Read El general en su laberinto Online
Authors: Gabriel García Márquez
Tags: #Novela Histórica, Narrativa
El obispo de Santa Marta le hizo saber a principios de noviembre, en un billete de su puño y letra, que era él con su mediación apostólica quien había acabado de apaciguar los ánimos en la vecina población de La Ciénaga, donde la semana pasada se había intentado una revuelta civil en apoyo de Riohacha. El general se lo agradeció también de su propia mano, y le pidió a Montilla que hiciera lo propio, pero no le gustó la forma en que el obispo se había apresurado a cobrarle la deuda.
Las relaciones entre él y monseñor Estévez no fueron nunca las más fluidas. Bajo su manso cayado de buen pastor, el obispo era un político apasionado, pero de pocas luces, opuesto a la república en el fondo de su corazón, y opuesto a la integración del continente y a todo lo que tuviera que ver con el pensamiento político del general. En el Congreso Admirable, del cual fue vicepresidente, había entendido bien su misión real de entorpecer el poder de Sucre, y la había ejercido con más malicia que eficacia, tanto en la elección de los dignatarios como en la misión que cumplieron juntos para intentar una solución amigable del conflicto con Venezuela. Los esposos Molinares, que sabían de aquellas discrepancias, no se sorprendieron ni mucho menos en la merienda de las cuatro, cuando el general los recibió con una de sus parábolas proféticas:
«¿Qué será de nuestros hijos en un país donde las revoluciones se acaban por la diligencia de un obispo?»
La señora Molinares le replicó con un reproche afectuoso pero firme:
«Aunque Su Excelencia tuviera razón, no quiero saberlo», dijo. «Somos católicos de los de antes».
Él se rehabilitó de inmediato:
«Sin duda mucho más que el señor obispo, pues él no ha puesto paz en La Ciénaga por amor a Dios, sino por mantener unidos a sus feligreses en la guerra contra Cartagena».
«Aquí también estamos contra la tiranía de Cartagena», dijo el señor Molinares.
«Ya lo sé», dijo él. «Cada colombiano es un país enemigo».
Desde Soledad, el general le había pedido a Montilla que le enviara un barco ligero al vecino puerto de Sabanilla, para su proyecto de expulsar la bilis mediante el mareo. Montilla se había demorado en complacerlo porque don Joaquín de Mier, un español republicano que era socio del comodoro Elbers, le había prometido uno de los buques de vapor que prestaban servicios ocasionales en el río Magdalena. Como esto no fue posible, Montilla mandó a mediados de noviembre un mercante inglés que llegó sin previo aviso a Santa Marta. Tan pronto como lo supo, el general dio a entender que aprovecharía la ocasión para abandonar el país. «Estoy resuelto a irme a cualquier parte por no morirme aquí», dijo. Luego lo estremeció el presagio de que Camille lo esperaba escrutando el horizonte en un balcón de flores frente al mar, y suspiró:
«En Jamaica me quieren».
Instruyó a José Palacios para que empezara a hacer el equipaje, y esa noche estuvo hasta muy tarde tratando de encontrar unos papeles que quería llevarse a toda costa. Quedó tan cansado que durmió durante tres horas. Al amanecer, ya con los ojos abiertos, sólo tomó conciencia de dónde estaba cuando José Palacios cantó el santoral.
«Soñé que estaba en Santa Marta», dijo él. «Era una ciudad muy limpia, de casas blancas e iguales, pero la montaña impedía ver el mar».
«Entonces no era Santa Marta», dijo José Palacios. «Era Caracas».
Pues el sueño del general le había revelado que no se irían para Jamaica. Fernando estaba en el puerto desde temprano arreglando los pormenores del viaje, y al regreso encontró a su tío dictándole a Wilson una carta en la que le pedía a Urdaneta un pasaporte nuevo para abandonar el país, pues el del gobierno depuesto carecía de valor. Esa fue la única explicación que dio para cancelar el viaje.
Sin embargo, todos coincidieron en que la verdadera razón fueron las noticias que recibió esa mañana sobre las operaciones de Riohacha, que no hacían sino empeorar las anteriores. La patria se caía a pedazos de un océano al otro, el fantasma de la guerra civil se ensañaba sobre sus ruinas, y nada le molestaba tanto al general como sacarle el cuerpo a la adversidad. «No hay sacrificio que no estemos dispuestos a soportar por salvar a Riohacha», dijo. El doctor Gastelbondo, más preocupado por las preocupaciones del enfermo que por sus enfermedades irredimibles, era el único que sabía hablarle con la verdad sin mortificarlo.
«El mundo acabándose, y usted pendiente de Riohacha», le dijo. «Nunca soñamos con semejante honor». La réplica fue inmediata: «De Riohacha depende la suerte del mundo».
Lo creía de veras, y no lograba disimular la ansiedad de que estaban ya dentro del plazo previsto para tomarse Maracaibo, y sin embargo estaban más lejos que nunca de la victoria. Y a medida que se aproximaba diciembre con sus tardes de topacio, ya no sólo temía que se perdiera Riohacha, y tal vez todo el litoral, sino que Venezuela armara una expedición para arrasar hasta los últimos vestigios de sus ilusiones.
