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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (145 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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El despacho del señor Dulles, en la séptima planta, era tan lujoso como lo permitían las normas del gobierno. Tenía paneles de nogal en las paredes y mullidas alfombras, y las amplias ventanas ofrecían una vista de las onduladas colinas de la finca, propiedad de la CIA. Por la mañana temprano se podía ver el Potomac cubierto de bruma.

La secretaria del señor Dulles, una ancianita tan simpática como temible, inició la tradición de alimentar las aves que visitaban el balcón de la séptima planta. Casi en seguida, asignó a los tres gorilas que custodiaban la oficina del director la tarea de limpiar los comederos cada mañana. Comenzaron otros rituales diarios. El director, a quien le había llevado años conseguir Langley, parecía saber, mientras terminábamos de instalar su despacho, que no pasaría mucho tiempo en él.

Sospecho que ver su sueño realizado no le proporcionaba la alegría que había esperado. De hecho, no se mudó de la calle E hasta que su nuevo despacho estuvo listo hasta el último detalle, e incluso entonces, para el fin del verano, resultó evidente que no manifestaría por él más que un interés ceremonial.

Ocasionalmente me invitaba a acompañarlo en su limusina, y me hablaba de mi padre, y se alegraba de que él y Mary estuviesen juntos otra vez, noticia que yo mismo acababa de recibir en una postal, pero por lo general el director era como un hombre de luto. Si bien lograba mostrarse animado por un minuto o dos, pasaba la mayor parte del tiempo sumido en un silencio rayano en el estupor.

El 28 de septiembre acompañó a John McCone a la ceremonia de graduación en la escuela naval de Newport, donde el presidente Kennedy anunció que el señor McCone sería el nuevo director de la Agencia. Howard Hunt, que había trabajado duro en la historia oficial de la bahía de Cochinos en la antigua oficina del señor Dulles en la calle E, tuvo la suerte de acompañar a éste en el viaje de regreso a Boston. No me sorprendió que en el transcurso del viaje no se dirigieran la palabra; el señor Dulles sufría un ataque de gota y llevaba el pie apoyado en un almohadón sobre un taburete.

—Estoy cansado de vivir
sub cauda
—dijo en un momento dado el director, clavando la mirada en Hunt—. Usted que sabe latín, dígame, ¿cómo se traduce
sub cauda
?

—Bien, señor —respondió Hunt—, no quisiera parecer descortés, pero creo que significa algo más que su traducción literal. Yo diría que una buena expresión equivalente sería «bajo la cola del gato».

—Sí, eso es excelente —dijo Dulles—, pero creo que me siento bajo el culo del gato.

Después de un breve silencio siguió hablando como si estuviera solo en el coche, sin dirigirse a nadie en particular, ni a Hunt, ni al chófer, ni siquiera a sí mismo, sino probablemente a los dioses que aguardaban por él.

—El presidente me dijo en privado que si él hubiera sido el líder de una potencia europea habría tenido que renunciar, pero en los Estados Unidos, como no podía hacerlo, debía ser yo el que se sacrificara. Eso está muy bien, pero ¿no creen que también podría haberle pedido a Robert Kennedy que se bajara del estrado?

Hacia fines de octubre, poco después de que John McCone asumiera como nuevo director de la Compañía, el señor Dulles completó la mudanza a Langley y durante un par de semanas lo vimos cojear como un búfalo herido. Yo tenía la impresión de que aborrecía el lugar, y eso mismo le dije a mi padre en una carta. Cal me respondió con un lenguaje sorprendentemente fuerte.

