—
¡Jo-Beth!,
¡soy yo!
¡Jo-Beth!
Esta vez ella le oyó, y levantó la vista. Incluso a varios metros de distancia, Howie observó con claridad la razón de que ella tropezara. Horrorizado, aminoró el paso, sin darse apenas cuenta de lo que hacía. La Esencia había actuado en Jo-Beth. El rostro del que Howie se había enamorado en el restaurante «Butrick», el rostro por el que hubiera dado la vida, era una masa de excrecencias espinosas que le bajaban hasta el cuello y desfiguraban sus brazos. Durante un instante, que jamás se perdonó, Howie deseó que Jo-Beth no lo reconociera; deseó poder pasar junto a ella sin decirle nada. Pero Jo-Beth lo reconoció, y la voz que salió de aquella horrenda máscara fue la misma que le había dicho que lo amaba.
—Howie…, ayúdame… —dijo.
Él abrió los brazos y Jo-Beth se refugió en ellos. Su cuerpo estaba febril, agitado por estremecimientos.
—Pensé que no volvería a verte —dijo ella, cubriéndose el rostro con las manos.
—Jamás te hubiera abandonado.
—Por lo menos, ahora podemos morir juntos.
—¿Dónde está Tommy-Ray?
—Se ha ido.
—También nosotros debemos irnos —dijo Howie—. Salir de la isla lo antes posible. Algo terrible va a ocurrir aquí.
Ella se atrevió a mirarle; sus ojos eran tan claros y azules como siempre, y le miraban con el brillo de un tesoro en medio del fango. Esa visión indujo a Howie a apretarla más entre sus brazos, como para demostrarle (y demostrarse a sí mismo) que se había sobrepuesto a todo aquel horror. Pero no era cierto. La belleza de Jo-Beth que, en un principio, le había dominado, no existía ya. Tuvo que desviar la mirada más allá de su desaparición para ver a la Jo-Beth a quien amaría más tarde, pero iba a resultarle muy difícil. Apartó la vista de ella, y la dirigió hacia el mar. Las olas eran atronadoras.
—Tenemos que volver a la Esencia —dijo.
—¡No podemos! —respondió ella—. ¡
Yo
no puedo!
—
No tenemos
otra opción. Es el único camino de vuelta.
—Mira lo que me ha hecho —dijo ella—. ¡Me ha cambiado!
—Si no nos vamos ahora, nunca podremos volver —insistió Howie—. Así de sencillo. Si seguimos aquí, morimos aquí.
—Quizá fuese lo mejor —replicó ella.
—¿Por qué? —preguntó Howie—. ¿Cómo es posible que morir sea lo mejor?
—El mar nos matará de todas formas, nos deformará, nos retorcerá.
—No, si confiamos en él no. Entreguémonos a él. —Howie recordó su viaje hasta allí, flotando de espaldas, observando las luces. Si pensaba que el viaje de regreso iba a ser igual de agradable, se engañaba a sí mismo. La Esencia no era ya un sereno mar de almas. Pero, por otra parte, ¿qué alternativa tenían?
—Podemos seguir aquí —repitió Jo-Beth—, podemos morir aquí, juntos. Incluso si volviésemos… —comenzó a gemir de nuevo—, si volviésemos, yo no podría vivir así.
—Deja de llorar —dijo él—. Y deja de hablar de la muerte. Vamos a volver a Grove. Los dos. Si no por nosotros mismos, por lo menos para advertir a los demás.
—¿De qué?
—De que algo está cruzando la Esencia. Una invasión. Y se dirigen a nuestra tierra. Ésa es la razón de que el mar se agite de esa manera.
