Read El general en su laberinto Online
Authors: Gabriel García Márquez
Tags: #Novela Histórica, Narrativa
«Venga conmigo, Montilla, para que vea lo muerto que estoy», dijo.
Fue así como a las dos de la tarde fue a la gallera acompañado de un grupo numeroso encabezado por el conde de Raigecourt. Pero en una asamblea de hombres solos, como era aquélla, nadie se fijó en él sino en Camille. Nadie podía creer que aquella mujer deslumbrante no era una de las tantas suyas, y en un lugar donde la entrada de mujeres estaba prohibida. Menos aun cuando se dijo que andaba con el conde, porque era sabido que el general hacía acompañar de otros a sus amantes clandestinas para embrollar las verdades.
La segunda pelea fue atroz. Un gallo colorado le vació los ojos a su adversario con un par de espuelazos certeros.
Pero el gallo ciego no se rindió. Se encarnizó en el otro, hasta que logró arrancarle la cabeza y se la comió a picotazos.
«Nunca me imaginé una fiesta tan sangrienta», dijo Camille. «Pero me encanta».
El general le explicó que lo era mucho más cuando a los gallos los excitaban con gritos obscenos y se hacían disparos al aire, pero que los galleros estaban cohibidos aquella tarde por la presencia de una mujer, y sobre todo tan hermosa. La miró con coquetería, y le dijo: «Así que la culpa es suya». Ella rió divertida:
«Es suya, Excelencia, por haber gobernado este país durante tantos años, y no haber hecho una ley que obligue a los hombres a seguir comportándose igual cuando hay mujeres y cuando no las hay».
El empezaba a perder los estribos.
«Le ruego no decirme Excelencia», le dijo. «Me basta con ser justo».
Esa noche, cuando lo dejó flotando en el agua inútil de la bañera, José Palacios le dijo: «Es la mujer más buena moza que hemos visto». El general no abrió los ojos.
«Es abominable», dijo.
La aparición en la gallera, según el juicio común, fue un acto premeditado para contrariar las distintas versiones sobre su enfermedad, tan críticas en los últimos días que nadie puso en duda el rumor de su muerte. Hizo su efecto, pues los correos que salieron de Cartagena llevaron por diversos rumbos la noticia de su buen estado y sus partidarios la celebraron con fiestas públicas más desafiantes que jubilosas.
El general había logrado engañar incluso a su propio cuerpo, pues siguió muy animado en los días siguientes, y hasta se permitió sentarse otra vez a la mesa de juego de sus edecanes, que arrastraban el tedio con partidas interminables. Andrés Ibarra, que era el más joven y alegre, y conservaba aún el sentido romántico de la guerra, había escrito por esos días a una amiga de Quito: «Prefiero la muerte en tus brazos que esta paz sin ti». Jugaban días y noches, a veces absortos en el enigma de las cartas, a veces discutiendo a gritos, y siempre acosados por los zancudos que en aquellos tiempos de lluvias los asaltaban aun a pleno día, a pesar de las fogatas de boñiga de los establos que los ordenanzas de servicio mantenían encendidas. Él no había vuelto a jugar desde la mala noche de Guaduas, porque el áspero incidente con Wilson le había dejado un regusto amargo que quería borrar de su corazón, pero escuchaba sus gritos desde la hamaca, sus confidencias, sus añoranzas de la guerra en los ocios de una paz elusiva. Una noche dio unas vueltas por la casa, y no resistió la tentación de detenerse en el corredor. A los que estaban de frente les hizo señas de guardar silencio, y se le acercó a Andrés Ibarra por la espalda. Le puso una mano en cada hombro, como garras de rapiña, y preguntó:
«Dígame una cosa, primo, ¿también usted me ve cara de muerto?»
Ibarra, acostumbrado a esas maneras, no se volvió a mirarlo.
«Yo no, mi general», dijo.
