Era un mestizo, más grande que un bulldog, y le habían afeitado partes del cuerpo. Pierce conocía la rutina: primero se entrenaba al animal joven en breves sesiones de pelea con un veterano viejo y sin dientes; luego se lo metía en la arena con un «perro de prueba», un animal prescindible aunque combativo. En el curso del encuentro con el perro de prueba el aprendiz adquiría las habilidades necesarias para matar. La práctica usual era afeitar las partes vulnerables del perro de prueba, con el fin de incitar al aprendiz a atacar esas zonas.
—Este animal —dijo Johnson— ha enseñado a más campeones de los que recuerdo. ¿Conoce el perro del señor Benderby, el que venció el mes pasado al campeón de Manchester? Pues bien, este animal entrenó al perro del señor Benderby. Y también al perro del señor Starrett, y… bueno, más de una docena, y todos los campeones. Y el otro día vino el señor Starrett, en persona, y quiso comprarlo. Dice que quiere fastidiar a un par de tejones. ¿Y sabe lo que me ofreció? Nada menos que cincuenta libras. ¿Y qué le contesté? Le dije que por nada del mundo, no vendo este animal por cincuenta libras.
Johnson meneó tristemente la cabeza.
—Y no quiero que cace tejones —dijo—. Los tejones no son rivales para un perro de pelea. No, no. Un buen perro de pelea tiene que enfrentarse con otros perros, o a lo sumo con las ratas —miró de reojo a Pierce.
—¿Quiere un perro parta cazar ratas? Tenemos animales entrenados especialmente —dijo el señor Johnson—. Algo más baratos, por eso lo digo.
—Quiero el mejor perro entrenado.
—Y le aseguro que lo tendrá. Vea, vea este verdadero demonio —Johnson se detuvo frente a una jaula. Dentro Pierce vio un bulldog que pesaba unos veinte kilos. El perro gruñó, pero no se movió—. ¿Ve? Tiene confianza en sí mismo. Ya ha dado un buen par de mordiscos a otros perros y está bien adiestrado. Perverso como el qué más. Sabe, algunos perros tienen instinto… no es posible enseñarles, nacen con el instinto de morder en el lugar exacto. Y éste tiene ese instinto.
—¿Cuánto? —preguntó Pierce.
—Veinte libras.
Pierce vaciló.
—Con la correa tachonada, el collar y el bozal, todo incluido —agregó Johnson.
Pierce permaneció en silencio.
—Le aseguro que se sentirá orgulloso, muy orgulloso.
Después de un largo silencio, Pierce dijo:
—Quiero el
mejor
perro que usted tenga —señaló la jaula—. Este perro no ha peleado nunca. No tiene cicatrices. Quiero un veterano entrenado.
—Y lo tendrá —dijo Johnson sin pestañear. Continuó caminando, y se detuvo dos jaulas más lejos—. Este tiene instinto de matador, le gusta la sangre, y como rápido… caramba, es más veloz que el ojo. La semana pasada le arrancó el cuello al perro del viejo Whitington, en el torneo de la taberna… Quizá usted estuvo allí y lo vio.
Pierce pregunto:
—¿Cuánto?
—Veinticinco libras, todo incluido.
Pierce miró un momento al animal, y luego dijo:
—Quiero el mejor perro que tenga aquí.
—Este es el mejor, se lo juro… el mejor perro de toda la jauría.
Pierce cruzó los brazos sobre el pecho y golpeteó el suelo con el pie.
—Se lo juro, señor, veinticinco libras, una maravilla para el caballero, y excelente en todos los aspectos.
Pierce se limitó a mirarlo.
—En fin —dijo Johnson, apartando la vista, como si se sintiese turbado—, hay otro animal, pero es muy especial. Tiene instinto de matador, ha probado la sangre, es muy ágil y resistente. Por aquí.
Condujo a Pierce fuera del patio cercado, y entró en otro sector donde había tres perros en jaulas un poco más grandes. Todos eran más pesados que los anteriores; Pierce calculó que debían pesar veinticinco kilos, quizá más. Johnson señaló la jaula de en medio.
—Este —dijo—. Me ha atacado a mí mismo —dijo—. Y tuve que frenarlo… un animal malvado de veras —Johnson se arremangó una manga de la camisa para mostrar una serie de cicatrices blancas—. Me las hizo esta bestia —dijo—, cuando me atacó, pero lo dominé, lo cuidé y lo entrené especialmente, porque tiene carácter, y usted sabe que el carácter es el todo.
—¿Cuánto? —dijo Pierce.
Johnson se miró las cicatrices del brazo.
—Pensaba reservarlo para…
—¿Cuánto?
—Con todo respeto, no puedo venderlo por menos de cincuenta libras.
—Le daré cuarenta.
—Vendido —dijo prontamente Johnson—. ¿Se lo lleva ahora?
—No —dijo Pierce—. Vendré a buscado dentro de unos días. Por el momento, guárdelo aquí.
—Entonces, ¿me dará una señal?
—Por supuesto —dijo Pierce, y entregó diez libras al individuo. Pidió a Johnson que abriese la boca del perro, verifico el estado de los dientes, y se marchó.
