El gran espectáculo secreto (73 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Ha estado por aquí —aseguró Tesla.

Nadie necesitó preguntarle cómo lo sabía. Incluso sin tener los sentidos agudizados por el Nuncio, resultaba evidente que el ambiente del bosque estaba cargado de expectación. Los pájaros no se habían ido, pero tenían demasiado miedo para cantar.

Witt los condujo hasta el claro. Su sentido de la orientación era propio de un hombre que siempre sabía con exactitud a dónde quería ir.

—¿Visitaba usted este lugar con frecuencia? —le preguntó Grillo, medio en broma.

—No venía casi nunca —respondió Witt.

—Deteneos —susurró Tesla de pronto.

El claro estaba justo ante ellos, visible entre los árboles. Ella lo señaló con un movimiento de cabeza.

—Mirad.

Aun metro de distancia, o dos, al otro lado de la barricada de la Policía tuvieron la prueba indudable de que el Jaff se había refugiado allí: uno de los
terata,
demasiado débil y herido para recorrer los últimos metros que le separaban de las cuevas, se retorcía sobre la hierba. Pasaba así los últimos momentos de su vida, y su disolución se concretaba en una enfermiza luminiscencia.

—No puede hacernos daño —dijo Grillo, a punto de salir al claro.

Pero Tesla le cogió del brazo.

—Espera, puede poner al Jaff sobre aviso. No sabemos cómo contacta con esos seres. No tenemos necesidad de seguir adelante. Ya sabemos que se encuentra allí.

—Es verdad.

—Vamos a buscar a Hotchkiss.

Comenzaron a desandar el camino.

—¿Sabe dónde vive? —preguntó Grillo a Witt, en cuanto estuvieron a alguna distancia del claro.

—Yo sé dónde vive todo el mundo —dijo Witt—; mejor dicho, donde vivían.

La vista de las cuevas parecía haberle puesto nervioso, lo que hizo crecer en Grillo la sospecha de que, a pesar de lo que afirmaba de que apenas iba por allí, aquel paraje era una especie de lugar de peregrinación para él.

—Conduzca a Tesla a casa de Hotchkiss —dijo Grillo—, allí nos veremos.

—¿A dónde vas? —quiso saber Tesla.

—Quiero cerciorarme de si Ellen ha abandonado.

—Es una mujer sensata —fue la respuesta—. Seguro que se ha ido.

—De todas formas voy a comprobarlo —insistió Grillo, nada dispuesto a ser disuadido de su idea.

Los dejó en el coche y anduvo en dirección a la casa de Ellen Nguyen, dejando a Tesla la tarea de que Witt apartase la mirada del bosque. Cuando Grillo dio la vuelta a la esquina, aún no lo había logrado. Witt tenía la vista clavada en los árboles, como si aquel claro le recordase algún pasado compartido y no le fuese posible apartar la mirada de él.

III

No fue Howie el que acudió en ayuda de Jo-Beth, sumida en su solitario terror, ni quien la levantó en volandas y la llevó —con los ojos casi siempre cerrados (y, cuando los abrió, anegados en lágrimas)— al lugar que había entrevisto brevísimamente cuando ella y Howie nadaron juntos en la Esencia: la Efemérides. Había en el elemento un comienzo de inquietud que la levantaba a flote, pero ella seguía tan ignorante de esta circunstancia como de la proximidad de la isla. Otros, sin embargo, no lo ignoraban, y si Jo-Beth hubiese estado más consciente de lo que la rodeaba, hubiera visto una agitación sutil, pero inconfundible, invadir a las almas que nadaban en el éter de la Esencia. Sus movimientos no eran tan firmes, y algunas —quizá las más sensibles al rumor que el éter transmitía— dejaron de avanzar y quedaron como colgadas en la oscuridad, a semejanza de estrellas ahogadas. Otras se hundieron más y más en el éter, esperando evitar así el cataclismo cuya inminencia se rumoreaba. Y aun hubo otras, muy pocas aún, que salieron de allí, y despertaron en su cama en el Cosmos, contentas de verse fuera de peligro. Para la mayoría, sin embargo, el mensaje fue tan silencioso que no pudieron oírlo; o, si lo oyeron, el placer de estar en la Esencia venció cualquier inquietud. Se levantaron y cayeron, se levantaron y cayeron, y su camino, en casi todos los casos, les llevó por el mismo que Jo-Beth recorría: hacia la isla del mar de los sueños.

