Read El general en su laberinto Online
Authors: Gabriel García Márquez
Tags: #Novela Histórica, Narrativa
Había un funeral de cruz alta en la iglesia de La Concepción. Las autoridades civiles y eclesiásticas en pleno, las congregaciones y escuelas, las gentes principales con sus crespones de gala estaban en la misa de cuerpo presente, y el escándalo de las campanas les hizo perder la compostura, creyendo que era alarma de fuego. Pero el mismo alguacil que había entrado en gran agitación y acababa de murmurarlo al oído del alcalde, gritó para todos:
«¡El presidente está en puerto!».
Pues muchos ignoraban todavía que ya no lo era. El lunes había pasado un correo que iba regando los rumores de Honda por las poblaciones del río, pero no dejó nada en claro. De modo que el equívoco hizo más efusiva la casualidad de la recepción, y hasta la familia en duelo entendió que la mayoría de sus condolientes abandonaran la iglesia para acudir a la albarrada. El funeral quedó a medias, y sólo un grupo íntimo acompañó el féretro al cementerio, en medio del trueno de los cohetes y las campanas.
El caudal del río era todavía escaso por las pocas lluvias de mayo, de modo que debían escalar un barranco de escombros para llegar hasta el puerto. El general rechazó de mal modo a alguien que quiso cargarlo, y subió apoyado en el brazo del capitán Ibarra, titubeando a cada paso y sosteniéndose a duras penas, pero logró llegar con la dignidad intacta.
En el puerto saludó a las autoridades con un apretón enérgico, cuyo vigor no era creíble por el estado de su cuerpo y la pequeñez de sus manos. Quienes lo vieron la última vez que estuvo allí no podían dar crédito a su memoria. Parecía tan anciano como su padre, pero el poco aliento que le quedaba era bastante para no permitir que nadie dispusiera por él. Rechazó las andas de Viernes Santo que le tenían preparadas, y aceptó ir caminando a la iglesia de La Concepción. Al final tuvo que subirse en la mula del alcalde, que éste había hecho ensillar de urgencia cuando lo vio desembarcar en semejante postración.
José Palacios había visto en el puerto muchos rostros atigrados por las pintas de violeta de genciana en las brasas de la viruela. Ésta era una endemia obstinada en las poblaciones del bajo Magdalena, y los patriotas habían terminado por temerle más que a los españoles desde la mortandad que causó en las tropas libertadoras durante la campaña del río. Desde entonces, en vista de que la viruela persistía, el general consiguió que un naturalista francés que estaba de paso se demorara inmunizando a la población con el método de inocular en los humanos la serosidad que manaba de la viruela del ganado. Pero las muertes que causaba eran tantas, que al final nadie quería saber nada de la medicina al pie de la vaca, como dieron en llamarla, y muchas madres prefirieron para sus hijos los riesgos del contagio que no los de la prevención. Sin embargo, los informes oficiales que el general recibía le hicieron creer que el flagelo de la viruela estaba siendo derrotado. Así que cuando José Palacios le hizo notar la cantidad de caras pintadas que había entre la muchedumbre, su reacción fue menos de sorpresa que de hastío.
«Siempre será así», dijo, «mientras los subalternos sigan mintiéndonos para complacernos».
No dejó traslucir su amargura con quienes lo recibieron en el puerto. Les hizo un relato sumario de los incidentes de su renuncia y del estado de desorden en que quedó Santa Fe, por lo cual encareció un apoyo unánime para el nuevo gobierno. «No hay otra alternativa», dijo: «unidad o anarquía». Dijo que se iba sin regreso, no tanto para buscar alivio a los quebrantos del cuerpo, que eran muchos y muy dañinos, como podía verse, sino tratando de descansar de las tantas penas que le causaban los males ajenos. Pero no dijo cuándo se iba, ni para dónde, y repitió sin que viniera a cuento que aún no había recibido el pasaporte del gobierno para salir del país. Les agradeció los veinte años de gloria que Mompox le había dado, y les suplicó que no lo distinguieran con más títulos que el de ciudadano.
La iglesia de La Concepción seguía engalanada con crespones de duelo, y aún erraban por el aire los hálitos de flores y pabilos del funeral, cuando la muchedumbre irrumpió en tropel para un Tedeum improvisado. José Palacios, sentado en el escaño del séquito, se dio cuenta de que el general no hallaba acomodo en el suyo. El alcalde, en cambio, un mestizo inalterable con una hermosa testa de león, permanecía junto a él en un ámbito propio. Fernanda, viuda de Benjumea, cuya belleza criolla hizo estragos en la corte de Madrid, le había prestado al general su abanico de sándalo para ayudarlo a defenderse del sopor del ritual. Él lo movía sin esperanzas, apenas por el consuelo de sus efluvios, hasta que el calor empezó a estorbarle para respirar. Entonces murmuró al oído del alcalde:
«Créame que no merezco este castigo».