«Pues está ciego, o miente», dijo él.
«O estoy de espaldas», dijo Ibarra.
El general se interesó en el juego, se sentó y terminó jugando. Para todos fue como la vuelta a la normalidad no sólo esa noche sino en las siguientes. «Mientras nos llega el pasaporte», según dijo el general. Sin embargo, José Palacios le reiteró que a pesar del rito de las barajas, a pesar de su atención personal, a pesar de él mismo, los oficiales del séquito estaban hasta las criadillas de aquel ir y venir hacia la nada.
Nadie estaba más pendiente que él de la suerte de sus oficiales, de sus minucias cotidianas y del horizonte de su destino, pero cuando los problemas eran irremediables los resolvía engañándose a sí mismo. Desde el incidente con Wilson, y luego a lo largo del río, había hecho pausas en sus dolores para ocuparse de ellos. La conducta de Wilson era impensable, y sólo una frustración muy grave podía inspirarle una reacción tan áspera. «Es tan buen militar como su padre», había dicho el general cuando lo vio pelear en Junín. «Y más modesto», había agregado, cuando se negaba a recibir el ascenso a coronel que le acordó el mariscal Sucre después de la batalla de Tarqui, y que él lo obligó a aceptar.
El régimen que les imponía a todos, tanto en la paz como en la guerra, no sólo era el de una disciplina heroica sino el de una lealtad que casi requería los auxilios de la clarividencia. Eran hombres de guerra, aunque no de cuartel, pues habían combatido tanto que apenas si habían tenido tiempo de acampar. Había de todo, pero el núcleo de los que hicieron la independencia más cerca del general eran la flor de la aristocracia criolla, educados en las escuelas de los príncipes. Habían vivido peleando de un lado para otro, lejos de sus casas, de sus mujeres, de sus hijos, lejos de todo, y la necesidad los había vuelto políticos y hombres de gobierno. Todos eran venezolanos, salvo Iturbide y los edecanes europeos, y casi todos eran parientes sanguíneos o políticos del general: Fernando, José Laurencio, los Ibarra, Briceño Méndez. Los vínculos de clase o de sangre los identificaban y los unían.
Uno era distinto: José Laurencio Silva, hijo de la comadrona del pueblo de El Tinaco, en los Llanos, y de un pescador del río. Por su padre y por su madre era moreno oscuro, de la clase disminuida de los pardos, pero el general lo había casado con Felicia, otra de sus sobrinas. Hizo su carrera desde recluta voluntario en el ejército libertador a los dieciséis años, hasta general en jefe a los cincuenta y ocho, y sufrió más de quince heridas graves y numerosas leves de diversas armas en cincuenta y dos acciones de casi todas las campañas de la independencia. La única contrariedad que le causó su condición de pardo fue el ser rechazado por una dama de la aristocracia local en un baile de gala. El general pidió entonces que repitieran el valse, y lo bailó con- él.
El general O'Leary era el extremo opuesto: rubio, alto, con una pinta gallarda, favorecida por sus uniformes florentinos. Había llegado a Venezuela a los dieciocho años como alférez de los Húsares Rojos, y había hecho su carrera completa en casi todas las batallas de la guerra de independencia. También él, como todos, había tenido su hora de desgracia, por haberle dado la razón a Santander en la disputa que éste sostenía con José Antonio Páez, cuando el general lo mandó a buscar una fórmula de conciliación. El general le quitó el saludo y lo abandonó a su suerte durante catorce meses, hasta que se le enfrió el rencor.
Los méritos personales de cada uno de ellos eran indiscutibles. Lo malo era que el general no fue consciente nunca del baluarte de poder que él mismo mantenía frente a ellos, tanto más infranqueable cuanto más se creía accesible y caritativo. Pero la noche en que José Palacios le hizo ver el estado de ánimo en que se encontraban, jugó de igual a igual, perdiendo a gusto, hasta que los mismos oficiales se rindieron al desahogo.