Efemérides

El nombre resonaba en la mente de Howie desde la primera vez que lo oyó en labios de Fletcher.

«¿Qué hay en Efemérides?», había preguntado, pensando que se trataba de alguna isla paradisíaca; mas las palabras de su padre no fueron muy clarificadoras.
El Gran Espectáculo Secreto,
le dijo, respuesta que, a su vez, planteaba una docena de preguntas. Y en ese momento, cuando vio la isla ante sus ojos, Howie lamentó no haber preguntado con más persistencia. Incluso a aquella distancia, estaba muy claro que su idea del lugar se había quedado espectacularmente corta. De la misma manera que la Esencia no era un mar en el sentido más convencional de la palabra, Efemérides exigía una revisión de lo que la palabra isla significaba. Para empezar, no se trataba de una sola masa de tierra, sino de muchas, cientos quizás, unidas entre sí por arcos rocosos, y el archipiélago entero semejaba una vasta catedral flotante; sus puentes eran los contrafuertes; las islas, torres que crecían en altura a medida que se hallaban más próximas a la isla central, de la que se levantaban hasta el cielo gruesas y compactas columnas de humo. La semejanza resultaba demasiado grande para tratarse de una nueva coincidencia. Esa imagen era, evidentemente, la inspiración subconsciente de todos los arquitectos del Mundo. Los constructores de catedrales y torres, incluso —¿por qué no?— los niños que juegan con ladrillos de juguete, tuvieron, sin duda, ese lugar de ensueño en lo más hondo de su mente, y le rindieron homenaje de la mejor manera que cada uno sabía. Pero sus obras maestras no podían pasar de ser meras aproximaciones, componendas con la fuerza de la gravedad y las limitaciones del medio. Ni tampoco aspirarían jamás a emular obra tan grandiosa. La isla de Efemérides tenía varios kilómetros de anchura, pensó Howie, y no había trecho alguno de ella que no hubiese sentido el contacto del genio. Si se trataba de un fenómeno natural (¿y quién era capaz de decir lo que es
natural
en un lugar de la mente?), no cabía duda de que la Naturaleza había pasado por un frenesí de fantasía al hacer que la materia sólida se lanzase a juegos de que sólo las nubes o la luz eran capaces en el mundo que Howie había abandonado, al construir torres, finas como juncos, sobre las que se sostenían, en equilibrio, globos del tamaño de casas; al hacer colinas en espiral, peñascos como senos y perros y los restos de alguna enorme mesa Muchas eran las semejanzas, pero no había ninguna que pareciera deliberada a Howie. Un fragmento en el que había creído ver un rostro era parte de otra semejanza de la que se percató después; y cualquier interpretación estaba sujeta a cambio constante. Quizá todas ellas fuesen acertadas, todas deliberadas. Tal vez ninguna lo fuese; y, entonces, ese juego de las semejanzas sería, como la creación del muelle cuando Howie estaba a punto de llegar a la Esencia, la forma elegida por su mente de domar la inmensidad. Pero, en ese caso, estaba claro que su mente había fracasado, como en la isla central del archipiélago, que se levantaba, erecta y firme, de la Esencia, o el humo que salía de incontables fisuras abiertas en sus muros y se levantaba al cielo con la misma verticalidad. Su cima estaba oculta por el humo; pero, fuera cual fuese el misterio que acechaba en ella, era néctar para las luces del espíritu, que se elevaban hacia ella, liberadas de carne y de sangre, sin entrar en el humo, pero rozando su plenitud, Howie se preguntó si seria miedo lo que les impedía entrar en el humo, o si éste era una barreta más sólida de lo que a primera vista parecía. Quizá, si se acercaba más, descubriera la respuesta. Ansioso de verse allí lo antes posible, apresuró el paso, añadiendo al flujo de la marea el impulso de manos y de pies, de modo que, a los diez o quince minutos de ver por primera vez Efemérides, ya ascendía a su playa. Estaba oscuro, aunque no tanto como en la Esencia, y notó que el suelo era áspero en la palma de las manos. No se trataba de arena, sino de excrecencias, como coral. ¿Era posible, se preguntó, que el archipiélago hubiese sido creado de la misma manera que aquella isla que acababa de ver flotando entre las fruslerías de la casa de Vance, y que crecía en torno a cuerpos de seres humanos caídos en la Esencia? En ese caso, ¿cuánto tiempo hacía de la caída de éstos en el mar de los sueños para que hubiesen llegado a adquirir tales proporciones?