«El amor de los pueblos tiene su precio, Excelencia», dijo el alcalde.
«Por desgracia esto no es amor sino novelería», dijo él.
Al final del Tedeum, se despidió de la viuda de Benjumea con una reverencia, y le devolvió el abanico. Ella intentó dárselo de nuevo.
«Hágame el honor de conservarlo como un recuerdo de quien tanto lo ama», le dijo.
«Lo triste, señora, es que ya no me queda mucho tiempo para recordar», dijo él.
El párroco insistió en protegerlo del bochorno con el palio de la Semana Santa, desde la iglesia de La Concepción hasta el colegio de San Pedro Apóstol, una mansión de dos plantas con un claustro monástico de helechos y clavellinas, y al fondo un huerto luminoso de árboles frutales. Los corredores con arcadas no eran vivibles en aquellos meses por las brisas malsanas del río, aun durante la noche, pero los aposentos contiguos a la sala grande estaban preservados por las gruesas paredes de calicanto que los mantenían en una penumbra otoñal.
José Palacios se había adelantado para tener todo a punto. El dormitorio de paredes ásperas, recién blanqueadas con escobazos de cal, estaba mal iluminado por una ventana única de persianas verdes que daba sobre el huerto. José Palacios hizo cambiar la posición de la cama para que la ventana del huerto le quedara a los pies y no en la cabecera, de modo que el general pudiera ver en los árboles las guayabas amarillas, y gozar de su perfume.
El general llegó del brazo de Fernando, y con el párroco de La Concepción, que era rector del colegio. Tan pronto como franqueó la puerta se apoyó de espaldas al muro, sorprendido por el olor de las guayabas expuestas en una totuma sobre el alféizar de la ventana, y cuya fragancia viciosa saturaba por completo el ámbito del dormitorio. Permaneció así, con los ojos cerrados, aspirando el sahumerio de vivencias antiguas que le desgarraban el alma, hasta que se le acabó el aliento. Luego escudriñó el cuarto con una atención meticulosa como si cada objeto le pareciera una revelación. Además de la cama de marquesina había una cómoda de caoba, una mesa de noche también de caoba con una cubierta de mármol y una poltrona forrada de terciopelo rojo. En la pared junto a la ventana había un reloj octogonal de números romanos parado en la una y siete minutos.
«¡Por fin, algo que sigue igual!», dijo el general.
El párroco se sorprendió.
«Perdóneme, Excelencia», dijo, «pero hasta donde llegan mis luces usted no había estado antes aquí».
También se sorprendió José Palacios, pues nunca habían visitado esa casa, pero el general persistió en sus recuerdos con tantas referencias ciertas que a todos los dejó perplejos. Al final, sin embargo, intentó reconfortarlos con su ironía habitual.
«Quizás haya sido en una reencarnación anterior», dijo. «A fin de cuentas, todo es posible en una ciudad donde acabamos de ver un excomulgado caminando bajo palio».
Poco después se precipitó una tormenta de agua y de truenos que dejó a la ciudad en situación de naufragio. El general la aprovechó para convalecer de los saludos, gozando del olor de las guayabas mientras fingía dormir bocarriba y con la ropa puesta en el sombrío del cuarto, y luego se durmió de veras con el silencio reparador de después del diluvio. José Palacios lo supo porque lo oyó hablar con la buena dicción y el timbre nítido de la juventud, que para entonces sólo recobraba en sueños. Habló de Caracas, una ciudad en ruinas que ya no era la suya, con las paredes cubiertas de papeles de injurias contra él, y las calles desbordadas por un torrente de mierda humana. José Palacios veló en un rincón del cuarto, casi invisible en la poltrona, para estar seguro de que nadie distinto del séquito pudiera oír las confidencias del sueño. Hizo una señal al coronel Wilson por la puerta entreabierta, y éste alejó a los soldados de guardia que erraban por el jardín.
«Aquí no nos quiere nadie, y en Caracas nadie nos obedece», dijo el general dormido. «Estamos a mano».
Prosiguió con un salterio de lamentos amargos, residuos de una gloria desbaratada que el viento de la muerte se llevaba en piltrafas. Al cabo de casi una hora de delirio lo despertó un tropel en el corredor, y el metal de una voz altanera. El emitió un ronquido abrupto, y habló sin abrir los ojos, con la voz descolorida del despierto:
«¿Qué carajos es lo que pasa?»
Pasaba que el general Lorenzo Cárcamo, veterano de las guerras de emancipación, de un genio agrio y una valentía personal casi demente, trataba de entrar a la fuerza en el dormitorio antes de la hora fijada para las audiencias. Había pasado por encima del coronel Wilson después de azotar con el sable a un teniente de granaderos, y sólo se había doblegado al poder intemporal del párroco, quien lo condujo de buenos modos a la oficina contigua. El general, informado por Wilson, gritó indignado:
«¡Dígale a Cárcamo que me morí! ¡Así no más, que me morí!»
