El señor Fowler se permitió una risita entre dientes ante lo absurdo del proyecto.
—Y bien —dijo—, ¿ven algún defecto en mi sistema?
—Absolutamente ninguno —dijo fríamente el señor Bendix.
Pero el señor Pierce tuvo una reacción más cálida.
—Henry, lo felicito —dijo—. En verdad, es la estrategia más ingeniosa que he visto para proteger una expedición de valores.
—Eso mismo pienso —dijo el señor Fowler.
Poco después el señor Fowler se despidió comentando que si no llegaba pronto a casa, su esposa creería que había estado jugando con alguna muñeca «y lamentaría soportar las molestias del castigo sin la recompensa previa». Su comentario arrancó risas a los caballeros reunidos; le pareció que era la nota exacta que convenía para marcharse. Los caballeros deseaban que sus banqueros fuesen prudentes, pero no mojigatos; la línea divisoria entre ambas actitudes era muy delgada.
—Le acompaño hasta la salida —dijo Pierce, poniéndose de pie.
Los ferrocarriles ingleses crecieron a velocidad tan fenomenal que la ciudad de Londres no supo cómo afrontar el problema, y nunca llegó a construir una estación central. En cambio, cada una de las líneas, construidas por empresas privadas, introdujo todo lo posible sus vías en la propia ciudad de Londres, y luego levantó una terminal. Pero a mediados del siglo XIX este sistema comenzaba a ser objeto de ataques. Un argumento era el desarraigo de la gente pobre, cuyas viviendas fueron demolidas para dar paso a las líneas ferroviarias; otro, se centraba en las incomodidades de los viajeros, obligados a atravesar Londres en carruaje con el fin de empalmar una estación con otra y continuar viaje.
En 1846 Charles Pearson propuso y planeó una enorme Central Ferroviaria, que debía instalarse en Ludgate Hill, pero nunca se aceptó la idea. En cambio, después de la construcción de varias estaciones —la más reciente fue la estación Victoria y King’s Cross en 1851— se paralizaron las construcciones, a causa del ardor de la polémica pública.
Con el tiempo, se abandonó por completo el concepto de una terminal única de Londres, y se erigieron nuevas estaciones periféricas. En 1899, cuando se terminó la última —la estación Marylebone—, Londres tenía quince terminales ferroviarias, más del doble que cualquier otra ciudad importante de Europa; y la desconcertante trama de líneas y horarios parecía que jamás podría ser asimilada por ningún londinense, excepto por Sherlock Holmes, que los conocía de memoria.
La paralización de las construcciones, a mediados de siglo, dejó en situación de desventaja a varias líneas nuevas, y una de ellas fue el Ferrocarril Sureste, que iba de Londres a la ciudad costera de Folsketone, a unos ciento treinta kilómetros de distancia. El Sureste no tuvo acceso al centro de Londres hasta 1851, cuando se reconstruyó la terminal del Puente de Londres.
Instalada en la ribera sur del río Támesis, cerca de su homónimo, la estación ferroviaria del Puente de Londres era la más antigua de la ciudad. Fue construida en 1836 por el Ferrocarril de Londres & Greenwich. Nunca fue popular, y se criticó la inferioridad de «su diseño y su concepción», comparada con estaciones erigidas después, por ejemplo Paddington y King’s Cross. Pero en 1851, cuando se la reconstruyó, el
Illustrated London News
recordó que la antigua estación había sido un edificio «notable por el equilibrio, el carácter artístico y la realidad de su fachada. Por eso lamentamos que haya desaparecido, para dejar lugar a una construcción que parece menos meritoria».
Este es exactamente el tipo de inversión crítica que siempre ha frustrado y ha puesto furiosos a los arquitectos. Una figura tan importante como Sir Christopher Ween, que escribió doscientos años antes, se quejaba de que «los habitantes de Londres quizá desprecien un adefesio hasta que se demuele, y entonces como por obra de magia se afirma que el sustituto es inferior al edificio anterior, al que ahora se elogia con afirmaciones exaltadas y esplendorosas».
De todos modos, debe reconocerse que la nueva terminal del Puente de Londres era muy poco satisfactoria. Para los Victorianos las estaciones ferroviarias eran las «catedrales de la época»; pretendían que combinasen los más altos principios de la estética con la realización tecnológica —y en realidad muchas estaciones satisfacen tales condiciones—, con sus altas, arqueadas y elegantes bóvedas de vidrio. Pero la nueva Estación del Puente de Londres era deprimente por donde se la mirase. Su estructura de dos pisos en forma de L tenía un aire chato y utilitario, con una hilera de sórdidos locales bajo una arcada, a la izquierda, y la estación principal formando una línea recta, sin más adorno que un reloj instalado en el techo. Y lo que es más grave, la distribución interior de las plantas —el blanco de la mayoría de las críticas anteriores— no sufrió ninguna modificación.