El tiempo había empezado a cambiar desde la semana anterior, y donde antes hubo lluvias de pesadumbre se abrió un cielo diáfano y noches de estrellas. El general permaneció ajeno a las maravillas del mundo, a veces absorto en la hamaca, a veces jugando a las barajas sin preocuparse de su suerte. Poco después, mientras jugaban en la sala, una brisa de rosas de mar les arrebató las barajas de las manos e hizo saltar los cerrojos de las ventanas. La señora Molinares, exaltada por el anuncio prematuro de la estación providencial, exclamó: «¡Es diciembre!» Wilson y José Laurencio Silva se apresuraron a cerrar las ventanas para impedir que la brisa se llevara la casa. El general fue el único que permaneció absorto en su idea fija.
«Diciembre ya, y seguimos en las mismas», dijo. «Con razón se dice que vale más tener malos sargentos que generales inútiles».
Siguió jugando, y en mitad de la partida puso sus cartas a un lado y le dijo a José Laurencio Silva que preparara todo para viajar. El coronel Wilson, que el día anterior había desembarcado su equipaje por segunda vez, se quedó perplejo.
«El barco se fue», dijo.
El general lo sabía. «Ese no era el bueno», dijo. «Hay que irse para Riohacha, a ver si logramos que nuestros generales ilustres se decidan por fin a ganar». Antes de abandonar la mesa se sintió obligado a justificarse con los dueños de casa.
«Ya no es ni siquiera una necesidad de la guerra», les dijo, «sino un asunto de honor».
Fue así como a las ocho de la mañana del primero de diciembre se embarcó en el bergantín Manuel, que el señor Joaquín de Mier puso a su disposición para lo que él quisiera: dar una vuelta para expulsar la bilis, temperar en su ingenio de San Pedro Alejandrino para reponerse de sus muchos males y sus penas sin cuento, o seguir de largo para Riohacha a intentar otra vez la redención de las Américas. El general Mariano Montilla, que llegó en el bergantín con el general José María Carreño, consiguió también que el Manuel fuera escoltado por la fragata
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, de los Estados Unidos, que además de estar bien artillada tenía a bordo un buen cirujano: el doctor Night. Sin embargo, cuando Montilla vio el estado de lástima en que se encontraba el general, no quiso guiarse por el criterio único del doctor Night, y consultó también a su médico local.
«No creo siquiera que soporte la travesía», dijo el doctor Gastelbondo. «Pero que se vaya: cualquier cosa es mejor que vivir así».
Los caños de la Ciénaga Grande eran lentos y calurosos, y emanaban vapores mortíferos, así que se fueron por la mar abierta aprovechando los primeros alisios del norte, que aquel año fueron anticipados y benignos. El bergantín de velas cuadradas, bien conservado y con un camarote listo para él, era limpio y cómodo, y tenía un modo alegre de navegar.
El general se embarcó de buen ánimo, y quiso permanecer en cubierta para ver el estuario del río Grande de la Magdalena, cuyo limo le daba a las aguas un color de ceniza hasta muchas leguas mar adentro. Se había puesto un viejo pantalón de pana, el gorro andino y una chaqueta de la armada inglesa que le regaló el capitán de la fragata, y su aspecto mejoraba a pleno sol con la brisa bandolera. En honor suyo, los tripulantes de la fragata cazaron un tiburón gigante, en cuyo vientre encontraron, entre otras varias cosas de quincallería, unas espuelas de caballero. Él lo gozaba todo con un júbilo de turista, hasta que lo venció la fatiga y se sumergió en su alma. Entonces le hizo a José Palacios una señal de que se acercara, y le confió al oído:
«A esta hora, papá Molinares debe estar quemando el colchón y enterrando las cucharas».
Hacia el mediodía pasaron frente a la Ciénaga Grande, una vasta extensión de aguas turbias donde todos los pájaros del cielo se disputaban un cardumen de mojarras doradas. En la ardiente llanura de salitre entre la ciénaga y el mar, donde la luz era más transparente y el aire más puro, estaban las aldeas de los pescadores con sus artes tendidas a secar en los patios, y más allá la misteriosa población de La Ciénaga, cuyos fantasmas diurnos habían hecho dudar de su ciencia a los discípulos de Humboldt. Al otro lado de la Ciénaga Grande se alzaba la corona de hielos eternos de la Sierra Nevada.
El bergantín gozoso, casi volando a flor de agua en el silencio de las velas, era tan ligero y estable que no le había causado al general la apetecida descomposición del cuerpo para expulsar la bilis. Sin embargo, más adelante pasaron por un contrafuerte de la sierra que se adelantaba hasta el mar, y las aguas se volvieron ásperas y se encrispó la brisa. El general observó aquellos cambios con creciente esperanza, pues el mundo empezó a girar con los pájaros carniceros que volaban en círculos sobre su cabeza, y un sudor helado le empapó la camisa y sus ojos se llenaron de lágrimas. Montilla y Wilson tuvieron que sostenerlo, pues era tan liviano que un golpe de mar podía sacarlo por la borda. Al atardecer, cuando entraron en el remanso de la bahía de Santa Marta, ya no le quedaba nada que expulsar en el cuerpo estragado, y estaba exhausto en la litera del capitán, moribundo, pero con la embriaguez de los sueños cumplidos. El general Montilla se asustó tanto de su estado, que antes de proceder al desembarco lo hizo ver de nuevo por el doctor Night, y éste determinó que lo llevaran a tierra en una silla de brazos.
