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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (39 page)

BOOK: El Fuego
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—Lily nos habló de ella. Dijo que había leído su diario —le informé—. Que la monja aseguraba que seguía viva, que se llamaba Minnie y que mi madre, de algún modo, la había sustituido como Reina Negra.

Tardé más de una hora en narrarle todo lo que había acontecido. Conociendo la obsesión de Nim por los detalles, intenté no dejarme nada en el tintero. Los enigmas que mi madre me había dejado, el mensaje de voz con la clave, la bola número 8, el tablero de ajedrez con una partida a medias en el piano, la tarjeta oculta dentro de la pieza de la Reina Negra, el dibujo de aquel ajedrez escondido en el cajón, y, por último, la revelación de Vartan de lo que había ocurrido justo antes de que muriese mi padre, y la convicción de ambos de que no fue una muerte accidental.

Caí en la cuenta de que mi tío era la única persona con quien había compartido ya lo que había deducido de todo aquello: la posible existencia de una segunda Reina Negra, lo cual podría haber conducido a la muerte de mi padre.

Durante todo aquel tiempo, mientras atendía concentrado a cada una de mis palabras, Nim no dijo nada ni mostró ninguna reacción, pero yo estaba segura de que mentalmente estaba tomando nota de todo. Cuando acabé, sacudió la cabeza.

—Tu historia no hace más que confirmar mis peores temores, y mi certeza de que tenemos que averiguar qué ha sido de tu madre. Me siento responsable de la desaparición de Cat —dijo—. Hay algo que nunca te he dicho, querida. Creo que siempre he estado profundamente enamorado de tu madre. Y fui yo, mucho antes de que ella conociera a tu padre, quien tuvo la imprudencia de atraerla hacia ese peligroso juego. —Al ver mi reacción, puso una mano en mi hombro—. Quizá no debería haberte confesado mis sentimientos, Alexandra —añadió—. Te aseguro que nunca los he compartido con tu madre pero, por lo que has dicho, no me cabe duda de que está en peligro. Y si tú y yo queremos ayudarla, no tengo más remedio que ser lo más franco y directo posible contigo… por muy contrario a mi naturaleza criptográfica que eso sea. —Me miró con su típica sonrisa irónica.

No se la devolví. La franqueza era una cosa, pero empezaba a estar saturada de que me llegaran tantas sorpresas nocturnas de todas direcciones.

—Bien, pues ha llegado el momento de descifrar algunas cosas. Y vamos a empezar ahora mismo —le dije con sequedad, haciendo acopio de todas mis fuerzas para combatir el agotamiento—. ¿Qué tienen que ver esos sentimientos hacia mi madre, guardados durante tanto tiempo, con su desaparición, y también con ese ajedrez o con el juego?

—Después de haber oído una confesión que no habías pedidos, tienes derecho de preguntarme lo que quieras. Y espero que lo hagas —me contestó mi tío—. En el mismo instante en que recibió mi paquete con el dibujo del ajedrez (la última pieza del puzzle, en cuanto consiguiéramos descifrarla), Cat debió de comprender enseguida que el juego había vuelto a comenzar. Sin embargo, en lugar de consultar con un experto en códigos como yo, cosa que confiaba que hiciera, anunció que iba a organizar esa absurda fiesta… ¡y luego desapareció!

Eso sólo explicaba el «porqué» del anterior comentario de mi tío: por qué había enviado a mi madre ese paquete con tan poca fanfarria. Era evidente que aún confiaba, diez años después de la muerte de mi padre, en poder ser su criptógrafo, su confidente… o quizá algo más.

¿Podría haber algún motivo por el que ella no recurriese a él?

—Tras la muerte de Sasha —prosiguió Nim, leyéndome el pensamiento—, Cat no volvió a confiar en mí, no volvió a confiar en ninguno de nosotros. Creía que la habíamos traicionado, y también a tu padre, y, ante todo, a ti. Por eso se marchó y te llevó con ella.

—¿Cómo me traicionasteis todos?

Pero en ese instante supe la respuesta: con el ajedrez.

—Recuerdo el día en que ocurrió, el día en que se alejó de nosotros. Fue el día en que todos comprendimos qué extraño animal se ocultaba entre nosotros —contestó Nim con una sonrisa—. Pero, vamos, demos un paseo mientras te lo cuento. Así entraremos en calor.

Se puso en pie, tiró de una de mis manos para ayudarme a levantarme y se guardó el tazón vacío y la cuchara en el bolsillo de su gabardina.

—Tú sólo tenías tres años —dijo—. Estábamos en mi casa de Long Island, en la punta de Mountauk Point. Estábamos todos, como era habitual los fines de semana de verano. Aquel fue el día en que descubrimos, querida, quién eras tú en realidad. Aquel fue el día en que comenzó nuestro distanciamiento con tu madre.