Howie comenzó a ascender por la playa, prefiriendo la parte izquierda a la derecha, pues, cada vez que se veía ante la bifurcación de un camino cuyos dos ramales desconocía, siempre optaba por el izquierdo. Se mantuvo cerca del mar, esperando ver a Jo-Beth en la playa, llevada allí por la misma marea que le había capturado a él. Una vez fuera de las sedantes aguas, el cuerpo de Howie, ya no sostenido ni acariciado, sintió latir de nuevo inquietudes que el mar había calmado. La primera de ellas era que podría pasarse días, semanas incluso, buscando por el archipiélago sin encontrar a Jo-Beth. La segunda, que, aun cuando diese con ella, todavía debería enfrentarse con Tommy-Ray. Y éste no estaba solo: había llegado a la casa de Vance acompañado de un séquito de fantasmas. La tercera, y la menos importante de sus preocupaciones, se convertía en aquel lugar en la más grave de todas: algo estaba cambiando en la Esencia. No importaba qué palabras serían las idóneas para definir esta realidad; si había alguna otra dimensión o estado mental, también carecía de importancia. Todo ello, probablemente, era uno y lo mismo. Lo que en verdad importaba era la
santidad
del lugar. Howie no dudaba ni por un momento que todo lo que había aprendido sobre la Esencia y sobre Efemérides era cierto. Ése era el lugar del que procedía todo cuanto su especie sabía de la gloria. Un lugar constante, de reposo, donde el cuerpo quedaba relegado al olvido (excepto en el caso de intrusos, como él mismo), y donde el alma soñadora levantaba el vuelo, un lugar de misterio. Pero había indicios sutiles, y algunos lo eran tanto que Howie no hubiera sido capaz de identificarlos, de que aquel lugar de sueños no era seguro. Las pequeñas olas que rompían en la playa, con su azulada espuma, no eran tan rítmicas como cuando Howie salió del mar. El movimiento de las luces de la Esencia también parecía haber cambiado, como si algo estuviese desequilibrando el sistema. Howie dudaba de que la simple intrusión de carne y sangre del Cosmos fuese responsable de aquello.

La Esencia era amplia, y disponía de medios para lidiar con aquellos que se resistían a la calma de sus aguas: él había visto ya ese mecanismo en pleno funcionamiento. No, lo que perturbaba la tranquilidad de la Esencia tenía que ser algo más que la simple presencia de alguien como él, o la de cualquiera de los invasores del otro lado.

Howie no tardó en encontrar pruebas de este desequilibrio en la playa. Una puerta, pedazos de muebles rotos, cojines, e, inevitablemente, fragmentos de la colección de Vance. A escasa distancia de esos tristes restos, en torno a una curva de la playa, Howie encontró esperanzas de que la marea hubiese llevado a Jo-Beth allí: otra superviviente. Se hallaba en el borde mismo de la Esencia, de cara al mar. Si le oyó acercarse, no volvió la cabeza. Su postura (los brazos caídos a lo largo del cuerpo, los hombros hundidos) y la fijeza de su mirada hacían pensar que alguien la tuviese hipnotizada. Por reacio que se sintiera a romper su pasmo, si es que era así como ella había decidido enfrentarse con el
shock
de un cambio tan radical, Howie se vio forzado a intervenir:

—Dispénseme —dijo, sabiendo que la cortesía resultaba patética en tales circunstancias—. ¿Es usted la única persona aquí?

