El gran espectáculo secreto (86 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Vete de aquí —le repitió Tesla—. Sal de toda esta basura.

Grillo asintió, sabiendo que allí no serviría de nada a Tesla, y se fue, a trompicones, cruzando el aire sucio, la luz del sol, que se había más luminosa cuanto más se alejaba de la casa; las imágenes de los inocentes muertos no bloqueaban ya su pensamiento. Al dar la vuelta a la esquina y verse de nuevo ante la colina, recordó de pronto la información que no había sabido dar:
Hotchkiss ha muerto;
asesinado; con la cabeza aplastada. Alguien o algo habían cometido aquel crimen, y sus asesinos aún andaban sueltos por Grove. Grillo pensó que debía volver para decírselo a Tesla, para advertirla. Esperó un momento para dar tiempo a que se apartasen de su córtex las imágenes que la proximidad del Iad le había sugerido. No se fueron del todo, y Grillo sabía que en cuanto volviese hacia la casa volverían a atormentarle con renovada intensidad. El aire envenenado que se las había imbuido se extendía, y lo rodeaba otra vez. Antes de que llegase a confundirle de nuevo, Grillo sacó una pluma que había cogido en el motel por si la necesitaba para tomar notas. También tenía papel, cogido del mostrador de recepción, pero el desfile de crueldad volvía de nuevo a su mente, y Grillo temió perder el hilo de su pensamiento mientras buscaba el papel, de modo que apuntó a toda prisa el nombre en el dorso de su mano.

—Hotchk… —No pudo escribir más. Sus dedos perdieron fuerza para sujetar la pluma, y su mente para retener otra cosa que no fuese la compasión por tantos inocentes muertos y la obsesión de que debía ver a Tesla. Mensaje y mensajero, convertidos en una sola carne. Volvió, tambaleándose, a penetrar en la influencia de la nube del Iad. Pero cuando llegó al lugar donde hacía un momento estaba la mujer que gritaba en susurros, la vio más cerca todavía de la fuente de todas aquellas crueldades, tan cerca que dudó de que su cordura pudiera resistir si se atrevía a seguirla allí.

De pronto, muchas cosas cobraron sentido en la mente de Tesla, y no fue la menos importante de todas el ambiente de expectación que había captado en la Curva, en especial al pasar sobre la ciudad, y que en ese momento sentía de nuevo. Había visto la detonación de la bomba y la destrucción de la ciudad, en una película sobre Oppenheimer. Las casas y las tiendas que tanto la habían intrigado fueron construidas para que saltaran por los aires, convertidas en pura ceniza, a fin de que los creadores de la bomba pudieran observar las consecuencias de la furia de su criatura. No era de extrañar que Tesla hubiera pensado ambientar allí una película de dinosaurios. Su instinto dramático había sido perspicaz. Aquélla
era
una ciudad en espera del día del Juicio Final. Era, ni más ni menos, el monstruo que había salido mal. ¿Qué mejor lugar para que Kissoon escondiera la prueba de su crimen? Cuando la explosión se produjera, todos los cadáveres quedarían consumidos. Tesla se imaginaba muy bien el perverso placer de Kissoon al preparar tan complicada solución, sabiendo que la nube que destruiría al Enjambre iba a ser una de las imágenes más indelebles del siglo.

Pero el cálculo le había salido mal, porque Mary Muralles lo dejó atrapado en la Curva, y hasta que encontrara un nuevo cuerpo en el que escapar, tendría que continuar allí, prisionero, esperando perpetuamente el momento de la detonación. Había vivido allí como un hombre con el dedo metido en la grieta del dique, sabiendo que, en el momento que se descuidase, el dique reventaría y acabaría con él. No era de extrañar que la palabra Trinidad causara tal confusión en sus pensamientos. Era el nombre de su terror.