La conmoción en el cielo era igual de violenta. Tampoco había signo alguno, ni en el mar ni en el cielo, de espíritus luminosos. Por preciosos que fueran los momentos pasados en Efemérides, hasta el último de los soñadores había renunciado al viaje, y despertado. Howie les envidiaba la facilidad del pasaje. Poder, sin más, salirse de golpe de ese horror y encontrarse de nuevo en la propia cama. Sudoroso, quizá; asustado, seguro. Pero en casa. Suave y fácil. No era ésta, sin embargo, la suerte de los transgresores, como ellos, carne y sangre en lugar de espíritu. Ni tampoco, ahora que lo pensaba, la de los otros que estaban allí. Debía advertirles, aunque sospechaba que desoirían sus palabras.
—Ven conmigo —dijo.
Cogió de la mano a Jo-Beth y los dos volvieron a la playa, donde los demás supervivientes seguían reunidos. Muy poco había cambiado allí, aunque el hombre que antes estaba echado junto a la orilla había desaparecido, arrebatado, imaginó Howie, por la violencia de las olas, sin que nadie acudiera en su ayuda. Todos seguían en pie, como antes, con los ojos aún fijos en la Esencia. Howie se acercó al más próximo, un hombre que no sería mucho mayor que él, cuyo rostro parecía hecho a la medida de su actual vacuidad.
—Debéis iros de aquí —le dijo—. Todos debemos irnos.
La urgencia de su voz hizo algo por sacar al hombre de su torpor, pero no mucho. Lo más que salió de él fue un cansino:
—¡Ah!, ¿sí?
No hizo nada.
—Moriréis si seguís aquí —le dijo Howie; luego, levantó la voz sobre el ruido de las olas, y se dirigió a todos los demás—:
¡Moriréis!
—gritó—. Tenéis que volver a la Esencia, y dejar que ella os lleve de vuelta.
—¿A dónde? —preguntó el joven.
—¿Cómo que a dónde?
—Sí, ¿de vuelta
a dónde?
—Pues a Grove. Al lugar de donde habéis venido. ¿Es que no te acuerdas?
No obtuvo respuesta de ninguno de ellos. Quizá la mejor manera de provocar un éxodo, pensó Howie, fuese dar ejemplo.
—Ahora o nunca —le dijo a Jo-Beth.
Aún vio resistencia, tanto en su expresión como en su cuerpo. Tuvo que sujetarle la mano con fuerza y conducirla playa abajo, hacia las olas.
—Ten confianza en mí —dijo.
Jo-Beth no le respondió, pero tampoco se resistió ni trató de seguir en la playa. Estaba poseída de una angustiosa docilidad. «La única ventaja de esto —pensó Howie— es que quizás ahora la Esencia la deje en paz.» Howie no estaba muy seguro de que a él le tratara con la misma indiferencia, porque ahora no se sentía tan libre de tensa emoción como en el viaje de ida. En su interior hervía toda clase de sentimientos, y la Esencia podía reaccionar ante cualquier de ellos. El más fuerte de todos era el temor que sentía por su vida y por la de Jo-Beth; pero, inmediatamente después, estaba la confusión de repugnancia ante el aspecto de Jo-Beth y el remordimiento que esa repugnancia le inspiraba. El mensaje que se respiraba en el aire, sin embargo, era lo bastante urgente como para inducirle a correr playa abajo a pesar de sus inquietudes. Casi se trataba de una sensación física que le recordaba algún otro momento de su vida, y, por supuesto, algún otro lugar también; un recuerdo que no lograba identificar, pero daba igual, porque el mensaje estaba claro a más no poder. Los Iad, fueran quienes fuesen, causaban dolor, un dolor implacable, insoportable. Un holocausto en el que todas las propiedades de la muerte serían exploradas y celebradas excepto la virtud del apagón total, que se aplazaría hasta que el Cosmos se transformara en un solo gemido humano suplicando liberación. En algún lugar, Howie había sentido un atisbo de esto, en algún rincón de Chicago. Quizá su mente estuviese haciéndole un favor al negarse a recordarle dónde había sido.
Las olas estaban ya a un metro de distancia, y se levantaban en lentos arcos, resonando al romper en la playa.
—Bueno, ha llegado el momento —dijo a Jo-Beth.