Ella se volvió para mirarle, y Howie se llevó su segunda sorpresa: había visto aquel rostro docenas de veces en la pantalla de su televisor ponderando las virtudes de cierto champú. Howie ignoraba su nombre. Sólo era la mujer del champú «Silksheen». Ella lo miró, frunciendo el ceño, como si tuviera dificultad en enfocar su rostro. Howie trató de repetir la pregunta, cambiándola un poco.

—¿Hay otros supervivientes de la casa?

—Sí —respondió ella.

—¿Dónde están?

—Por ahí.

—Gracias.

—Esto no es real, ¿verdad? —preguntó ella.

—Mucho me temo que sí —respondió Howie.

—¿Qué le ha sucedido al Mundo? ¿Han tirado la bomba?

—No.

—¿Entonces?

—El Mundo sigue por ahí, en algún lugar —dijo Howie—, más allá de la Esencia, más allá del mar.

—Oh —dijo ella, aunque estaba claro que no había entendido nada—. ¿Tiene usted algo de cocaína? —preguntó—, ¿o píldoras?, ¿o cualquier cosa?

—No, lo siento.

Ella, entonces, volvió de nuevo la mirada a la Esencia, dejando a Howie que, por lo que le había dicho, se fuese a buscar por la playa. La agitación de las olas crecía con cada paso que daba. O bien quizá fuese que Howie se estaba volviendo más observador. tal vez se tratara de lo último, porque en ese momento, por ejemplo, notaba otros indicios, además del creciente ritmo de las olas. En el aire que envolvía su cabeza percibía una inquietud, como si estuviesen teniendo lugar conversaciones entre seres invisibles más allá del alcance de sus oídos. En el cielo, las olas de color se rompían en manchones, como nubes color espina de pescado, y su sereno avance adquiría la misma agitación que la Esencia. Seguían pasando luces por el cielo, en dirección a la torre de humo, pero cada vez menos, y era evidente que los soñadores estaban despertando.

Delante de él, la playa aparecía bloqueada en parte por formaciones rocosas semejantes a cotas de malla, y tuvo que pasar entre ellas para continuar su búsqueda. La mujer del «Silksheen» le había dado buena guía, a pesar de todo, porque, algo más allá de las rocas, en torno a otra curva de la playa, Howie encontró a varios supervivientes más, hombres y mujeres. Ninguno parecía capaz de haber ascendido más que unos pocos metros de la playa. Uno de ellos seguía echado, con los pies en las olas, los brazos en cruz, como muerto, y nadie se molestaba en ayudarle. La misma languidez que inducía a la mujer del «Silksheen» a contemplar la Esencia afectaba a toda aquella gente; pero varios de ellos estaban inertes por otra razón muy distinta. Habían salido de la Esencia
cambiados
por haber flotado en sus aguas. Sus cuerpos aparecían cubiertos de pegotes, y deformes, como si el mismo proceso que había trocado a los dos combatientes en isla estuviese actuando también en ellos. Howie podía intentar adivinar sólo cuál era la cualidad, o falta de ella, qué diferenciaba a ésos de los demás; o porqué razón él, y quizá media docena más, después de recorrer idéntica distancia y en el mismo elemento que aquellos seres deformes, habían salido del mar de la Esencia sin sufrir cambio alguno. ¿Sería que aquellas personas habían entrado calientes de emoción en el mar y la Esencia se había cebado en ellos, que habían dejado su vida en otra parte, y, con ella, toda ambición, toda obsesión; cualquier tipo de sentimiento, no quedándoles otra cosa que la quietud de que la Esencia les empapaba? La quietud que había llegado incluso a atenuar en Howie el deseo de ver a Jo-Beth, aunque no por mucho tiempo, pues ése era ya su único pensamiento. Anduvo buscándola entre los supervivientes, pero quedó decepcionado; Jo-Beth no estaba allí, ni tampoco Tommy-Ray.

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