¿Habría alguna manera de utilizar el conocimiento del hecho contra el Iad? Se le ocurrió una extraña posibilidad al volver a entrar en la casa, pero se dijo que necesitaría la ayuda de Jaffe.

Era difícil retener concatenaciones coherentes de pensamientos en medio de la inmundicia que el abismo vomitaba, pero Tesla había mantenido a raya influencias nefastas en otras ocasiones, tanto de directores de cine como de brujos, y esta vez también pudo librarse de lo peor. Lo malo era que aquella atmósfera hacía más fuerte cuanto más se acercaban los Iad. Tesla trató de no calcular el alcance de la corrupción que sobrevendría si eso, que no era más que un levísimo rumor de su llegada, podía afectar de tal manera la psique humana. En sus intentos de adivinar la naturaleza de aquella invasión, jamás se le había pasado por la imaginación la posibilidad de que el arma de los invasores fuese la locura. Pero quizá lo fuera. Aunque se sentía capaz de mantener a distancia aquel asalto durante algún tiempo, era evidente, y eso lo sabía ella, que, tarde o temprano, tendría que rendirse, porque no había mente humana que se pudiera defender del mal para siempre, y no le quedaría más alternativa, entre tantos horrores, que acabar refugiándose en la locura. Los Uroboros del Iad, entonces reinarían en un planeta habitado por lunáticos.

Jaffe estaba ya cerca del colapso mental, eso saltaba a la vista. Tesla lo encontró a la entrada de la habitación donde había ejercido el Arte. El espacio, a su espalda, había caído en poder del abismo. Mirando por el vano de la puerta, Tesla comprendió de verdad por primera vez la razón de que la Esencia recibiera el nombre de mar. Olas de oscura energía golpeaban la orilla del Cosmos, su espuma se esparcía por todo el abismo. Más allá de éste, Tesla vio otro movimiento, que sólo pudo captar un instante. Jaffe había hablado de montañas móviles; y de pulgas. Pero la mente de Tesla se concentró en otra imagen para identificar a los invasores. Eran gigantes. Los terrores vivos de sus primeras pesadillas. Con frecuencia, en aquellos encuentros oníricos de su niñez, los gigantes tenían el rostro de sus padres un hecho al que su psiquiatra había concedido gran importancia. Pero ésos eran gigantes de otro tipo. Si tenían rostro, lo que Tesla dudaba, no era posible reconocerlo como tal. Una cosa había segura: no tenían nada que ver con la idea que se suele tener de padres cariñosos.

—¿Ves? —preguntó Jaffe.

—Sí —respondió ella.

Jaffe repitió la pregunta, y esta vez, su voz le sonó a Tesla más ligera que nunca:

—¿Ves, papá?


¿Papá?
—repitió Tesla.

—No tengo miedo, papá —prosiguió la voz que salía del Jaff—. No me harán daño. Soy el Chico de la Muerte.

Tesla comprendió que Jaffe no sólo veía con los ojos de Tommy-Ray, sino que hablaba con la voz de éste. El padre había desaparecido en el hijo.

—¡Jaffe! —gritó Tesla—. Escúchame. ¡Necesito tu ayuda!
¡Jaffe!

Pero él no respondió. Evitando mirar al abismo como mejor pudo, Tesla se le acercó y le cogió por la andrajosa camisa, tirando de él hacia la puerta de la calle.


¡Randolph!
—le dijo—, tienes que hablarme.

El otro sonrió. No fue una expresión que entonase con aquel rostro; era la sonrisa de un príncipe californiano, grande y dentuda. Tesla le soltó.

—¡Para lo que me servirías! —dijo.

