El general en su laberinto (17 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

BOOK: El general en su laberinto
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«¿Y qué se dice por allá?»

«Que no es cierto que usted se vaya», dijo O'Leary.

«Aja», dijo el general. «¿Y ahora por qué?»

«Porque Manuelita se queda».

El general replicó con una sinceridad desarmante:

«¡Pero si siempre se ha quedado!»

O'Leary, amigo íntimo de Manuela Sáenz, sabía que el general tenía razón. Pues era verdad que ella se quedaba siempre, pero no por su gusto, sino porque el general la dejaba con cualquier excusa, en un esfuerzo temerario por escapar a la servidumbre de los amores formales. «Nunca volveré a enamorarme», le confesó en su momento a José Palacios, el único ser humano con quien se permitió jamás esa clase de confidencias. «Es como tener dos almas al mismo tiempo». Manuela se impuso con una determinación incontenible y sin los estorbos de la dignidad, pero cuanto más trataba de someterlo más ansioso parecía el general por liberarse de sus cadenas. Fue un amor de fugas perpetuas. En Quito, después de las primeras dos semanas de desafueros, él tuvo que viajar a Guayaquil para entrevistarse con el general José de San Martín, libertador del Río de la Plata, y ella se quedó preguntándose qué clase de amante era aquel que dejaba la mesa servida en mitad de la cena. Él había prometido escribirle todos los días, de todas partes, para jurarle con el corazón en carne viva que la amaba más que a nadie jamás en este mundo. Le escribió, en efecto, y a veces de su puño y letra, pero no mandó las cartas. Mientras tanto, se consolaba en un idilio múltiple con las cinco mujeres indivisibles del matriarcado de Garaycoa, sin que él mismo supiera jamás a ciencia cierta cuál hubiera escogido entre la abuela de cincuenta y seis años, la hija de treinta y ocho, o las tres nietas en la flor de la edad. Terminada la misión en Guayaquil escapó de todas ellas con promesas de amor eterno y pronto regreso, y volvió a Quito a sumergirse en las arenas movedizas de Manuela Sáenz.

A principios del año siguiente se fue otra vez sin ella a terminar la liberación del Perú, que era el esfuerzo final de su sueño. Manuela esperó cuatro meses, pero se embarcó para Lima tan pronto como las cartas empezaron a llegarle no sólo escritas, como ocurría a menudo, sino también pensadas y sentidas por Juan José Santana, el secretario privado del general. Lo encontró en la mansión de placer de La Magdalena, investido de poderes dictatoriales por el congreso, y asediado por las mujeres bellas y atrevidas de la nueva corte republicana. Era tal el desorden de la casa presidencial, que un coronel de lanceros se había mudado a medianoche porque no lo dejaban dormir las agonías de amor en las alcobas. Pero Manuela estaba entonces en un terreno que conocía de sobra. Había nacido en Quito, hija clandestina de una rica hacendada criolla con un hombre casado, y a los dieciocho años había saltado por la ventana del convento donde estudiaba y se fugó con un oficial del ejército del rey. Sin embargo, dos años después se casó en Lima y con los azahares de virgen con el doctor James Thorne, un médico complaciente que le doblaba la edad. Así que cuando volvió al Perú persiguiendo al amor de su vida no tuvo que aprender nada de nadie para sentar sus reales en medio del escándalo.

O'Leary fue su mejor edecán en estas guerras del corazón. Manuela no vivió de planta en La Magdalena, pero entraba cuando quería por la puerta grande y con honores militares. Era astuta, indómita, de una gracia irresistible, y tenía el sentido del poder y una tenacidad a toda prueba. Hablaba buen inglés, por su marido, y un francés primario pero comprensible, y tocaba el clavicordio con el estilo mojigato de las novicias. Su letra era enrevesada, su sintaxis intransitable, y se moría de risa de lo que ella misma llamaba sus horrores de ortografía. El general la nombró curadora de sus archivos para tenerla cerca, y esto les hizo fácil el amor a cualquier hora y en cualquier parte, entre el fragor de las fieras amazónicas que Manuela domesticaba con sus encantos.

Sin embargo, cuando el general emprendió la conquista de los arduos territorios del Perú que aún se encontraban en poder de los españoles, Manuela no logró que la llevara en su estado mayor. Lo persiguió sin su permiso con sus baúles de primera dama, los cofres de los archivos, su corte de esclavas, en una retaguardia de tropas colombianas que la adoraban por su lengua de cuartel. Viajó trescientas leguas a lomo de mula por las cornisas de vértigo de los Andes, y sólo consiguió estar con el general dos noches en cuatro meses, y una de ellas porque logró asustarlo con una amenaza de suicidio. Transcurrió algún tiempo antes de descubrir que mientras ella no podía alcanzarlo, él se solazaba con otros amores de ocasión que encontraba a su paso. Entre ellos el de Manuelita Madroño, una mestiza cerrera de dieciocho años que santificó sus insomnios.