La única respuesta de ella —una respuesta por la que se sintió tremendamente agradecido— consistió en apretarle más la mano, y, juntos, volvieron a hundirse en el transformador mar.
La puerta de la casa de Ellen Nguyen no le fue abierta por ella, sino por su hijo.
—¿Y tu mamá? —preguntó Grillo.
El chico no parecía encontrarse nada bien, aunque va no estaba en pijama, sino que llevaba unos vaqueros sucios y una camiseta aún más sucia.
—Pensé que te habrías ido —le dijo a Grillo.
—¿Por qué?
—Todo el mundo se ha ido.
—Eso es cierto. —¿Quieres entrar?
Querría ver a tu mamá.
—Está ocupada —respondió Philip, pero le dejó entrar de todas formas.
La casa estaba en más caos todavía que la vez anterior. Por todas partes se veían restos de comidas improvisadas. Creaciones de un
gourmet
precoz, se dijo Grillo: perritos calientes y helado.
—¿Dónde está tu mamá? —volvió a preguntar Grillo al niño.
Éste señaló la puerta del dormitorio, cogió un plato con comida a medio terminar y se fue.
—Espera —dijo Grillo—, ¿está enferma?
—No, qué va —contestó el chico. Parecía no haber dormido ocho horas en varias semanas, pensó Grillo, mirándole—. Lo que pasa es que ya no sale —añadió el pequeño—, excepto de noche.
Esperó a que Grillo le contestase con un movimiento de cabeza y luego se fue a su cuarto, habiéndole facilitado toda la información que se consideraba obligado a dar.
Grillo oyó al chico cerrar la puerta, dejándole a solas para que meditase esa cuestión. Los recientes sucesos no habían dejado a Grillo mucho tiempo que dedicar a sueños eróticos, pero las horas pasadas allí, en aquella misma habitación donde Ellen estaba encerrada, ejercían una fuerte influencia en su mente y en su bajo vientre. A pesar de lo temprano que era, de lo fatigado que estaba, y de las desesperadas circunstancias por las que Grove pasaba, una parte de Grillo exigía terminar el asunto que la vez anterior había quedado inconcluso: hacer el amor como era debido con Ellen una sola vez antes de emprender el viaje bajo tierra.
Se acercó a la puerta del dormitorio y llamó. La única res puesta que obtuvo fue un gemido.
—Soy yo, Grillo, ¿puedo entrar?
Y, sin esperar respuesta, dio la vuelta al picaporte. La puerta no estaba cerrada con pestillo y Grillo pudo abrirla unos centímetros, pero había algo que la impedía abrirse más. Empujó fuerte, más fuerte. Una silla, encajada bajo el picaporte al otro lado, resbalo ruidosamente. Y Grillo pudo abrir, por fin.
Al principio pensó que Ellen se hallaba sola en la habitación. Enferma y sola. Estaba echada en una cama sin hacer, con la bata puesta, pero sin atar, y abierta. Debajo de la bata no llevaba nada puesto. Volvió lentamente el rostro hacia Grillo, y cuando lo vio —sus ojos relucían en la rancia oscuridad—, tardó varios segundos en reaccionar con una respuesta cualquiera.
—¿Pero eres tú, de verdad? —dijo.
—Pues claro, quién iba a ser…
Ellen se incorporó un poco y se cubrió el cuerpo con la parte inferior de la bata. No se había depilado desde la vez anterior, pensó Grillo. Se diría que casi ni había salido de la habitación, la cual apestaba a prolongada residencia.
—No debieras…
ver
—dijo Ellen,
—Ya te he visto desnuda en otra ocasión —murmuró él—. Quería volverte a ver.
—No, si no me refería a
mi
—dijo ella.
Grillo no comprendió sus palabras hasta que los ojos de Ellen se desviaron de él y miraron al rincón más apartado de la habitación
.