No podía perder el tiempo tratando de sacarle de la aventura que estaba compartiendo con Tommy-Ray. Lo que había pensado hacer tendría que llevarlo a cabo ella sola. Era una idea de concepción sencilla, pero muy difícil de ejecución —si no imposible. No tenía otra alternativa. Ella no era una gran bruja. No podía cerrar el abismo. Pero sí intentar
moverlo.
Ya había probado dos veces que tenía poder para entrar y salir de la Curva. Para disolverse —y disolver a otros— en pensamiento. Y para llevarles a Trinidad. ¿Por qué no intentar mover materia muerta?, ¿madera, por ejemplo, y yeso? ¿O un pedazo de casa?
¿Esta
parte de
esta
casa? ¿Podría conseguir disolver la tajada del Cosmos que ella y el abismo ocupaban, y trasladarla al Punto Cero, donde tictaqueaba una fuerza capaz de derrocar a los gigantes antes de que tuvieran tiempo de esparcir su locura?

No tenía respuestas a tales preguntas a este lado del problema. Si fracasaba, la respuesta sería negativa. Así de sencillo. Tendría unos minutos de consuelo mental ante su fracaso antes de que su mente, su fracaso y todas sus pretensiones de brujería perdieran importancia frente a la catástrofe total.

Tommy-Ray había empezado de nuevo a hablar, y su monólogo degeneraba un mero charloteo incoherente.

—…arriba como Andy… Sólo que más arriba…, ¿me ves, papá?, arriba como Andy… ¡Veo la orilla! ¡Veo la orilla!

Eso, por lo menos, tenía sentido. Tommy-Ray se hallaba a poca distancia del Cosmos, lo que significaba que también los Iad estaban cerca.

—…Chico de la Muerte… —volvió a decir Tommy-Ray—. Soy el Chico de la Muerte…

—¿No puedes desconectarle? —preguntó Tesla a Jaffe, sabiendo que era como hablar a una pared.

—¡Qué estupendo! —gritaba el muchacho—. ¡Ya llegamos! ¡Ya…
estamos…
aquí!

Tesla no miró al abismo para ver si los gigantes eran visibles, aunque sentía fuertes tentaciones de hacerlo. Ya llegaría el momento en que tendría que mirar al ojo del huracán, pero ese momento no había llegado aún. No estaba serena. Tampoco
preparada.
Retrocedió otro paso, hacia la entrada principal, y cogió el quicio de la puerta. Parecía firme y sólido. El sentido común de Tesla protestó ante la idea de poder siquiera mover con la mente tanta firmeza, tanta solidez, para llevarlo a otro lugar y a otro tiempo. Pero, de inmediato, ella respondió a su sentido común que dejara ya de joder. El sentido común y la locura que el abismo vomitaba no eran opuestos. La razón podía ser cruel; la lógica, locura. Había otro estado mental que echaba a un lado tan ingenuas dicotomías, que extraía el poder del ser
entre
distintos planos de existencia.

Serlo todo para todo el mundo.

Tesla recordó de pronto lo que había dicho D'Amour sobre el rumor de que había un salvador. Ella había pensado que se refería a Jaffe, pero estaba claro que había ido demasiado lejos en su búsqueda.
Ella misma
era el salvador. Tesla Bombeck, la mujer salvaje de Hollywood, vuelta del revés y resucitada.

Ese descubrimiento le dio nueva fe; y, con la fe, un sencillo atisbo de hasta qué punto iba a serle posible hacer realidad su plan. No trató de expulsar de sus oídos los gritos estúpidos de Tommy-Ray, ni de apartar la vista del espectáculo de un Jaffe lacio y derrotado, o incluso arrojar de sí la estupidez de que lo sólido pudiese convertirse en pensamiento y el pensamiento fuese capaz de mover lo sólido. Todo ello formaba parte de su ser, incluso la duda. Quizá, sobre todo, la duda. No tenía necesidad de negar las confusiones y las contradicciones para ser poderosa; lo que necesitaba era, por el contrario, abrazarlas. Devorarlas con la boca de su mente, masticarlas hasta hacerlas puré, y, luego, tragarlas. Todas ellas eran comestibles. Tanto lo sólido como lo no sólido, tanto este mundo como el otro. Todo era un simple banquete comible y movible. Y ahora sabía que nada sería capaz de impedirle agregarse al banquete.