Durante la reconstrucción de la estación el Ferrocarril Sureste decidió usar la Terminal del Puente de Londres como punto de salida de las líneas que se dirigían a la costa. Se concertó un acuerdo de arriendo; el Ferrocarril Sureste alquilaba las vías, las plataformas y el espacio de oficinas del Ferrocarril de Londres & Greenwich, cuyos propietarios no estaban dispuestos a otorgar al Ferrocarril Sureste más facilidades que las necesarias.
Las oficinas del supervisor de tráfico consistían en cuatro habitaciones en una sección lejana de la terminal —dos cuartos para los empleados, un sector de almacenamiento para valores verificados, y una oficina más amplia para el propio supervisor—. Todas las habitaciones tenían tabiques de vidrio. La serie de habitaciones estaba instalada en el segundo piso de la terminal, y el único acceso era una escalera de hierro que ascendía desde la plataforma de la estación. Las personas que subían o bajaban la escalera estaban a la vista de los empleados de la oficina, así como de los pasajeros, los mozos de cuerda y los guardias distribuidos en el andén.
El supervisor de tráfico se llamaba McPherson. Era un escocés entrado en años que vigilaba atentamente a sus empleados, y trataba de que no se distrajesen mirando por la ventana. De modo que ninguno de los que ocupaban la oficina prestó atención un día de principios de julio de 1854, cuando dos viajeros se instalaron en un banco de la plataforma y permanecieron allí todo el día, consultando con frecuencia sus relojes, como impacientes por emprender viaje. Y tampoco advirtió nadie que los mismos caballeros volvían a la semana siguiente, y nuevamente se pasaban el día en el mismo banco, observando la actividad de la estación mientras esperaban su tren, y consultando a menudo sus relojes de bolsillo.
En realidad, Pierce y Agar no utilizaban relojes de bolsillo, sino más bien cronómetros. Pierce tenía uno muy elegante, un gran cronógrafo con dos diales, montado en una caja de oro 18 quilates. Se lo consideraba una maravilla de la técnica más moderna, y se empleaba en las carreras y otras actividades parecidas. Pero lo sostenía oculto en la mano, de modo que no atraía la atención.
Después del segundo día de observación de la rutina de los empleados administrativos, los cambios de turnos de los guardas ferroviarios, la llegada y la partida de los visitantes de la oficina, y otros asuntos que para ellos eran importantes, Agar alzó los ojos hacia la escalera de hierro que conducía a la oficina y anunció:
—Infernalmente peligroso. Está demasiado expuesta. En fin, ¿qué quiere sacar de ahí?
—Dos llaves.
—¿Qué llaves?
—Dos llaves que necesito —dijo Pierce.
Agar miró de reojo las oficinas. Si la respuesta de Pierce lo decepcionó, su rostro no mostró el menor indicio en ese sentido.
—Bien —dijo en tono profesional—, si lo que quiere son dos llaves, creo que están en ese depósito —esbozó un gesto, sin atreverse a señalar con el dedo— después de las mesas de los empleados. ¿Ve la alacena?
Pierce asintió. A través del vidrio del frente podía ver toda la oficina. En el cuarto destinado a depósito había una estrecha alacena de color verde lima, adosada a la pared. Parecía la clase de lugar donde uno podía guardar las llaves.
—La veo.
—En esa alacena está lo mío. Bueno, seguro que tiene cerradura, pero eso no es muy importante. Una cosa barata.
—¿Y la puerta del frente? —dijo Pierce, desviando la vista.
No sólo estaba cerrada con llave la alacena, sino que la puerta de acceso a la serie de oficinas —una puerta de cristal esmerilado, que ostentaba la inscripción FCSE, escrita a molde, y debajo, División Supervisor de Tráfico— tenía una robusta cerradura de bronce sobre el picaporte.
—Apariencia, y nada más —rezongó Agar—. Un tirón y la destripo. Podría abrirla sólo con la uña. Eso no es problema. El problema es la maldita gente.
Pierce asintió, pero no dijo nada. Agar era el principal responsable de la operación, y tendría que resolver las dificultades.
—¿Ha dicho dos llaves?
—Si —dijo Pierce—. Dos llaves.
—Dos llaves son cuatro moldes. Cuatro moldes necesitan casi un minuto, para hacerlos bien. Pero sin contar la puerta, o el gabinete interior. Eso suma tiempo —Agar paseó la vista por el andén colmado de gente, y los empleados de la oficina—. De día es demasiado difícil —dijo—. Hay mucha gente por todos lados.
—¿De noche?
—Sí, de noche, cuando está vacía, y como la boca de un lobo. Creo que de noche es mejor.
—De noche la poli hace rondas —le recordó Pierce. Ya habían visto que durante la noche, cuando la estación se quedaba vacía, los agentes la patrullaban a intervalos de cuatro o cinco minutos—. ¿Tendrá tiempo?
Agar frunció el ceño y miró de reojo la oficina.
—No —dijo finalmente—. Salvo…
—¿Qué?