—Condenación —dijo Johnson después de marcharse Pierce—. Un hombre compra un perro entrenado, y lo deja ¿Qué significa esto?
El capitán Jimmy Shaw, pugilista retirado, dirigía la Cabeza de la Reina, una de las tabernas «deportivas» más famosas en la calle del Molino de Viento. El visitante que hubiese entrado en el local en la noche del 10 de agosto de 1854 habría presenciado el espectáculo más original, pues si bien la taberna se caracterizaba por el techo muy bajo, y era un lugar sórdido y barato, estaba ocupado en ese momento por toda clase de caballeros bien vestidos, que alternaban con buhoneros, vendedores ambulantes de alimentos, jornaleros y otros miembros de condición social humilde. Pero eso a nadie parecía importarle, pues todos compartían un sentimiento de nerviosa y estridente expectación. Además, casi todos habían traído perros. Eran animales de características muy variadas: bulldogs, terriers de distintos tipos y diferentes mestizos. Algunos descansaban en los brazos de sus propietarios; otros estaban atados a las patas de las mesas, o al posapiés del mostrador. Todos eran tema de intensa discusión y atento examen: se les sopesaba, se les palpaba las patas con el fin de determinar la resistencia de los huesos, y les abrían las fauces para examinar los dientes.
Un visitante podría haber observado luego que los pocos elementos decorativos de la Cabeza de la Reina indicaban idéntico interés por los perros. De las perchas colgaban collares de cuero claveteados; había perros disecados, guardados en sucios fanales, sobre el mostrador; sobre la chimenea, imágenes de distintos perros, entre ellas un famoso dibujo de Tiny, «el perro maravilloso», un bulldog blanco cuyas hazañas legendarias eran bien conocidas por todos.
Jimmy Shaw, una figura corpulenta con la nariz rota, se desplazó por el salón diciendo en voz alta: «Pidan lo que gusten caballeros». En la Cabeza de la Reina aun los caballeros más elegantes bebían ginebra caliente sin quejarse. Más aún, nadie parecía tener en cuenta la sordidez del ambiente.
O para el caso, a nadie parecía preocuparle que la mayoría de los perros exhibiese abundantes cicatrices en la cara, el cuerpo y las patas.
Sobre el mostrador, un cartel manchado de hollín decía:
TODO HOMBRE CON SU ANTOJO
LA CAZA DE RATAS EN LA REALIDAD
Y si alguien dudaba del sentido del cartel, sus dudas se disipaban a las nueve de la noche, cuando el capitán Jimmy ordenaba «abrir la pista», y todo el público se dirigía hacia el salón del primer piso; cada hombre llevaba su perro, y cada uno depositaba un chelín en la mano de un empleado antes de subir la escalera.
El primer piso de la Cabeza de la Rema era un salón amplio, de techo tan bajo como la planta inferior. Carecía totalmente de muebles, y en el centro estaba la pista —un círculo de dos metros de diámetro, cerrado por planchas de un metro veinte de altura—. El suelo de la pista estaba encalado, con una capa que se aplicaba todas las noches.
A medida que los espectadores llegaban al segundo piso, los perros reaccionaban vigorosamente, se agitaban en los brazos de sus propietarios, ladraban con energía, y tiraban de las correas.
El capitán Jimmy dijo con voz severa:
—Ahora, los caballeros que tienen antojos… háganlos callar —Y algunos intentaron obedecer la orden, pero con escaso éxito, sobre todo cuando apareció la primera jaula de ratas.
A la vista de las ratas, los perros ladraron y gruñeron fieramente. El capitán Jimmy sostuvo la oxidada jaula de alambre sobre su propia cabeza, balanceándola en el aire; contenía unas cincuenta ratas asustadas.
—Lo mejor de lo mejor, caballeros —anunció—. Todas ratas de campo, ni una sola rata de albañal. ¿Quién quiere empezar?
En el salón se habían reunido cincuenta o sesenta personas. Muchas se apoyaban en las tablas de madera que circundaban la pista. Todos tenían dinero, y regateaban animadamente. Imponiéndose al vocerío general, se alzó una voz:
—Probaré con veinte. Veinte de las mejores para mi perro.
—Pesen el perro del señor T. —dijo el capitán Jimmy, pues conocía al que había hablado. Los ayudantes se apresuraron a retirar el bulldog de los brazos de un caballero calvo de barba cana. El perro fue pesado.
—¡Trece kilos! —dijo una voz, y el perro fue devuelto a su dueño.
—Así es, amigos —dijo el capitán Jimmy—. Trece kilos pesa el perro favorito del señor T., y quiere probar con veinte ratas. ¿Digamos cuatro minutos?
El señor T. asintió.
—Caballeros, son cuatro minutos, y pueden cruzarse apuestas. Hagan sitio al señor T.
El caballero de barba cana se acercó al borde de la pista, siempre con el perro en brazos. El animal tenía manchas blancas y negras, y gruñó a las ratas que estaban enfrente. El señor T. azuzó al perro emitiendo él mismo gruñidos y rezongos.