Aparte del desinterés propio de los samarios por todo lo que tuviera algún viso oficial, otros motivos explicaban que hubiera tan poca gente esperando en el embarcadero. Santa Marta había sido una de las ciudades más difíciles de seducir para la causa de la república. Aun después de sellada la independencia con la batalla de Boyacá, el virrey Sámano se refugió allí para esperar refuerzos de España. El general mismo había tratado de liberarla varias veces, y sólo Montilla lo consiguió cuando ya la república estaba implantada. Al rencor de los realistas se sumaba el ánimo de todos contra Cartagena, como favorita del poder central, y el general lo fomentaba sin saberlo con su pasión por los cartageneros. El motivo más fuerte, sin embargo, aun entre muchos adictos suyos, fue la ejecución sumaria del almirante José Prudencio Padilla, que para colmo de peras en el olmo era tan mulato como el general Piar. La virulencia había aumentado con la toma del poder por Urdaneta, presidente del consejo de guerra que emitió la sentencia de muerte. De modo que las campanas de la catedral no repicaron como estaba previsto, y nadie supo explicar por qué, y los cañonazos de saludo no fueron disparados en la fortaleza del Morro porque la pólvora amaneció mojada en el arsenal. Los soldados habían trabajado hasta poco antes para que el general no viera el letrero escrito con carbón en el costado de la catedral: "Viva José Prudencio". Las notificaciones oficiales de su llegada apenas si conmovieron a los pocos que esperaban en el puerto. La ausencia más notable fue la del obispo Estévez, el primero y más insigne de los notificados principales.
Don Joaquín de Mier había de recordar hasta el fin de sus muchos años la criatura de pavor que desembarcaron en andas en el sopor de la prima noche, envuelto en una manta de lana, con un gorro encima del otro hundidos hasta las cejas, y apenas con un soplo de vida. Sin embargo, lo que más recordó fue su mano ardiente, su aliento arduo, la prestancia sobrenatural con que abandonó las andas para saludarlos a todos, uno por uno, con sus títulos y sus nombres completos, sosteniéndose de pie a duras penas con la ayuda de sus edecanes. Luego se dejó subir en vilo a la berlina y se derrumbó en el asiento, con la cabeza sin fuerzas apoyada en el espaldar, pero con los ojos ávidos pendientes de la vida que pasaba para él a través de la ventana por una sola vez y hasta más nunca.
La fila de coches sólo tuvo que atravesar la avenida hasta la casa de la aduana vieja, que le estaba reservada. Iban a dar las ocho, y era miércoles, pero había un aire de sábado en el paseo de la bahía por las primeras brisas de diciembre. Las calles eran amplias y sucias, y las casas de mampostería con balcones corridos estaban mejor conservadas que las del resto del país. Familias completas habían sacado los muebles para sentarse en las aceras, y algunas atendían a sus visitas hasta en el medio de la calle. Las nubes de luciérnagas entre los árboles iluminaban la avenida del mar con un resplandor fosforescente más intenso que el de los faroles.
La casa de la aduana vieja era la más antigua construida en el país, doscientos noventa y nueve años antes, y estaba recién restaurada. Al general le prepararon el dormitorio del segundo piso, con vista a la bahía, pero él prefirió quedarse la mayor parte del tiempo en la sala principal donde estaban las únicas argollas para colgar la hamaca. Allí estaba también el basto mesón de caoba labrada, sobre el cual, dieciséis días después, sería expuesto en cámara ardiente su cuerpo embalsamado, con la casaca azul de su rango sin los ocho botones de oro puro que alguien iba a arrancarle en la confusión de la muerte.
Sólo él no parecía creer que estuviera tan cerca de ese destino. En cambio, el doctor Alexandre Prosper Révérend, el médico francés que el general Montilla llamó de urgencia a las nueve de la noche, no tuvo necesidad de tomarle el pulso para darse cuenta de que había empezado a morir desde hacía años. Por la languidez del cuello, la contracción del pecho y la amarillez del rostro pensó que la causa mayor eran los pulmones dañados, y sus observaciones de los días siguientes iban a confirmarlo. En el interrogatorio preliminar que le hizo a solas, medio en español, medio en francés, comprobó que el enfermo tenía un ingenio magistral para tergiversar los síntomas y pervertir el dolor, y que el poco aliento se le iba en el esfuerzo de no toser ni expectorar durante la consulta. El diagnóstico de primera vista le fue confirmado por el examen clínico. Pero desde su boletín médico de aquella noche, el primero de los treinta y tres que había de publicar en los quince días siguientes, atribuyó tanta importancia a las calamidades del cuerpo como al tormento moral.