10 de octubre de 1961

Sí, hijo, recorrí Langley antes de viajar y estoy totalmente de acuerdo contigo. En ocasiones me pregunto si Allen se dará cuenta de lo importante que es la arquitectura para el hombre. Temo por nosotros en Langley. I-J-K-L era espantoso, pero uno terminaba por cogerles cariño a esos barracones y cobertizos destartalados. Allen perdió de vista lo principal: el encanto debe ser preservado. I-J-K-L estaba lleno de extraños corredores y escondrijos y armarios secretos de los cuales se podía salir a un salón adyacente, pero a pesar de todo, ese vejestorio crujiente era nuestro. Langley no será más que memorandos y reuniones. La sección técnica se llevará la mayor parte del presupuesto, y trabajar con buenos agentes se convertirá en un oficio perdido. Adiós a la música de cámara. ¡Hola, hilo musical!

«Cómo pudo Allen hacernos esto? Puede que el pobre supiese muchas cosas, pero esta vez se equivocó.

Ahora tenemos a McCone. Un hombre compacto. Bajo. Pelo claro. Ojos azules y tan fríos como el acero. Usa gafas de montura de acero. Sospecho que su producto más pesado no debe de venir en piezas, sino en lonchas.

(Hasta este punto, se había tratado de una carta razonable, pero yo sabía que cuando mi padre hacía alguna referencia a los excrementos, pasábamos de la urbanidad a la demencia.)

Como te habrás enterado por mi postal, Mary y yo estamos nuevamente juntos. No por amor, supongo, sino por hábito. Después de veinticinco años, perder una esposa es tan malo como dejar de fumar y de beber. De hecho, apenas si puede hacerse. Quiero mucho a la muchacha, como sabes: es mi gran ballena blanca. Vine a Japón a echar a ese maldito comerciante de su vida. ¿Sabes? Es algo horrendo, y ella no quiere reconocerlo, pero creo que estaban unidos por un sucio lazo de lujuria. Por momentos me obsesiona. Veo al condenado japonesito encima de ella, por delante y por detrás, lanzando sus gritos de kamikaze, el muy hijo de puta. Cuando pienso en ello, odio a Mary.

Resulta terrible confiarle a un hijo algo así, pero tú, Rick, eres el único que no se burlaría de mí. Me preocupa perder el control sobre mí mismo. Hace un par de meses el suicidio de Hemingway me conmocionó. Dios Todopoderoso. Una noche de 1949, en el Stork Club, echamos un pulso y lo vencí. Siento un ápice de culpa, porque esa noche vio la luz en mis ojos, y yo el dolor en los suyos.

De todos modos, la muerte de Ernest es algo terrible. ¡Quitarse la vida de un tiro de escopeta en la boca! Me gustaría pensar que no fue un suicidio. Tal vez tuviese cáncer, y ya sabes cuál es la cura. Ningún médico lo reconocería, pero yo lo sé. Desafiar tu muerte, noche tras noche... Considera las evidencias. Esa noche Hemingway estaba de buen humor, cantando canciones con su esposa Mary. De repente, ¡pum! ¿Se va solo a un cuarto y se vuela los sesos? No. Debe de haber estado jugando con eso noche tras noche. Explorando la tierra de nadie entre la vida y la muerte, los lugares donde se arremolina la niebla del horror. Estoy seguro de que ese hombre valiente iba a ese cuarto todas las noches, se ponía el cañón de la escopeta en la boca, buscaba el gatillo, y lo apretaba muy, muy suavemente, hacia la tierra de nadie. Si lo apretaba demasiado, moría, y si no, ganaba unos días más de vida. Una especie de remedio para el cáncer. Los médicos pueden decir lo que quieran, pero lo que Ernie hacía era desafiar a la muerte. Probablemente, muchas noches se libró de ella, hasta que el 2 de julio se atrevió a apretar el gatillo demasiado fuerte. Ya no podía hacer ningún esfuerzo físico, ni esquiar, ni boxear; probablemente su picha ni siquiera superaba la línea horizontal. Pero ¡por Dios! Podía desafiar a la muerte. Ésa es mi esperanza. Mi temor secreto es que a último momento se haya asustado, porque en ese caso lo habrá echado todo a perder. Hijo, estas muertes me han dejado muy mal. Clark Gable, Gary Cooper, Dash Hammett, y ahora Hem. Están produciendo su efecto, y eso hace que odie cada vez más a ese hijo de puta de Jack Kennedy. No quiero ser intolerante, pero el hecho es que no se puede confiar en los católicos. Quizás exista algún lazo esotérico del Vaticano entre Kennedy y Castro. Bien, eso es lo que pienso, y lo he dicho. Castro fue muy religioso en su infancia, no sabías? Investígalo en FUENTES, y confírmalo en VILLANOS. Un complot entre él y Kennedy explicaría por qué Fidel siempre juega un as cuando nosotros jugamos un rey.