Cruzamos el puente en dirección a Virginia mientras la neblinosa noche sucumbía al rosado amanecer. Y Ladislaus Nim empezó a narrarme su historia…

EL RELATO DEL CRIPTÓGRAFO

El cielo estaba azul; la hierba, verde. El agua de la fuente caía sobre el estanque que había al fondo del jardín, y en la distancia, más allá de la media luna de la playa, tan lejos como alcanzaba la vista, se extendía el manto infinito de pequeñas olas de cresta blanquecina del océano Atlántico. Tu madre nadaba de un lado al otro, cortando las olas, ágil como un delfín.

Lily Rad y tu padre estaban sentados en el jardín, en sillas de mimbre blanco, con una jarra de limonada fría y dos vasos escarchados. Jugaban al ajedrez.

Tu padre, Sasha, el excelso gran maestro Alexander Solarin, había abandonado los torneos poco después de venir a Estados Unidos. Pero necesitaba un empleo. Yo sabía de una posibilidad, una especie de atajo hacia el permiso de residencia y la nacionalidad para alguien ducho en la física, como tu padre.

En cuanto fue factible, tus padres consiguieron sendos empleos, bien pagados pero discretos, en el gobierno. Luego naciste tú. Cat consideraba demasiado peligrosos los torneos de ajedrez, sobre todo ahora que se había estrenado como madre; Sasha estaba de acuerdo con ella, aunque siguió entrenando a Lily los fines de semana.

Tú siempre diste la impresión de estar fascinada por el tablero, por aquellos cuadrados blancos y negros y aquellas pequeñas piezas. A veces incluso te llevabas alguna a la boca y luego parecías muy orgullosa.

Un día tú gateabas por el jardín mientras ellos comenzaban una partida. Yo acerqué mi silla a la mesa para ver la partida y también a tu madre nadando. Alexander y Lily estaban tan enzarzados en la partida que ninguno te prestamos mucha atención cuando de pronto llegaste, te sujetaste a una pata de la mesa para ponerte de pie y, con aquellos ojos verdes y grandes, te pusiste observar cómo jugaban.

Recuerdo perfectamente que fue justo en el movimiento 32 de la defensa nimzo-india. Lily, que jugaba con las blancas, de algún modo se había quedado atrapada entre una horquilla y una pinza. Aunque estoy seguro de que tu padre podría haberse zafado de una trampa así, era evidente, al menos para ella, que no había escapatoria ni hacia delante ni hacia atrás.

Lily me miró un momento para hacerme una broma: si le refrescaba su vaso de limonada llenándolo, la ayudaría a mejorar sus estrategias. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, aún agarrada a la pata de la mesa, alargaste una manita por encima del tablero y le arrebataste el caballo. Para mi total estupefacción, ¡la dejaste en posición de jaque al rey de tu padre!

Todos nos quedamos callados mucho rato —mudos, seguramente— mientras comprendíamos lo que había ocurrido. Pero, a medida que todos asimilábamos las repercusiones e incalculables ramificaciones que un acontecimiento así podría tener, la tensión fue creciendo alrededor del tablero como en una olla a presión.

—Cat se pondrá furiosa. —Sasha fue el primero en hablar, con una voz débil y exenta de toda entonación.

—Pero… esto es increíble —musitó Lily—. ¿Y si no ha sido casualidad? ¿Y si es un prodigio?

—Yo no soy un «bicho» —se confundió la pequeña Alexandra, dirigiéndose al grupo con firmeza.

Pero en cuanto Sasha y Lily reprodujeron la partida horas después, como siempre hacían tras cada sesión de entrenamiento, vieron que el movimiento que había hecho una niña de tres años de edad había sido el único posible con el que Lily podía dejar la partida en tablas.

Se había abierto la caja de Pandora. Y jamás habría posibilidad de volver a cerrarla. 

Nim hizo una pausa y me miró bajo aquella luz tenue. Habíamos llegado a Rosslyn, al otro lado del puente, en la ribera de Virginia. Estaba a oscuras y desierta, con los altos edificios de oficinas cerrados hasta la mañana siguiente. Aunque la conversación me tenía absorbida, sabía que necesitaba volver a casa y acostarme. Pero mi tío aún no había acabado.

—Al cabo de un rato, Cat subió al jardín después de nadar en el mar —me dijo—. Empezó a sacudirse la arena de los pies y a secarse el pelo con un extremo del albornoz, y entonces nos vio a todos sentados alrededor del tablero, contigo, su inocente hijita, sentada en el regazo de su padre con una pieza de ajedrez en la mano.

»Nadie tuvo que decirlo. Cat supo lo que había pasado. Se volvió y se marchó sin pronunciar palabra. Jamás nos perdonaría haberte incluido en el juego.

Nim se quedó en silencio al fin. Creí que era el momento de intervenir, o al menos de dar media vuelta, para no quedarnos ahí fuera toda la noche.

—Ahora que tú y la tía Lily me habéis informado de la existencia de ese gran juego —dije—, todo eso explica por qué mi madre no confiaba en ti. Y por qué temía tanto por mí. Pero no explica la fiesta ni su desaparición.