—Que las oficinas ya estuviesen abiertas. Entro tranquilamente, hago los moldes sin perder un momento, y desaparezco en menos de dos minutos.
—Pero las oficinas estarán cerradas —dijo Pierce.
—Pensaba utilizar a un culebra —dijo Agar, con un gesto de la cabeza en dirección a la oficina del supervisor.
Pierce levantó la vista. La oficina del supervisor tenía una amplia ventana de vidrio; en el interior pudo ver al señor McPherson, en mangas de camisa, con los cabellos blancos y una visera verde sobre la frente. Detrás de McPherson, una ventana de ventilación, de aproximadamente un pie cuadrado.
—Ya veo —dijo Pierce. Y agregó—: Muy pequeña.
—Un buen culebra puede pasar —dijo Agar. Un culebra era un niño capaz de atravesar contorsionándose pequeños espacios. Generalmente era un ex aprendiz de deshollinador—. Y cuando está en la oficina, abre la alacena, y la puerta desde dentro, y me lo prepara todo. Así, el trabajo será coser y cantar, créame —dijo, asintiendo satisfecho.
—Si tenemos a un culebra.
—Claro.
—Y debe ser condenadamente bueno —dijo Pierce, volviendo a mirar la ventana— para pasar por ahí. ¿Quién es el mejor?
—¿El mejor? —preguntó Agar sorprendido—. El mejor es Perfecto Willy, pero está dentro.
—¿Dónde?
—En la prisión de Newgate, y de ahí nadie escapa. Cumplirá su tiempo en la noria, y será un buen chico, y esperará la rebaja, si se la dan. Pero no puede escapar. No, de Newgate nadie escapa.
—Quizá Perfecto Willy pueda hacerlo.
—Nadie puede hacerlo —dijo Agar con voz grave—. Ya se ha intentado.
—Enviaré un mensaje a Willy —dijo Pierce— y veremos.
Agar asintió.
—Tengo esperanzas —dijo—, pero no demasiadas.
Los dos hombres reanudaron la vigilancia de las oficinas. Pierce fijó la vista en el depósito anexo a las oficinas, y en la pequeña alacena adosada a la pared. Recordó que nunca la había visto abierta, y se le ocurrió una idea: ¿Qué pasaría si hubiese más llaves —quizá docenas— en ese pequeño armario? ¿Cómo sabría Agar cuáles debía copiar?
—Ahí viene la poli —dijo Agar.
Pierce miró, y vio al agente que hacía su ronda. Apretó el botón del cronómetro: Siete minutos cuarenta y siete segundos desde la última pasada. Pero la rutina del policía sería más rápida por la noche.
—¿Ve un escondrijo? —dice Pierce.
Agar asintió en dirección a un depósito de equipajes instalado en una esquina, a lo sumo a doce pasos de la escalera.
—Servirá.
—Excelente —comentó Pierce.
Los dos hombres permanecieron sentados hasta las siete, hora en que los empleados abandonaron la oficina para volver a sus casas. A las siete y media se retiró el supervisor, después de cerrar con llave la puerta de acceso. Desde esa distancia, Agar fijó los ojos en la llave.
—¿Qué tipo de llave? —preguntó Pierce.
—Bastará un tirón, no muy fuerte —dijo Agar.
Los dos hombres permanecieron otra hora, hasta que se hizo peligroso continuar en la estación. El último tren había partido, y ahora llamaban mucho la atención. Permanecieron el tiempo indispensable para cronometrar al policía de la guardia nocturna que hacía las rondas de la estación. El agente pasaba frente a la oficina del gerente de tráfico cada cinco minutos y tres segundos.
Pierce apretó el botón del cronómetro y miró el segundero.
—Cinco y tres —dijo.
—Feo asunto —dijo Agar.
—¿Puede hacerlo?
—Claro que puedo —dijo Agar—. Puedo conseguir un molde en menos… todo lo que he dicho es que es feo el asunto. ¿Cinco y tres?
—Puedo encender más rápido el cigarro —le recordó Pierce.
—Puedo —dijo Agar con firmeza—, si tengo un culebra como Perfecto Willy.
Salieron de la estación. Cuando llegaron a la calle, Pierce hizo señas al coche de punto. El cochero, que mostraba una cicatriz en la frente, descargó un latigazo sobre el caballo y el vehículo se adelantó hacia la entrada de la estación.
—¿Cuándo lo hacemos? —preguntó Agar.
Pierce le entregó una guinea de oro.
—Cuando yo le avise —dijo. Luego, subió al coche y el vehículo se alejó, hundiéndose en la sombra nocturna cada vez más densa.
Hacia mediados de julio de 1854, Edward Pierce conocía la ubicación de tres de las cuatro llaves que necesitaba para robar las cajas. Dos llaves estaban en la alacena verde de la oficina del supervisor de tráfico del Ferrocarril Sureste. Una tercera colgaba del cuello de Henry Fowler. Estas tres llaves no representaban problemas importantes para Pierce.