Sé que desvarío, pero la ira fermenta y sube. Hasta que borre de mi mente a ese japonés, no disfrutaré el haber reconquistado a Mary. ¿Lo entiendes? Nunca la eché demasiado de menos. Echaba de menos los hábitos, sobre todo los más aburridos. Echaba de menos nuestras partidas de cartas. Eso conseguía mitigar todos los agravios de que era objeto. Ahora me pregunto si existe algo que valga la pena proteger.

Rick, probablemente mañana vuelva a escribirte para disculparme por esta carta. Supongo que te habrás dado cuenta de que los Hubbard poseemos una mezcla de cólera y locura. Hasta el director de St. Matthew's. Solía darme unas palizas terribles (y merecidas). Pero también sabrás que hacemos lo posible por mantener oculto nuestro genio. Por una buena razón. Una vez que aflora, el resultado es horrendo.

Te echo de menos, compañero.

PAPÁ

Ahora empezaba a entender por qué años antes Cal se había mostrado tan ansioso cuando me operaron de la cabeza.

3

Yo tenía mis propios problemas. El primero era decidir cuál era el siguiente paso en mi carrera. Cada vez que consideraba la posibilidad de prescindir de mi padre y de mi padrino, regresaban los recuerdos de los primeros días en el Nido de Serpientes. Había momentos en que no me sentía preparado para ir solo a ninguna parte.

De todos modos, me seguía preguntando qué haría a continuación. Antes de partir rumbo a Japón, mi padre me había dado a entender que una cierta operación contra Castro continuaría, pero ¿quería yo volver a Miami si Modene ya no estaba allí?

Podía solicitar un destino en París, Roma, Viena o Londres. Claro que tal vez esos destinos eran demasiado prestigiosos, y yo podía fracasar. Por otra parte, no tenían por qué respetar mis preferencias. Quizá podía acabar en Islandia o Palma de Mallorca.

Por supuesto, la cuestión fundamental era saber si gozaba de buen nombre en la Agencia, y para ello no había una respuesta automática. A pesar de sus buenas cualidades, Porringer debía de haber fastidiado demasiado a Howard, porque, según había oído, decidió hacer una solicitud pasando por encima de los departamentos, las divisiones e incluso el directorio de Planes, y ahora estaba enterrado en el directorio de Inteligencia. Eso era lo que sucedía cuando se solicitaba un destino a Personal.

En consecuencia, decidí dirigirme a Howard. Después de todo, mi padre estaba bajo una nube, y Harlot no se había mostrado muy comunicativo conmigo. Ignoraba qué clase de trabajo podía ofrecerme Howard, pero ¿a. quién dirigirme? No quería acudir a David Phillips, y Richard Bissell no sólo había caído en desgracia, sino que estaba demasiado alto para llegar a él. De haber tenido más tino, me habría dirigido a Richard Helms. Se decía (cosa que podría haber constatado llamando a Arnie Rosen) que Helms sería el subdirector cuando Bissell se fuera. Al fin y al cabo, Helms se había mantenido alejado de la bahía de Cochinos.

