmaban que la intromisión de las prostitutas en los círculos respetables les parecía escandalosa, pero pese a todas las invocaciones en favor de la reforma y el cambio, estas mujeres continuaron apareciendo alegremente durante casi medio siglo más. Es una actitud corriente ver en la prostitución victoriana una forma particularmente grosera de la profunda hipocresía de esa sociedad. Pero en realidad el problema es más complejo, y se relaciona con la imagen que se tenía de las mujeres en la Inglaterra victoriana.

Era una época de acentuada diferenciación sexual en el vestido, las costumbres, las actitudes y el porte. Incluso los muebles y los cuartos de la casa podían ser «masculinos» o «femeninos»; así, el comedor era masculino, y la sala femenina. Se presumía que todo esto respondía a una justificación racional de raíces biológicas.

«Es evidente», escribió Alexander Walker, «que el hombre, dotado de facultades de raciocinio, de poder muscular y de coraje para usarlo, reúne las condiciones necesarias para ser el protector; la mujer, poco dotada para el razonamiento, débil y tímida, necesita protección. En tales circunstancias, es natural que el hombre gobierne, y natural también que la mujer obedezca».

Con variaciones secundarias, esta creencia se manifiesta a menudo. La capacidad de raciocinio de las mujeres era escasa; no calculaban las consecuencias; se dejaban dominar por los sentimientos, y por ello necesitaban que el varón, más racional y reflexivo, controlase rigurosamente su conducta.

La presunta inferioridad intelectual de la mujer se veía reforzada por su educación, de modo que muchas mujeres bien educadas probablemente eran las tontas gimientes, temblorosas y patológicamente delicadas que pueblan las páginas de las novelas victorianas. Los hombres no podían abrigar la esperanza de compartir muchas cosas con sus esposas. Mandell Creighton escribió que había hallado en «las damas en general un alimento mental muy poco satisfactorio; se diría que no tienen pensamientos o ideas, y si bien durante un tiempo halaga nuestra vanidad la posibilidad de enseñarles algo, a la larga fatiga. Por supuesto, a cierta edad, cuando uno tiene una casa y todo lo que la acompaña, recibe a una esposa como parte del conjunto, y le parece que representa una institución sumamente cómoda; pero dudo mucho que los hombres que han concebido pensamientos originales comenzaran por comunicarlos a sus respectivas esposas, o confiasen en que ellas los apreciarían».

Hay pruebas sobradas en el sentido de que ambos sexos estaban mortalmente hastiados de este sistema. Las mujeres, sepultadas en su hogares espaciosos y colmados de criados, resolvían sus frustraciones con exhibiciones espectaculares de neurosis histérica: perdían el oído, el habla y la vista; tenían ahogos, y desmayos, perdían el apetito, y hasta la memoria. En medio de un ataque realizaban movimientos copulatorios o se retorcían en espasmos tan violentos que la cabeza tocaba los talones. Por supuesto, estos síntomas extraños venían a reforzar la convicción general acerca de la fragilidad del sexo femenino.

Los hombres frustrados tenían otra opción, y era recurrir a las prostitutas, que a menudo eran mujeres vivaces, alegres e ingeniosas —en suma, todo lo que parecía inconcebible en una mujer—. En un plano más simple, los hombres hallaban agradables a las prostitutas porque en su compañía podían desechar las severas formalidades de la sociedad educada, y gozar de una atmósfera de «cómodo desembarazo». Esta posibilidad de liberarse de las restricciones era por lo menos tan importante como la posibilidad intrínseca de la satisfacción sexual, y este factor fue probablemente el que confirió a la institución una base social tan amplia y permitió que las prostitutas se introdujeran audazmente en lugares decentes de la sociedad victoriana, por ejemplo Rotten Row.

A fines de septiembre de 1854 Edward Pierce comenzó a realizar paseos ecuestres con la señorita Elizabeth Trent en Rotten Row. El primer encuentro aparentemente fue accidental, pero los posteriores, gracias a una suerte de acuerdo implícito, se realizaron regularmente.

La vida de Elizabeth Trent comenzó a organizarse alrededor de estas salidas vespertinas; consagraba toda la mañana a prepararse para el paseo, y toda la velada a comentarlo; sus amigos se quejaban de que hablaba sin descanso de Edward; el padre se quejaba de que exigía constantemente vestidos nuevos. Según decía, parecía creer «que un vestido nuevo todos los días constituía una
necesidad
, y en realidad prefería dos».

Por lo que se sabe, a esta joven poco atractiva nunca le pareció extraño que el señor Pierce la distinguiese entre la multitud de notables bellezas de Rotten Row; en realidad, ella estaba completamente cautivada por las atenciones que Pierce le prodigaba. En el juicio, Pierce resumió las conversaciones entre ambos con las palabras «intrascendentes y triviales», y relató en detalle sólo una.