—Es que eso no era todo —repuso Nim.

¿Que no era todo?

—Eso no era todo lo que contenía el paquete que envié a Cat —añadió, leyéndome el pensamiento una vez más—. Esa tarjeta que encontraste, la cartulina con el dibujo de un ave Fénix en una cara, un pájaro de fuego en la otra y varias palabras en ruso, así como una tarjeta de visita que alguien creyó que yo reconocería. Pero aunque aquello me sobrepasaba, hay otra cosa que debo enseñarte… —Me miró de un modo sospechoso. «¿De qué demonios se tratará ahora?»

Estoy segura de que volvía a dar la impresión de estar a punto de desmayarme, aunque esta vez no por falta de alimento ni de sueño. No podía creer que aquello estuviera ocurriendo. Me levé una mano al bolsillo de los pantalones, saqué la tarjeta y se la tendí a mi tío.

—«Peligro. Cuidado con el fuego» —le dije—. Tal vez no signifique nada para ti, pero te aseguro que para mí sí. Me dieron esta tarjeta justo antes de que mi padre muriese. ¿Cómo la conseguiste tú?

Nim agachó la cabeza sobre la tarjeta y permaneció así largo rato, allí, de pie en la oscura acera. Luego me miró con una expresión extraña y me la devolvió.

—Tengo que enseñarte algo —dijo.

Se llevó una mano a la gabardina y sacó una pequeña cartera de cuero, del tamaño de un monedero. La sostuvo en la mano con sumo cuidado, como si se tratara de una reliquia, con la mirada clavada en ella. A continuación abrió mis manos y la depositó en ellas. Mantuvo sus manos alrededor de las mías unos instantes y al cabo las retiró.

Cuando abrí la cartera, incluso con aquella tenue luz de Rosslyn, alcancé a ver los detalles de una fotografía vieja en blanco y negro, pero tintada con acuarela para hacerla parecer de color: era una familia de cuatro miembros.

Dos niños de unos cuatro y ocho años aparecían sentados en el banco de un jardín. Los dos llevaban túnicas holgadas, con un cinturón y calzones largos debajo; tenían el pelo claro y rizado en tirabuzones. Miraban a la cámara con sonrisas vacilantes, como si nunca antes les hubieran hecho una fotografía. Justo detrás de ellos se alzaba un hombre corpulento, de pelo rebelde, ojos oscuros e intensos y aspecto ferozmente protector. Pero era la mujer que estaba de pie junto a él quien me heló la sangre.

—Somos tu padre, el pequeño Sasha, y yo —decía Nim con una voz entrecortada que nunca había oído salir de su boca—. Estamos sentados en el banco de piedra de nuestro jardín en Krym, en Crimea. Y esos son nuestros padres. Es la única fotografía que existe de la familia. Aún éramos felices. Nos la hicieron no mucho tiempo antes de que supiéramos que tendríamos que huir.

Era incapaz de despegar la vista de aquella imagen. El miedo me atenazaba el corazón. Aquellos rasgos cincelados que jamás podría olvidar, aquel cabello rubio, incluso más claro que el de mi padre…

La voz de Nim pareció llegarme a través de un túnel de miles de kilómetros de longitud.

—Sólo Dios sabe cómo es posible —dijo—, pero sé que una única persona ha podido tener en su haber esta fotografía durante todo este tiempo y habérmela enviado junto con esa tarjeta y el dibujo del ajedrez. Sólo una. —Hizo una pausa y me miró muy serio—. Lo que esto significa, querida, es que, al margen de lo que haya creído todos estos años y por muy imposible que siga pareciéndome, esa mujer de la foto, mi madre, sigue viva.

Sí, sin duda estaba viva. Yo misma podía dar fe de ello.

Era la mujer de Zagorsk.

DOS MUJERES

Deux femmes nous ont donné les premières exemples de la gourmandise: Eve, en mangeant une pomme dans le Paradis; Proserpine, en mangeant une grenade en enfer.

(Dos mujeres nos dieron los primeros ejemplos de la gula: Eva, al comer una manzana en el Paraíso; Perséfone, al comer una granada en el Infierno.)

ALEXANDRE DUMAS,

Le Grand Dictionnaire de Cuisine

M
e despertaron los estridentes gorjeos de un ejemplar macho de reyezuelo que se había posado justo delante de mi ventana. Ya estaba habituada a aquel ruido taladrante. Ese mismo pájaro aparecía todos los años por primavera, siempre cantando la misma vieja melodía. Daba saltitos de excitación, tratando de convencer a su cónyuge de que inspeccionara una posible ubicación para su nido situada justo debajo del alero de mi ventare adonde ya había llevado varias ramas y briznas de hierba y había amontonado en un rincón; en ese momento la engatusaba para que reorganizara el mobiliario y así poder él acordar la fecha antes de que algún otro avistara aquel excelente interior, uno de los pocos sitios del canal al que no podían acceder los gatos callejeros.

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