No me di cuenta de que Richard Helms podría estar eligiendo sus cuadros de oficiales jóvenes para un futuro lleno de poder. Rosen lo habría sabido, habría podido hacer algo con Helms si corría el riesgo de ofender a Harlot para siempre. Sin embargo, existían ciertas sutilezas más allá de mis modestos deseos de progreso. Tuve que conformarme con invitar a Howard Hunt a tomar una copa después del trabajo.

Ahora que había terminado sus tareas para Dulles, Howard estaba en la división de Operaciones Interiores en la avenida Pennsylvania, ocupado en formular «iniciativas interesantes» para Tracy Barnes. Cuando comenté que eso no me parecía claro, él dijo:

—Debo decirte que la división de Operaciones Interiores fue establecida después de una larga lucha interna.

—¿No puede decir nada más?

Podía. La DOI se encargaba de proyectos que ninguna otra división de la CIA quería.

—Yo soy el jefe de Acción Encubierta en la DOI.

—No consigo imaginarme un día de trabajo típico.

—Tareas menores. Apoyo a editores y libros a los que creemos que vale la pena echarles una mano.

Guardé silencio.


La nueva clase
, de Milovan Djilas, por ejemplo, editado por Praeger.

—Suena sencillo —dije.

—Lo es. Ahora tengo tiempo para dedicárselo a la familia, los amigos, y para hacer algo más. Verás, me he reunido con Victor Weybderecha. En caso de que no lo sepas, es el jefe de la Nueva Biblioteca de los Estados Unidos. Quiere que escriba el equivalente estadounidense de las novelas de James Bond, que su editorial ya ha comenzado a publicar. Discutí la idea con Helms y está de acuerdo en que puede ser ventajoso para nuestras relaciones públicas. He comenzado lo que llamo la serie de Peter Ward. Bajo un seudónimo, por supuesto: David St. John.

—Buen nombre.

—Lo tomé de David y St. John Hunt, los nombres de mis hijos.

—Por supuesto. —Terminé mi copa—. ¿Eso es todo lo que hace en DOI?

—De momento, sí.

¿Pedíamos una segunda ronda? Pagaría yo, y quería obtener algo a cambio de mi dinero.

—Me siento tentado de preguntarle qué está esperando.

—Sólo puedo repetir —dijo Howard— que nos encargamos de los proyectos que la CIA no quiere aceptar.

Lo dejamos allí. Sólo cuando desperté en mitad de la noche me di cuenta de que Hunt me había hablado de su historia de cobertura. Supuse entonces que la división de Operaciones Interiores debía de estar encargada de actividades especiales referidas a Cuba.

Dos días más tarde, llegó un telegrama a mi apartamento. Decía: NO SUBA A BORDO DE BARCOS DESCONOCIDOS. FIRMADO: VICIOSO.

Se me ocurrió que Howard había hablado con Tracy Barnes, quien, a su vez, debía de haber discutido mis antecedentes con Montague. No sabía si estar contento o cauteloso ante la posibilidad de que no se hubiera perdido todo interés en Herrick Hubbard.

Si he presentado una imagen de la clase de meditaciones que pasan por mi mente cuando me siento desdichado, debo decir también que mi abatimiento experimentó un alivio ocasionado por un golpe —podría decir un
coup
— que recibí por medio de una llamada telefónica o, en realidad, dos.

La mañana siguiente a que recibiese el telegrama de VICIOSO, sonó el teléfono justo en el momento en que me disponía a salir para Langley. Oí una voz de mujer, ahogada por varias capas de pañuelo. No podía estar seguro de si la conocía (no inmediatamente), pues la voz sonaba igual que un disco que gira demasiado despacio. Además, dejó de hablar antes de que mi oído estuviera preparado.

—Llámame en doce minutos al número 623-9257. Repite.

—623-9257. —No podía creerlo, pero vi una pared anaranjada frente a la cual había una mesa verde con una lámpara azul. Un hombre de chaqueta negra, pantalones verdes y zapatos rojos estaba sentado en una silla marrón—. 623-9257 —repetí.

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