Los de Grillo siguieron su mirada, y vio, en el fondo, muy sumergida en la sombra, una silla, y en ella algo que, al entrar en la habitación, él había tomado por un montón de ropa, pero no lo era. La palidez no era hilo, sino piel desnuda, los pliegues eran de un hombre sentado, desnudo con el cuerpo inclinado hasta casi doblarse en dos, la frente apoyada en las manos cerradas. Tenía las muñecas atadas, y la cuerda bajaba hasta los tobillos, que también testaban atados el uno al otro.
—Es Buddy —dijo Ellen, en voz baja.
Al oír su nombre, el hombre desnudo levantó la cabeza. Grillo no había llegado a ver más que los últimos restos del ejército de Fletcher, pero eso le bastó para reconocer ahora el aspecto que tenían cuando su vida comenzaba a apagarse, porque era exactamente como el de aquel hombre, que no era el verdadero Buddy Vance, sino un destello de la imaginación de Ellen, algo que sus deseos habían evocado y formado. El rostro estaba prácticamente intacto todavía: quizás Ellen lo había evocado con más precisión que el resto de su anatomía. Estaba muy arrugado —casi arado—, pero era, sin duda alguna, carismático. Cuando se irguió, aunque no se levantó de la silla, Grillo pudo ver la otra parte, la segunda más detallada, de su cuerpo. El cotilleo de Tesla era, como siempre, exacto. Aquella alucinación le colgaba como a los asnos. Grillo se lo quedó mirando hasta que la voz del hombre lo sacó de su envidiosa contemplación.
—¿Con qué derecho entras aquí? —preguntó.
El hecho de que aquel artefacto tuviese suficiente fuerza de voluntad para hablar dejó perplejo a Grillo.
—Silencio —le ordenó Ellen.
El hombre la miró, mientras forcejeaba con sus ataduras.
—Anoche quiso irse —dijo Ellen a Grillo—, no sé por qué razón.
Grillo sí la sabía, mas no dijo nada.
—Yo no le dejé, por supuesto. Le gusta que lo aten así. Solíamos jugar mucho a este juego.
—¿Quién es este hombre? —preguntó Vance.
—Grillo —respondió Ellen—. Ya te he hablado de Grillo.
Se sentó en la cama con la espalda apoyada contra la pared, los brazos descansando sobre las rodillas. Así mostraba el coño a la mirada de Vance, que lo miró fijo, agradecido, mientras ella seguía hablando:
—Ya te he hablado de Grillo —repitió ella—. Hicimos el amor, ¿verdad, Grillo?
—¿Por qué? —preguntó Vance—, ¿por qué me castigas así?
—Cuéntaselo, Grillo —dijo Ellen—. Quiere saberlo.
—Sí —intervino Vance, cuyo tono de voz, de pronto se había vuelto vacilante—, cuéntamelo. Haz el favor de contármelo.
Grillo no sabía si vomitar o echarse a reír. Pensaba que la última escena que había representado en aquella habitación ya era bastante perversa de por sí; pero aquello la sobrepasaba. Un sueño: un hombre muerto maniatado, que suplicaba ser castigado con un informe de actos sexuales cometidos por un hombre vivo con su amante.
—Anda, cuéntaselo —repitió Ellen.
El extraño tono de su petición dio a Grillo fuerza para hablar.
—Éste no es el verdadero Vance —dijo, disfrutando con la idea de desnudar a Ellen de ese sueño, mas ella se le había adelantado.
—Lo sé perfectamente —dijo, ladeando la cabeza para contemplar mejor a su prisionero—. Ha salido de mi mente —siguió mirándole—, y yo me he ido de la mía.
—No —contestó Grillo.
—Está muerto —añadió Ellen, bajo—: está muerto, pero sigue aquí. Sé que no es real, mas sigue aquí. De modo que, ya ves, debo de estar loca.
—No, Ellen, esto ocurre por lo sucedido en la Alameda. ¿No te acuerdas?, ¿el hombre que ardió? Tú no eres la única.
Ella asintió, tenía los palpados entornados.