El coronel Wilson fue a la oficina a enfrentarse con el estruendoso militar engalanado para la ocasión con el uniforme de parada y una constelación de medallas de guerra. Pero su altanería estaba entonces por los suelos, y tenía los ojos anegados de lágrimas.
«No, Wilson, no me dé el recado», dijo. «Ya lo oí».
Cuando el general abrió los ojos se dio cuenta de que el reloj seguía en la una y siete. José Palacios le dio cuerda, lo puso de memoria, y enseguida confirmó que era la hora correcta en sus dos relojes de leontina. Poco después entró Fernanda Barriga y trató de hacerle comer al general un plato de alboronía. Él se resistió, a pesar de que no había comido nada desde el día anterior, pero ordenó que le pusieran el plato en la oficina para comer durante las audiencias. Mientras tanto cedió a la tentación de coger una guayaba de las muchas que estaban en la totuma. Se embriagó un instante con el olor, le dio un mordisco ávido, masticó la pulpa con un deleite infantil, la saboreó por todos lados y se la tragó poco a poco con un largo suspiro de la memoria. Después se sentó en la hamaca con la totuma de guayabas entre las piernas, y se las comió todas una tras otra sin darse tiempo apenas para respirar. José Palacios lo sorprendió en la penúltima.
«¡Nos vamos a morir!», le dijo.
El general lo remedó de buen humor:
«No más de lo que ya estamos».
A las tres y media en punto, como estaba previsto, ordenó que los visitantes empezaran a entrar en la oficina de dos en dos, pues así podía despachar a uno con la mayor brevedad, haciéndole ver que tenía prisa por atender al otro. El doctor Nicasio del Valle, que entró entre los primeros, lo encontró sentado de espaldas a una ventana de luz desde donde se dominaba la alquería completa, y más allá las ciénagas humeantes. Tenía en la mano el plato de boronía que Fernanda Barriga le había llevado, y que él ni siquiera probó, porque ya empezaba a sentir el empacho de las guayabas. El doctor del Valle resumió más tarde su impresión de aquella entrevista en un dialecto brutal: «A ese hombre le cantó la pigua». Cada quien a su modo, todos los que acudieron a la audiencia estuvieron de acuerdo. Sin embargo, aun los más conmovidos por su languidez carecían de misericordia y se empecinaban en que fuera a los pueblos vecinos para apadrinar niños, o inaugurar obras cívicas, o comprobar el estado de penuria en que vivían por la desidia del gobierno.
Las náuseas y retortijones de las guayabas se hicieron alarmantes al cabo de una hora, y tuvo que interrumpir las audiencias, a pesar de sus deseos de complacer a todos los que esperaban desde la mañana. En el patio no había lugar para más becerros, cabras, gallinas, y toda clase de animales de monte que habían llevado de regalo. Los granaderos de la guardia tuvieron que intervenir para evitar un tumulto, pero la normalidad había vuelto al caer la tarde, gracias a un segundo aguacero providencial que compuso el clima y mejoró el silencio.
A pesar de la negativa explícita del general, habían preparado para las cuatro de la tarde una cena de honor en una casa cercana. Pero se celebró sin él, pues la virtud carminativa de las guayabas lo mantuvo en estado de emergencia hasta después de las once de la noche. Se quedó en la hamaca, postrado de punzadas tortuosas y ventosidades fragantes, y con la sensación de que el alma se le escurría en aguas abrasivas. El párroco le llevó un medicamento preparado por el boticario de la casa. El general lo rechazó. «Si con un emético perdí el poder, con otro más me llevará Caplán», dijo. Se abandonó a su suerte, tiritando por el sudor glacial de sus huesos, sin más consuelo que la buena música de cuerdas que le llegaba en ráfagas perdidas desde el banquete sin él. Poco a poco se fue sosegando el manantial de su vientre, pasó el dolor, se acabó la música, y él se quedó flotando en la nada.
Su paso anterior por Mompox había estado a punto de ser el último. Regresaba de Caracas después de lograr con la magia de su persona una reconciliación de emergencia con el general José Antonio Páez, que sin embargo estaba muy lejos de renunciar a su sueño separatista. Su enemistad con Santander era entonces de dominio público, hasta el extremo de que se había negado a seguir recibiendo sus cartas porque ya no confiaba en su corazón ni en su moral. «Ahórrese el trabajo de llamarse mi amigo», le escribió. El pretexto inmediato de la inquina santanderista era una proclama apresurada que el general había dirigido a los caraqueños, en la cual dijo sin pensarlo demasiado que todas sus acciones habían sido guiadas por la libertad y la gloria de Caracas. A su regreso a la Nueva Granada había tratado de arreglarlo con una frase justa dirigida a Cartagena y Mompox: «Si Caracas me dio la vida, vosotros me disteis la gloria». Pero la frase tenía unos visos de remiendo retórico-que no bastaron para aplacar la demagogia de los santanderistas.