La lectura de las primeras novelas de la biblioteca de las hermanas coincidió con el segundo curso del Instituto. El padre le había anunciado que, en su momento, dejaría el Instituto y seguiría la carrera del Magisterio.
—De aquí en adelante es necesario que tenga todo el mundo una carrera —dijo el padre—; la vida se va a poner muy difícil. El progreso de los pueblos se mide por su índice de cultura. Ya veréis como os sirve de algo lo que estudiéis ahora.
La mayor de las hermanas, que tenía un novio en relaciones formales, contestó:
—Lo importante es que nos casemos, ¿no te parece?
Solamente las dos pequeñas estudiaban. La hermana mayor era poco inteligente y no pensaba más que en casarse. La que le seguía quería ser monja.
—Monja —recalcaba— de los pobres; no de esas que se pasan la vida sin hacer nada.
Las dos pequeñas iban a ser maestras.
Los chicos del Instituto perseguían a María y sus amigas. María no era guapa. Tenía las piernas muy largas y el tipo algo desgarbado. Los chicos del Instituto no reparaban en nada. Les hacían el amor de una forma primitiva, a pedradas, persiguiéndolas por el parque, desbaratando sus juegos, pero no provocaban la repulsa de ellas, sino su agradecimiento más sincero. Porque a ellas les gustaban aquellas persecuciones, y aquellos pellizcos, y aquellas muestras bárbaras cuando luchaban ante ellas solamente para medir sus fuerzas.
María contaba historias a sus compañeras, les relataba películas que había visto o que le contaban sus hermanas. Lo hacía tan bien, que mientras narraba tenía pendientes de sus palabras a las compañeras. Elaboró sus primeras calumnias. Calumnias de adolescente. María tenía un pecho diminuto, casi imperceptible. Una de las compañeras, de poca estatura, regordeta, tenía el pecho muy desarrollado. María advirtió con mucho secreto a sus amigas:
—Fulana se mete trapos; no se lo digáis a nadie.
La vida en el Instituto era fácil y alegre. Las clases, de matrícula abundante, no obligaban a estudiar mucho. Los alumnos oficiales aprobaban sin dificultad. Pero entre los alumnos existían también sus categorías. Los de los colegios de religiosas hacían una vida aparte. Iban en fila al Instituto y se marchaban formados. Apenas cruzaban palabra con ellos. María y sus amigas odiaban profundamente a los alumnos de los colegios religiosos, que dejaban cartas dedicadas en los pupitres donde se sentaban las chicas de los colegios de religiosas. María decía:
—Son una colección de afeminados.
Del Instituto pasó María a la Normal de Maestras. La forma de estudiar era distinta. Socialmente estaba muy considerada por sus compañeras por el hecho de que llegara del Instituto. En seguida tuvo amigas.
Por aquel tiempo se casó la hermana mayor. Poco después la segunda se fue monja a las Hermanitas de los Pobres. Quedaban en la familia las dos hermanas pequeñas y los padres. La madre era una mujer gris, seca, alta, que decía a María:
—Tú vas a ser como yo, alta y delgada.
Y María sintió por vez primera que no le gustaría ser como su madre.
Cuando acabó la carrera, tenía diecisiete años cumplidos. Empezó a preparar unas oposiciones. El padre estuvo durante una temporada quejándose de dolores en el estómago. Tuvo que dejar la fábrica. La vida para la familia comenzó a hacerse difícil. El retiro del padre era casi insignificante. La vida había encarecido mucho desde el tiempo en que se retiró. La hermana de María logró una escuela en interinidad. A María le hablaron de otra, pero de momento no la aceptó.