Desde su regreso de Quito, Manuela había decidido abandonar al esposo, a quien describía como un inglés insípido que amaba sin placer, conversaba sin gracia, caminaba despacio, saludaba con reverencias, se sentaba y se levantaba con cautela y no se reía ni de sus propios chistes. Pero el general la convenció de preservar a toda costa los privilegios de su estado civil, y ella se sometió a sus designios.

Un mes después de la victoria de Ayacucho, dueño ya de medio mundo, el general se fue al Alto Perú, que había de convertirse más tarde en la república de Bolivia. No sólo se fue sin Manuela, sino que antes de irse le planteó como un asunto de estado la conveniencia de la separación definitiva. «Yo veo que nada puede unirnos bajo los auspicios de la inocencia y el honor», le escribió. «En el futuro tú estarás sola, aunque al lado de tu marido, y yo estaré solo en medio del mundo. Sólo la gloria de habernos vencido será nuestro consuelo». Antes de tres meses recibió una carta en la que Manuela le anunciaba que se iba para Londres con el esposo. La noticia lo sorprendió en la cama ajena de Francisca Zubiaga de Gamarra, una brava mujer de armas, esposa de un mariscal que más tarde sería presidente de la república. El general no se esperó al segundo amor de la noche para escribirle a Manuela una respuesta inmediata que más bien parecía una orden de guerra: «Diga usted la verdad y no se vaya a ninguna parte». Y subrayó con su mano la frase final: «Yo la quiero resueltamente». Ella obedeció encantada.

X

El sueño del general empezó a desbaratarse en pedazos el mismo día en que culminó. No bien había fundado Bolivia y concluido la reorganización institucional del Perú, cuando tuvo que regresar a las volandas a Santa Fe, urgido por las primeras tentativas separatistas del general Páez en Venezuela y los gatuperios políticos de Santander en la Nueva Granada. Esta vez Manuela necesitó de más tiempo para que él le permitiera seguirlo, pero cuando por fin lo hizo fue una mudanza de gitanos, con los baúles errantes en una docena de mulas, sus esclavas inmortales, y once gatos, seis perros, tres micos educados en el arte de las obscenidades palaciegas, un oso amaestrado para ensartar agujas, y nueve jaulas de loros y guacamayas que despotricaban contra Santander en tres idiomas.

Llegó a Santa Fe apenas a tiempo para salvar la poca vida que le quedaba al general en la mala noche del 25 de septiembre. Habían transcurrido cinco años desde que se conocieron, pero él estaba tan decrépito y dubitativo como si hubieran sido cincuenta, y Manuela tuvo la impresión de que tantaleaba sin rumbo en las nieblas de la soledad. Él volvería al sur poco después para frenar las ambiciones colonialistas del Perú contra Quito y Guayaquil, pero ya todo esfuerzo era inútil. Manuela se quedó entonces en Santa Fe sin el menor ánimo de seguirlo, pues sabía que su eterno fugitivo ya no tenía ni siquiera para dónde escapar.

O'Leary observó en sus memorias que el general no había sido nunca tan espontáneo para evocar sus amores furtivos como aquella tarde de domingo en Turbaco. Montilla pensó, y lo escribió años después en una carta privada, que era un síntoma inequívoco de la vejez. Incitado por su buen humor y su ánimo confidente, Montilla no resistió la tentación de hacerle al general una provocación cordial.

«¿Sólo Manuela se quedaba?», le preguntó.

«Todas se quedaban», dijo en serio el general. «Pero Manuela más que todas».

Montilla le guiñó un ojo a O'Leary, y dijo:

«Confiésese, general: ¿cuántas han sido?»

El general lo eludió.

«Muchas menos de las que usted piensa», dijo.

En la noche, mientras tomaba el baño caliente, José Palacios quiso aclararle las dudas. «Según mis cuentas son treinta y cinco», dijo. «Sin contar las pájaras de una noche, por supuesto». La cifra coincidía con los cálculos del general, pero éste no había querido decirlo durante la visita.

«O'Leary es un gran hombre, un gran soldado y un amigo fiel, pero toma notas de todo», explicó. «Y no hay nada más peligroso que la memoria escrita».

Al día siguiente, después de una larga entrevista privada para enterarse del estado de la frontera, le pidió a O'Leary que viajara a Cartagena con el encargo formal de ponerlo al día sobre el movimiento de barcos para Europa, aunque la misión verdadera era mantenerlo al corriente de los pormenores ocultos de la política local. O'Leary tuvo apenas tiempo de llegar. El sábado 12 de junio el congreso de Cartagena juró la nueva constitución y reconoció a los magistrados elegidos. Montilla, junto con la noticia, le mandó al general un mensaje ineludible:

«Lo esperamos».