Fue en el mes de octubre en 1854. Era un momento de conmoción política y escándalo militar; la autoestima de la nación había sufrido un severo golpe. La guerra de Crimea estaba adquiriendo caracteres de desastre. Al principio, señala J. B. Priestley, «las clases superiores dieron la bienvenida a la guerra, en la cual vieron una suerte de gloriosa excursión en gran escala organizada en cierto lugar remoto y romántico». Casi hubiera podido decirse que el Mar Negro se había abierto al turismo. Algunos oficiales adinerados, por ejemplo lord Cardigan, decidieron llevar sus yates. Las esposas de ciertos comandantes insistieron en viajar, acompañadas de sus doncellas personales. Hubo civiles que cancelaron sus vacaciones en otros lugares con el fin de seguir al ejército y presenciar el espectáculo.

El espectáculo se convirtió pronto en desastre. Las tropas británicas estaban mal instruidas y mal abastecidas, y el mando era inepto. Lord Raglán, el comandante militar, tenía sesenta y cinco años y era un hombre «viejo para su edad». A menudo Raglán parecía creer que aún estaba luchando en Waterloo, y para aludir al enemigo se refería a «los franceses», pese a que en esta ocasión los franceses eran aliados. En una ocasión se confundió de tal modo que instaló un puesto de observación detrás de las líneas rusas enemigas. La atmósfera de «caos senil» se agravó, y hacia mediados del verano aun las esposas de los oficiales escribían a Inglaterra diciendo que «aparentemente nadie tiene la más mínima idea de lo que sucede».

Hacia el mes de octubre, esta ineptitud culminó en la carga de la Brigada Ligera al mando de lord Cardigan, un acto de espectacular heroísmo que liquidó las tres cuartas partes de sus fuerzas en un eficaz intento de capturar una batería equivocada de cañones enemigos.

Era evidente que la excursión había concluido, y casi todos los ingleses de la clase alta se inquietaron profundamente. Los nombres de Cardigan, Raglán y Ludan estaban en labios de todo el mundo. Pero esa cálida tarde de octubre en Hyde Park, el señor Pierce indujo discretamente a Elizabeth Trent a hablar de su padre.

—Esta mañana le he encontrado terriblemente nervioso —dijo la joven.

—¿Sí? —dijo Pierce, trotando al lado de Elizabeth.

—Se le ve muy nervioso siempre que tiene que despachar el cargamento de oro para Crimea. Desde que se levanta es un hombre distinto. Parece distante y muy preocupado.

—Seguramente es una responsabilidad muy pesada —dijo Pierce.

—Tanto, que temo se dedique a la bebida —corroboró Elizabeth, y dejó escapar una risita.

—Madame, creo que usted exagera.

—En todo caso, su comportamiento es muy extraño. Como usted sabe, se opone terminantemente al consumo de alcohol antes de la noche.

—Sí, y me parece muy razonable.

—Bien —continuó Elizabeth Trent—. Sospecho que está infringiendo su propia norma, pues en la mañana del día en que debe realizarse el embarque va solo a la bodega de vinos, y no acepta que le acompañen criados o que alguien le sostenga la linterna. Insiste en bajar solo. Mi madrastra le ha dicho muchas veces que puede tropezar o resbalar en la escalera que baja al sótano. Pero no atiende a razones. Permanece un rato en el sótano, finalmente sale y se dirige al banco.

—Supongo —dijo Pierce— que deseará controlar el estado de la bodega. ¿No cree que es una actitud lógica?

—No, no lo es —dijo Elizabeth—, pues siempre deja a mi madrastra la tarea de abastecer y cuidar la bodega, y extraer vinos antes de las comidas, y todas esas cosas.

—En efecto, parece una actitud muy extraña. Confío —dijo Pierce con aire grave— en que su responsabilidad no esté pesando excesivamente sobre su sistema nervioso.

—Yo también lo espero —respondió Elizabeth con un suspiro—. ¿No es un hermoso día?

—Hermoso —convino Pierce—. Inenarrablemente hermoso, pero no más bello que usted.

Elizabeth Trent rió entre dientes, y replicó que él era un sujeto atrevido, puesto que la halagaba tan descaradamente.

—Incluso cabría sospechar un motivo ulterior —dijo la joven riendo.

—Cielos, no —dijo Pierce, y para tranquilizarla aún más rozó brevemente con su mano la mano de Elizabeth.

—Me siento tan feliz —dijo ella.

—Y yo soy feliz con usted —dijo Pierce; y no mentía, porque ahora sabía dónde estaban las cuatro llaves.

Segunda parte
LAS LLAVES

Noviembre de 1854 - Febrero de 1855

Capítulo
17
LA NECESIDAD DE UNA VIRGEN

El señor Henry Fowler, sentado en un rincón oscuro del bar a la hora del almuerzo, mostraba los signos de una viva agitación. Se mordía los labios, giraba incansable el vaso entre las manos, y no lograba mirar a los ojos de su amigo Edward Pierce.

—No sé cómo empezar —dijo—. Es una situación sumamente embarazosa.

—Le ofrezco la seguridad de mi más absoluta reserva —dijo Pierce, alzando su vaso.

—Se lo agradezco —continuó Fowler—. Mire —empezó, pero no pudo continuar—. Compréndame, es… —volvió a interrumpirse y meneó la cabeza— horriblemente embarazoso.

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