Aceptó al cabo de algunos meses. Dejó las oposiciones y se fue a ocupar la escuela en la sierra. El padre estaba cada día más enfermo, soñando con un restablecimiento milagroso. La madre y las hijas fueron advertidas por el médico: «Cáncer; lo mismo puede vivir diez años que morir mañana. Para esto la ciencia —recalcaba la palabra crecida en panacea— es impotente. Sólo un milagro…»
María no se acostumbraba a la escuela. Le molestaban los chiquillos de miradas tristes, de cuerpos desnutridos, de resistencia heroica al aprendizaje de las primeras letras. El pueblo no le era hostil y, sin embargo, no encontraba en él el aprecio, la consideración que ella se había imaginado. «Un pueblo de la sierra —se lo advirtieron— no es como uno de la llanada; no te hagas muchas ilusiones.» Y no se hacía ilusiones ya. No era un trabajo duro, pero era una vida dura. En cuanto terminaba en la escuela, se refugiaba en su casa, a charlar con la huéspeda, que le contaba interminables relatos de los malos de la montaña. Los malos de la montaña, que son esos mozos que tienen inclinación a la muerte y que asesinan por capricho, hasta que un día la Guardia Civil los tumba a ellos, en una quebrada, en la revuelta de un atajo, en la cañada por la que en el tiempo de cambio de pastos, bajan o suben las ovejas, en la vaguada, en la umbría. Esos malos de montaña, que a veces cumplen justicieramente también, como en el caso…
El caso lo contaba la dueña de la casa con todos los detalles:
—Aquí ocurrió, no hace aún muchos años que, teniendo el pueblo un monte en mancomunidad, vendió el Concejo la mitad a un marqués que tenía una finca colindante. Finca que no le servía más que para criar jara y para que se refugiase una miaja de caza entre ella. Pues como iba diciendo, vendieron la mitad del monte, porque pensaban roturar la otra mitad. Y un día —aquí la narración tomaba un aire sibilino—, un día fueron dos del pueblo a trabajar la parte que les había tocado en las suertes del apeo.
»Iban calmos, hablando de sus cosas, cuando se toparon con uno de los guardas del marqués. «¿Dónde vais?», les dice. «Pues vamos a trabajar lo que es nuestro.» «Pues no lo trabajáis, porque ha dicho el marqués que nadie toque el monte, que viene en el contrato.» Pues que si viene que si no viene, los del pueblo que querían ir a trabajar lo que era suyo y el guarda que no les quería dejar trabajar. El guarda tenía muy mala sangre y le llamaban «El Negro», porque tenía la piel como oscura, decían que si de alguna enfermedad que le habían pegado en la capital. «El Negro» echa mano de la carabina y pim pam, golpe por aquí, golpe por allá, los muele a los dos del pueblo. A uno que le dicen Eutiquio le rompió un hueso, por aquí —se señalaba la cintura— y lo dejó baldado, y al otro, si no corre, lo mata, porque «El Negro» le decía: «Alto, alto, que te tumbo, hijo de la tal y la cual.» Les dio una paliza y todavía les mentaba la madre y lo más sagrado. No había pasado una semana, en la que todos los hombres del pueblo decían que habían de matar a «El Negro», y en esto que se presenta el marqués. Bueno, pues van a hablar con él el señor cura y el alcalde. Al señor cura lo recibió, pero al alcalde, que era un pobre viejo, le dijo que se quedara fuera, que no tenía nada que hablar con él. Luego nos lo contó todo el señor cura, que tenía muy buena palabra.