Quedó claro que no arrastraban frustraciones antiguas. No les importaba el sentimiento de derrota que se apoderaba de ellos aun después de ganar una guerra. No les importaba la lentitud que él imponía a sus ascensos para impedir que parecieran privilegios, ni les importaba el desarraigo de la vida errante, ni el azar de los amores ocasionales. Los sueldos militares estaban rebajados a su tercera parte por la penuria fiscal del país, y aun así los pagaban con tres meses de retraso y en bonos del estado de conversión incierta, que ellos vendían con desventaja a los agiotistas. No les importaba, sin embargo, como no les importaba que el general se fuera con un portazo que había de resonar en el mundo entero, ni que los dejara a ellos a merced de sus enemigos. Nada: la gloria era de otros. Lo que no podían soportar era la incertidumbre que él les había ido infundiendo desde que tomó la decisión de abandonar el poder, y que se hacía más y más insoportable a medida que seguía y se empantanaba aquel viaje sin fin hacia ninguna parte.
El general se sintió esa noche tan complacido que mientras tomaba el baño le dijo a José Palacios que no se interponía ni una mínima sombra entre sus oficiales y él. Sin embargo, la impresión que les quedó a los oficiales fue que no habían logrado infundirle al general un sentimiento de gratitud o de culpa, sino un germen de desconfianza.
Sobre todo a José María Carreño. Desde la noche de la conversación en el champán seguía mostrándose huraño, y sin saberlo alimentaba el rumor de que estaba en contacto con los separatistas de Venezuela. O, como se decía entonces, que se estaba volviendo cosiatero. Cuatro años antes el general lo había expulsado de su corazón, como a O'Leary, como a Montilla, como a Briceño Méndez, como a Santana, como a tantos otros, por la simple sospecha de que quería hacerse popular a costa del ejército. Como entonces, ahora el general lo hacía seguir, husmeaba sus trazas, prestaba oídos a cuantos chismes se urdían contra él, tratando de vislumbrar algún destello en las tinieblas de sus propias dudas.
Una noche, nunca supo si dormido o despierto, le oyó decir en el cuarto contiguo que por la salud de la patria era legítimo llegar hasta la traición. Entonces lo tomó del brazo, se lo llevó al patio y lo sometió a la magia irresistible de su seducción, con un tuteo calculado al que sólo apelaba en ocasiones extremas. Carreño le confesó la verdad. Le amargaba, en efecto, que el general dejara su obra al garete sin preocuparse de la orfandad en que quedaban todos. Pero sus planes de defección eran leales. Cansado de buscar una luz de esperanza en aquel viaje de ciegos, incapaz de seguir viviendo sin alma, había resuelto escapar a Venezuela para ponerse al frente de un movimiento armado en favor de la integridad.
«No se me ocurre nada más digno», concluyó.
«Y tú qué te crees: ¿que serás mejor tratado en Venezuela?», le preguntó el general.
Carreño no se atrevió a afirmarlo.
«Bueno, pero al menos allá es la patria», dijo.
«No seas pendejo», dijo el general. «Para nosotros la patria es América, y toda está igual: sin remedio».
No lo dejó decir más. Le habló muy largo, mostrándole en cada palabra lo que parecía ser su corazón por dentro, aunque ni Carreño ni nadie había de saber nunca si en realidad lo era. Al final le dio una palmadita en la espalda, y lo dejó en las tinieblas.
«No delires más, Carreño», le dijo. «Esto se lo llevó el carajo».