—Ni tú misma siquiera —dijo, y se sentó a comer.

Al llegar Grillo a dos pasos de distancia de la puerta principal, los inocentes volvieron a apoderarse de él; en esta ocasión, su ataque fue más implacable que las anteriores al hallarse a tan poca distancia del abismo. Se sintió sin tuerza para seguir andando, ni hacia delante ni hacia atrás, mientras las brutalidades crecían y se esponjaban en su interior. Le parecía estar pisando cuerpecitos ensangrentados que volvían hacia él sus rostros doloridos, pero él sabía que no podía hacer nada por ellos. Por lo menos en aquel momento. La sombra que se movía a través de la Esencia llevaba consigo el fin de toda clemencia. Y su reino no tendría fin. Nunca se vería sometida a juicio; nadie, jamás, le pediría cuentas.

Alguien pasó junto a él, camino de la puerta. Era una forma apenas visible en el aire denso con el sufrimiento. Grillo trató de captar la imagen sólida del hombre, pero sólo pudo asirse a un brevísimo atisbo de un rostro violento y primitivo, de bastas facciones y mandíbula prominente. El hombre, después de pasar por su lado, entró en la casa. Un temblor del suelo en torno a sus pies desvió la mirada de Grillo de la puerta hacia abajo. Los rostros de los niños seguían siendo visibles, pero el horror cobraba una calidad nueva. Serpientes negras, gruesas como su brazo, reptaban sobre los niños siguiendo a aquel hombre dentro de la casa. Aterrado, Grillo avanzó un paso, en la vana esperanza de matar una de aquellas serpientes, o todas ellas, a pisotones. El paso le acercó más al borde de la locura, y eso, paradójicamente, fortaleció su cruzada. Avanzó un segundo paso, y un tercero, tratando de poner el tacón sobre las cabezas de aquellas bestias negras. Con el cuarto paso cruzó el umbral de la casa, y así entró en otra locura completamente distinta.

—¿Raúl?

De toda la gente que conocía…, Raúl.

Precisamente cuando se había preparado para la tarea con la que tenía que enfrentarse, aparecía Raúl por la puerta. Su aspecto era tan terrible que Tesla lo hubiera achacado a alguna aberración mental suya de no ser porque ahora estaba más segura que nunca de la exactitud del funcionamiento de su mente. No se trataba de una alucinación. Era él, Raúl, en carne y hueso, con el nombre de ella en los labios y una expresión de bienvenida en el
rostro.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Tesla, sintiendo que el dominio de la situación se le escapaba.

—Vengo a por ti —fue su respuesta.

En sus palabras y a los pies del recién llegado, Tesla vio, con siniestra certidumbre, lo que Raúl quería decir, porque los lixes se deslizaban detrás de él, y entraban en la casa.

—¿Qué has hecho? —preguntó Tesla.

—Ya te lo he dicho —replicó él—, vengo a por ti. Todos venimos a por ti.

Tesla dio un paso atrás, pero el abismo ocupaba la mitad de la casa, y los lixes vigilaban la puerta, de modo que la única escapatoria que tenía eran las escaleras. Y esto, en el mejor de los casos, no sería más que una tregua. Arriba quedaría cogida en una trampa, en espera de que subieran a buscarla como a ellos les conviniera. Claro es que tampoco tendrían que tomarse esa molestia, porque, en cuestión de minutos, los Iad estarían en el Cosmos, y después de eso, la muerte sería lo más deseable. Tenía que seguir allí, con lixes o sin ellos. Su asunto estaba allí, y tenía que resolverlo rápidamente.

—Apártate de mí —le dijo a Raúl—. Ignoro por qué estás aquí, pero
¡guarda las distancias!

—He venido a ver la llegada —replicó Raúl—. Podemos esperar aquí juntos si quieres.

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