María fijaba la atención en las manos de la huéspeda, que accionaba torpemente mientras relataba. Eran unas manos gordezuelas, coloradas del agua helada de las coladas. Seguía la narración:
—El señor cura entra en la habitación donde estaba el marqués, y… ¡hija mía!, lo encuentra en pernetas, con un pantalón como si fuera un calzoncillo, tomando el sol pegado a la ventana. ¿Tú crees que ésa es forma de recibir a las personas, más si son sacerdotes…? El señor cura dijo que él no le quería calumniar, pero que el marqués le resultaba amujerado, ¿entiendes?, que era muy raro lo mismo que sus amigos, que andaban por allá también en pernetas y con pañuelos a la cabeza. El marqués ni se levantó, ya lo dijo el señor cura: ¡Cómo iba a levantarse por un pobre cura de pueblo! Pues ni se levantó. El señor cura, sin que el otro le dijera nada, se sentó y empezó a decirle que si no sabía lo que había pasado y que si «El Negro» no era buena persona y que si no dejaba roturar el medio monte iba a arruinar al pueblo, porque estaban dispuestos a meterse en pleito porque necesitaban el monte, y que si en el contrato de venta no decía que no se podía roturar. En fin, que el marqués le dejó hablar y cuando terminó el señor cura, le fue contestando a todo en orden. Primero le dijo que lo sabía todo y que Ramón (Ramón era «El Negro»), tenía sus órdenes de no dejar roturar el monte porque le iban a estropear la caza y él no iba a salir perjudicado en su caza, y que si el pueblo quería llevar el caso a la Audiencia, pues que lo llevaran que ya verían cómo lo perdían, porque a él le importaba muy poco arruinar al pueblo y, además, ya lo había hecho con otros en sus fincas de por Toledo. El señor cura estaba callado hasta que no pudo más y le dice: «Usted será todo lo marqués que quiera y podrá comprar a la Justicia, pero de aquí de la sierra sale a veces algún mozo de los que nosotros llamamos malos de montaña, y tenga usted cuidado no se le vaya a tropezar y antes de que usted le venga diciendo cosas se eche la escopeta a la cara y se le vaya tanto orgullo y tanta mala intención al infierno.» Sí, hija, estuvo muy bien el señor cura y, además, le dijo que no todas las penas se pagaban en la otra vida, sino que en ésta podía venirle una mala racha y encontrarse más pobre que nosotros y con más vicios que el mismo Lucifer, que ya vería entonces lo que era bueno…
María Ruiz gustaba de la historia tanto, que le preguntaba a la huéspeda, conminándola para que abreviase y llegara al desenlace:
—¿Y los del pueblo, cuando contó el señor cura la entrevista con el marqués, no salieron a prenderle fuego a la casa, con todos los mujericas dentro?
La dueña no le contestaba y proseguía el relato sin adelantar el desenlace.
—El marqués miró al señor cura muy fijo y le dijo: «Haga usted el favor de salir de esta casa y deme gracias de que no lo tomo en cuenta ni quiero plantear cuestiones de éstas en el Obispado.» El señor cura contaba luego que cuando le oyó hablar así le subió como un sofoco a la cabeza y que estuvo a punto de hacer una barbaridad. El tal marqués, como es alguien en Madrid, pues tiene agarraderas por todas partes, mientras que el pueblo pues no tiene a nadie y siempre le toca perder. El marqués se marchó en seguida con todos sus amigos. No estuvo ni cinco días y miento si digo que hacía tres años que no venía, porque acaso eran cuatro y casi cinco que faltaba. Fíjate tú, ¿para qué le servirá la finca, aparte de para amolar al pueblo, a ese caballero?
»Pues a poco de marcharse el marqués, bajaron al pueblo «El Negro» y otro guarda que le decían «El Gallego», y también «El Manso», cosa que le molestaba como si le mentaran la madre. Le decían «El Manso» porque hablaba así como muy fino y sin levantar la voz, pero daba siempre la cornada cuando más descuidado estaba el que hablaba con él. Bajaron a provocar. Se metieron en la taberna y, mientras bebían, decían en voz alta que a ver quién era el que tenía o no tenía y tal y cual; a ver si se atrevía a ir al monte a trabajar la tierra. Los que estaban en la taberna estaban callados. «El Negro» debía de tener aquel día el demonio en el cuerpo, porque siguió cansando a la gente, hasta que uno salió y se fue a avisar al resto del pueblo, y sobre todo a los mozos, porque en la taberna en aquellos momentos no había más que viejos. «El Negro» estaba diciendo lo que iba a hacer con el que pillara trabajando en el monte cuando entraron los hermanos de Eutiquio, y se pusieron a su lado. «El Negro» no se dio por aludido, siguió hablando y hablando. Ya había mucho personal en la taberna y afuera había más. De pronto llegaron el señor cura y el alcalde. El señor cura se acercó a «El Negro» y le dijo que se marchara del pueblo, que estaba insultando el pueblo y que allí no pintaba nada. El tío mala sangre le contestó que haría lo que le diera la gana, que no había hombres en el pueblo para él y que si lo echaban ya se encargaría la Guardia Civil de pedir explicaciones al alcalde y a los vecinos del Concejo. Después le hizo un gesto a «El Manso» y salieron de la taberna.