Seguía esperando, cuando lo hizo saltar de la cama el rumor de que el general había muerto. Se dirigió a Turbaco a todo galope, sin tiempo para confirmar la noticia, y allí encontró al general mejor que nunca, almorzando con el conde francés de Raigecourt, que había ido a invitarlo para que se fueran juntos a Europa en un paquebote inglés que llegaba a Cartagena la semana siguiente. Era la culminación de un día saludable. El general se había propuesto enfrentar su mal estado con la resistencia moral, y nadie podía decir que no lo hubiera conseguido. Se había levantado temprano, había recorrido los corrales a la hora del ordeño, había visitado el cuartel de los granaderos, se había enterado por ellos mismos de sus condiciones de vida, y dio órdenes terminantes para que fueran mejoradas. Al regreso se detuvo en una fonda del mercado, tomó café, y se llevó la taza para evitarse la humillación de que la destruyeran. Se dirigía a su casa cuando los niños que salían de la escuela lo emboscaron a la vuelta de una esquina, cantando al compás de las palmas: «¡Viva El Libertador!, ¡Viva El Libertador!» Él, ofuscado, no habría sabido qué hacer si los propios-niños no le hubieran cedido el paso.

En su casa encontró al conde de Raigecourt, que había llegado sin anunciarse, acompañado de la mujer más bella, más elegante y más altanera que él había visto nunca. Estaba en ropa de montar, aunque en realidad habían llegado en una calesa tirada por un burro. Lo único que ella reveló de su identidad fue que se llamaba Camille, y era natural de La Martinica. El conde no agregó ningún dato, aunque en el curso de la jornada había de hacerse demasiado evidente que estaba loco de amor por ella.

La sola presencia de Camille le devolvió al general los ánimos de otros tiempos, y ordenó preparar a las volandas un almuerzo de gala. Aunque el castellano del conde era correcto, la conversación se mantuvo en francés, que era la lengua de Camille. Cuando ella dijo que había nacido en Trois Ilets, él hizo un gesto entusiasta y sus ojos marchitos tuvieron un destello instantáneo.

«Ah», dijo. «Donde nació Josefina».

Ella rió.

«Por favor, Excelencia, esperaba una observación más inteligente que la de todos».

Él se mostró herido, y se defendió con una evocación lírica del ingenio de La Pagerie, la casa natal de Marie Joséphe, emperatriz de Francia, que se anunciaba desde varias leguas de distancia a través de los vastos cañaverales, por la algarabía de los pájaros y el olor caliente de los alambiques. Ella se sorprendió de que el general lo conociera tan bien.

«La verdad es que nunca he estado allá, ni en ningún lugar de La Martinica», dijo él.

«
Et alors
?», dijo ella.

«Me preparé aprendiéndolo durante años», dijo el general, «porque sabía que alguna vez iba a necesitarlo para complacer a la mujer más hermosa de aquellas islas».

Hablaba sin parar, con la voz rota, pero elocuente, vestido con unos pantalones de algodón estampado y una casaca de raso, y zapatillas coloradas. A ella le llamó la atención el hálito de agua de colonia que vagaba por el comedor. Él le confesó que era una debilidad suya, hasta el punto de que sus enemigos lo acusaban de haberse gastado en agua de colonia ocho mil pesos de los fondos públicos. Estaba tan demacrado como el día anterior, pero en lo único en que se le notaba la sevicia de su mal era en la parsimonia del cuerpo.

Entre hombres solos, el general era capaz de despotricar como el más desbraguetado de los cuatreros, pero bastaba la presencia de una mujer para que sus maneras y su lenguaje se refinaran hasta la afectación. Él mismo destapó, cató y sirvió un vino de Borgoña de gran clase, que el conde definió sin pudor como una caricia de terciopelo. Estaban sirviendo el café, cuando el capitán Iturbide le dijo algo al oído. El escuchó con gravedad, pero luego se echó hacia atrás en el asiento, riendo de buena gana.

«Oigan esto, por favor», dijo, «tenemos aquí una delegación de Cartagena que viene a mi entierro».

Los hizo entrar. A Montilla y sus acompañantes no les quedó más recurso que seguir el juego. Los edecanes hicieron llamar unos gaiteros de San Jacinto que andaban por ahí desde la noche anterior, y un grupo de hombres y mujeres ancianos bailaron la cumbia en honor de los invitados. Camille se sorprendió de la elegancia de aquella danza popular de estirpe africana, y quiso aprenderla. El general tenía una reputación de gran bailador, y algunos de los comensales recordaron que en su última visita había bailado la cumbia como un maestro. Pero cuando Camille lo invitó, él declinó el honor. «Tres años es ya mucho tiempo», dijo, sonriente. Ella bailó sola después de dos o tres indicaciones. De pronto, en una pausa de la música, se oyeron gritos de ovación y una serie de explosiones trepidatorias y disparos de armas de fuego. Camille se asustó.

El conde dijo en serio:

«¡Caray, es una revolución!»

«No se imagina la falta que nos hace», dijo el general, riendo. «Por desgracia, no es más que una riña de gallos».

Casi sin pensarlo, acabó de tomar el café, y con un gesto circular de la mano los invitó a todos a la gallera.

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