—Que salgan —dijo el señor T.
El ayudante abrió la jaula y metió la mano desnuda para atrapar las ratas. El gesto era importante, porque demostraba que las ratas eran animales del campo, y no estaban infectadas por ninguna enfermedad. El ayudante seleccionó «veinte de las mejores», y las echó a la pista. Los animales se distribuyeron por todo el perímetro, y finalmente se agruparon en un rincón, formando una masa peluda.
—¿Estamos listos? —preguntó el capitán Jimmy, con un cronómetro en la mano.
—Listo —dijo el señor T., mientras excitaba a su perro con gruñidos y rezongos.
—¡Ataca! ¡Ataca! —Fue el grito de los espectadores, y varios caballeros, por lo demás muy dignos, gritaron y soplaron en dirección a las ratas, de modo que estas se erizaron y el miedo se convirtió en frenesí.
—¡Ahooooora! —gritó el capitán Jimmy, y el señor T. echó el perro a la pista.
Inmediatamente el señor T. se agazapó, de modo que su cabeza apenas sobresalía del círculo de madera, y en esta postura incitó a su perro, con instrucciones a grito pelado y gruñidos caninos.
El perro se abalanzó sobre la masa de ratas, lanzando dentelladas a los cuellos, como auténtico animal de pelea que era. En un momento mató tres o cuatro.
Los apostadores gritaban y aullaban tanto como el propietario que no apartaba los ojos del combate.
—¡Eso es! —gritó el señor T.—. Ya está muerta, suéltala, sigue ¡Grrrr! Bien, otra más, suéltala,
¡sigue!
¡Grrrrr!
El perro pasaba prontamente de un cuerpo peludo al siguiente. De pronto, una rata se le prendió del hocico, y no lo soltó; el perro no podía librarse de la rata.
—¡Sacúdela! ¡Sacúdela! —gritó la turba.
El perro se contorsionó, consiguió liberarse, y se arrojó sobre el grupo de ratas. Ya habían muerto seis, y los cuerpos yacían en la pista manchada de sangre.
—Dos minutos —llamó el capitán Jimmy.
—Adelante, Lover, adelante, Lover —gritó el señor T.— Vamos, chico. ¡Grrrrr! Ya está, suéltala. ¡Vamos, Lover!
El perro corría de un lado a otro, persiguiendo a su presa; la gente gritaba y golpeaba las tablas de madera para mantener la excitación de los animales. En cierto momento Lover tuvo cuatro ratas colgadas de la cara y el cuerpo, pero no cejó y con las fuertes dentelladas, desgarró a una quinta. En medio de la furiosa excitación, nadie vio a un caballero de barba rojiza y digno porte que se abría paso entre la gente y se detenía al lado del señor T., cuya atención continuaba totalmente concentrada en el perro.
—Tres minutos —anunció el capitán Jimmy. Varios espectadores gimieron.
Habían transcurrido tres minutos, y había matado sólo doce ratas; los que habían apostado al preferido del señor T. seguramente perderían su dinero.
El propio señor T. parecía no tener noción del tiempo. No apartaba los ojos del perro; ladraba y aullaba; retorcía el cuerpo, al mismo tiempo que su perro; rechinaba las mandíbulas y gritaba órdenes con voz ronca.
—¡La hora! —gritó el capitán Jimmy, alzando el cronómetro. La gente suspiró y se calmó. Retiraron a Lover de la pista; las tres ratas que habían quedado con vida fueron encerradas prontamente por los ayudantes.
El combate del perro con las ratas había concluido. El señor T. había perdido.
—Excelente actuación —dijo el hombre de la barba roja, como consuelo.
La paradoja implícita en la conducta del señor Edgar Trent en la Cabeza de la Reina —más aún, su presencia misma en un lugar de ese estilo— exigen cierta explicación.
En primer lugar, un hombre que era presidente de un banco, devoto cristiano y columna de la comunidad decente, jamás hubiera concebido la idea de relacionarse con miembros de las clases inferiores. Todo lo contrario: el señor Trent consagraba una medida considerable de tiempo y energía a mantener a esta gente en su lugar, y procedía así con el conocimiento seguro y cierto de que estaba contribuyendo a mantener el buen orden social.
De todos modos, en la sociedad victoriana había algunos lugares en los cuales todas las clases se mezclaban libremente, y uno de los principales estaba representado por los acontecimientos deportivos —el boxeo, los caballos, y por supuesto las peleas entre animales Todas estas actividades gozaban de mala reputación o eran directamente ilegales, y sus partidarios, reclutados en todas las capas sociales, compartían un interés común que les permitía ignorar el incumplimiento de los convencionalismos sociales en tales ocasiones Y si el señor Trent no advertía ninguna incongruencia en su propia presencia en un ambiente de buhoneros y vendedores ambulantes, no es menos cierto que estos, que generalmente guardaban silencio y se sentían incómodos en presencia de caballeros, mostraban la misma desenvoltura en tales episodios deportivos, y reían y alternaban libremente con hombres a quienes ni se habrían atrevido a rozar en circunstancias corrientes.