»No habían dado dos pasos fuera cuando el personal se empezó a apretar haciéndoles corro. «Abrid sitio, tales», dice «El Negro», apuntando con la carabina. Los mozos de ese lado se abren un poco. «El Manso» se sale del corro y se va camino adelante hasta la altura de la fuentecilla, pero a «El Negro que no le dejan salir. De pronto suena un tiro, después otro. Y ya de todo; se llevan a uno de los hermanos de Eutiquio con un plomazo en la pierna y hay otro que tiene la cara sangrando, pero de «El Negro» no queda nada. Cuando llega la Guardia Civil el cabo se vomita al ver lo que quedaba de «El Negro». Pues como no hay más remedio, todos para adelante. Luego dieron la libertad bajo fianza. Y venga de hacerles preguntas: «¿Quién mató a “El Negro”?» «¡Quien va a ser!; el pueblo.» Y así siempre. El señor cura nos dijo que como en Fuenteovejuna. El pueblo y el pueblo y el pueblo. Pues no consiguieron sacar nada. Y además que había sido verdad, porque a «El Negro» lo mató el pueblo.
La huéspeda hizo una larga pausa. Después dijo:
—Pero, señorita, la estoy aburriendo, le he contado otra cosa de lo que le iba a contar.
Se levantaba de su sillita pegada a la cocina baja, de gran campana en el exterior blanco amarillenta, en el interior negra en churretones. Del pequeño montón de leña escogía las más adecuadas y luego las apilaba en el hogar.
—Ahora le hago la cena, y a dormir.
María Ruiz asentía con la cabeza.
El viento se colaba por el agujero de la chimenea y revolvía entre las llamas. El cazo, con la leche de nata espesa y sucia de cenizas, se movía suavemente. A María Ruiz le llegaba el sueño y cerraba los ojos hasta que el crepitar de una rama, el aullido del viento, seguido de un escalofrío de su cuerpo, la despertaba. El mismo programa se repetía casi todos los anocheceres. El tiempo era malo en la sierra, y María Ruiz no podía salir por los alrededores del pueblo como había imaginado, a ver correr los regatos saltarines que bajaban de la montaña y recorrían los prados del valle, a contemplar el alto vuelo de las águilas, o los movimientos violentos de las nubes rodando de las cimas.
Antes de que llegaran las vacaciones de Semana Santa, María recibió una carta de su madre en la que le advertía su necesaria presencia en la ciudad. El padre estaba cada día peor y se temía un desenlace funesto. Textualmente decía lo del desenlace funesto y a María aquella frase escrita por su madre la sentía como un amargor inexplicable en la boca y como un escalofrío en la piel. Le dijo al alcalde que su padre se estaba muriendo y que se iba a ir a la ciudad. El alcalde la despidió muy amablemente y la hizo acompañar de un vecino hasta el pueblo de donde partía el autobús. Hasta aquel pueblo el camino era largo y molesto. Un camino encharcado, lleno de baches y barro, abierto en algunos trozos sobre la nieve endurecida, suda, helada. Reptante por las vertientes de las montañas. Con despeñaderos a un lado. Y en el fondo de los valles las corrientes de agua, que se represaban ante un caserón que era un molino, y más abajo, a medida que iba avanzando, los breves embalses que se irían transformando en grandes pantanos de la Compañía de conducción de agua potable para la ciudad.