El miércoles 16 de junio recibió la noticia de que el gobierno había confirmado la pensión vitalicia que le acordó el congreso. Le acusó recibo al presidente Mosquera con una carta formal no exenta de ironía, y al terminar de dictarla le dijo a Fernando imitando el plural mayestático y el énfasis ritual de José Palacios: «Somos ricos». El martes 22 recibió el pasaporte para salir del país, y lo agitó en el aire, diciendo: «Somos libres». Dos días después, al despertar de una hora mal dormida, abrió los ojos en la hamaca, y dijo: «Somos tristes». Entonces decidió viajar a Cartagena enseguida, aprovechando que el día era nublado y fresco. Su única orden específica fue que los oficiales de su séquito viajaran de civil y sin armas. No dio ninguna explicación, no hizo ninguna señal que permitiera vislumbrar sus motivos, no se dio tiempo para despedirse de nadie. Se fueron tan pronto como estuvo dispuesta la guardia personal, y dejaron la carga para después con el resto de la comitiva.
En sus viajes, el general solía hacer paradas casuales para indagar por los problemas de la gente que encontraba en el camino. Les preguntaba por todo: la edad de los hijos, la clase de sus enfermedades, el estado de sus negocios, lo que pensaban de todo. Esa vez no dijo una palabra, no cambió el paso, no tosió, no dio muestras de cansancio, y vivió el día con una copa de oporto. Hacia las cuatro de la tarde se perfiló en el horizonte el viejo convento del cerro de la Popa. Era tiempo de rogativas, y desde el camino real se veían las filas de peregrinos como hormigas arrieras remontando la cornisa escarpada. Poco después vieron a la distancia la eterna mancha de gallinazos volando en círculos sobre el mercado público y las aguas del matadero. A la vista de las murallas el general le hizo una seña a José María Carreño. Este lo alcanzó, y le puso su robusto muñón de halconero para que se apoyara. «Tengo una misión confidencial para usted», le dijo el general en voz muy baja. «En llegando, averígüeme por dónde anda Sucre». Le dio en la espalda la palmadita habitual de despedida, y concluyó:
«Entre nosotros, por supuesto».
Una comitiva numerosa encabezada por Montilla los esperaba en el camino real, y el general se vio obligado a terminar el viaje en la antigua carroza del gobernador español tirada por un tronco de mulas alegres. Aunque el sol empezaba a declinar, las ramazones de mangle parecían hervir por el calor en las ciénagas muertas que rodeaban la ciudad, cuyo vaho pestilente era menos soportable que el de las aguas de la bahía, podridas desde hacía un siglo por la sangre y las sobras del matadero. Cuando entraron por la puerta de la Media Luna, un ventarrón de gallinazos espantados se levantó del mercado al aire libre. Aún quedaban rastros de pánico por un perro con mal de rabia que había mordido en la mañana a varias personas de diversas edades, entre ellas a una blanca de Castilla que andaba merodeando por donde no debía. Había mordido también a unos niños del barrio de los esclavos, pero ellos mismos lograron matarlo a pedradas. El cadáver estaba colgado de un árbol en la puerta de la escuela. El general Montilla lo hizo incinerar, no sólo por motivos sanitarios, sino para impedir que trataran de conjurar su maleficio con sortilegios africanos.
La población del recinto amurallado, convocada por un bando urgente, se había echado a la calle. Las tardes empezaban a ser demoradas y diáfanas en el solsticio de junio, y había guirnaldas de flores y mujeres vestidas de manolas en los balcones, y las campanas de la catedral y las músicas de regimiento y las salvas de artillería tronaban hasta el mar, pero nada alcanzaba a mitigar la miseria que querían esconder. Saludando con el sombrero desde el coche desvencijado, el general no podía menos que verse a sí mismo bajo una luz de lástima, al comparar aquella recepción indigente con su entrada triunfal a Caracas en agosto de 1813, coronado de laureles en una carroza tirada por las seis doncellas más hermosas de la ciudad, y en medio de una muchedumbre bañada en lágrimas que aquel día lo eternizó con su nombre de gloria: El Libertador. Caracas era todavía una población remota de la provincia colonial, fea, triste, chata, pero las tardes del Ávila eran desgarradoras en la nostalgia.