Read El fantasma de Harlot Online

Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (169 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
7.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sin embargo, Bobby reunió a los líderes de la industria en Washington y pronunció un discurso conmovedor. (Según pude enterarme por distintas fuentes.) Dijo que la Brigada estaba compuesta por hombres valientes que, a pesar del dolor de la derrota, jamás se volvieron en contra de los Estados Unidos. ¿No era nuestra responsabilidad rescatar a estos buenos hombres, los primeros en luchar contra el comunismo en nuestro hemisferio, antes de que perecieran debido a las condiciones desesperantes de las cárceles de Castro?

Bien, estos grandes industriales se conmovieron lo suficiente para iniciar negociaciones con Bobby. Cuando le pregunté si su discurso fue la causa de todo, se rió y dijo: «A estos tipos hay que alimentarles, no sólo el corazón, sino el estómago también». El Departamento de Hacienda encontró la manera de reducir sus impuestos con las donaciones de productos médicos.

Algunas de las compañías terminaron ganando con su caridad. Por supuesto, estamparon una pequeña bandera estadounidense en cada paquete que enviaron, a pesar de que algunos aprovecharon para deshacerse de sus medicinas obsoletas o caducadas. De una manera u otra, Bobby consiguió su propósito, gracias a su sagacidad. Mientras escribo, todavía no es seguro que la Brigada llegue a Miami antes de Navidad, pero no tengo dudas de que vendrán. Tal vez surjan dificultades de última hora, pero Bobby traerá a esos prisioneros. Puedes estar seguro de que tendrás una semana atareada pero feliz en el Sur.

Tu prima que te quiere,

KITTREDGE

La víspera de Navidad, la Brigada viajó de La Habana a Miami, y el 29 de diciembre, el presidente Kennedy les dirigió la palabra en el Orange Bowl. Me encontraba entre las cuarenta mil personas del público.

Me sentía desorientado. Estaba sentado en la línea correspondiente a las veinte yardas, bastante lejos del podio, y Jack Kennedy parecía una figura pequeña en un valle cavernoso, un hombre que hablaba a una hilera de micrófonos no más grandes que las patas de un cangrejo ermitaño asomando del caparazón. Si he escogido una imagen tan surrealista, es porque la situación era grotesca. Yo estaba contemplando al ex amante de Modene. El que no la había querido lo suficiente. Del mismo modo que un poco antes ella no me había querido a mí. Me pregunté si yo sería el único en ese estadio que tenía una visión tan triste e íntima de la presidencia.

Tampoco estaba preparado para la multitud. Había trabajado esos dos últimos meses en las deprimentes oficinas de Zenith, y ahora no estaba listo para el impacto de un estadio lleno de cubanos jubilosos que saludaban el regreso de los perdidos y condenados. Oleadas de pena conmemoraban la pérdida de un país al que mientras vivían en él nunca habían amado tanto.

Recuerdo el pandemonio. Desde la iniciación de la ceremonia, cuando los mil ciento cincuenta hombres de la Brigada entraron marchando en el campo y tomaron posición de descanso en filas ordenadas con precisión, el tumulto de padres, madres, esposas e hijos, sobrinas, sobrinos, tíos, tías y primos en primero, segundo, tercer o cuarto grado, constituyó el sonido más fuerte jamás oído en un estadio, que se duplicó cuando entraron el presidente y Jacqueline Kennedy en un Cadillac blanco descapotable. Miles de banderas estadounidenses y cubanas empezaron a agitarse cuando el presidente y la primera dama descendieron y se cuadraron junto a Pepe San Román, Manuel Artime y Tony Oliva. Se tocó primero el himno cubano, luego el estadounidense. La emoción de las familias reunidas allí podía soportar cualquier ceremonia, por prolongada que fuese. El presidente pasó revista a la Brigada, estrechando la mano de todo soldado que le llamaba la atención, mientras los aplausos iban en aumento. Estábamos en medio de la ceremonia de graduación más grande e importante que jamás se hubiera llevado a cabo. Cada mano que el presidente Kennedy estrechaba significaba la culminación de una saga familiar.

Pepe San Román fue el primero en hablar:

—Nos presentamos ante Dios y el mundo libre como guerreros en la batalla contra el comunismo. —Luego se volvió a Jack Kennedy—. Señor presidente, los hombres de la Brigada 2506 depositan su estandarte ante usted, para su custodia.

Los diarios locales habían contado cómo la bandera de la Brigada había sido llevada de la bahía de Cochinos por una de las lanchas disponibles; Kennedy la desplegó provocando una ovación operística, se volvió hacia los soldados, los invitó a que se sentaran en el césped, y respondió:

—Quiero expresar mi agradecimiento a la Brigada. Esta bandera les será devuelta en una Habana libre.

Pensé que había comenzado otra guerra. «
¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!
» exclamaban todos con el júbilo que les otorgaba la bendición de compartir un solo pensamiento: «¡Volvamos a la guerra!».

Y yo, un oficial de Inteligencia, tuve una revelación. En ese instante todos se sentían liberados de la continua fatiga de mi alma dividida que, hacía nada más que un día, también había sido su alma dividida. ¡Guerra! La guerra era el momento en que Alfa y Omega se unían en un todo.

No pude por menos que admirar a Jack Kennedy ante lo que dijo a continuación.

—¿Quiere el señor Facundo Miranda, que fue quien preservó esta bandera durante los últimos veinte meses, acercarse al podio para que lo conozcamos? —El señor Miranda y Kennedy se dieron la mano — . Quería conocerlo —le dijo el presidente—, para saber a quién debía devolverle la bandera.

Parecía que la ovación no terminaría nunca. En medio de tanta emoción, pronunció su discurso.

—Aunque Castro y otros dictadores como él gobiernen las naciones, no gobiernan a los pueblos; pueden encarcelar el cuerpo, pero jamás el espíritu; pueden destruir el ejercicio de la libertad, pero no pueden eliminar la decisión que tiene la Humanidad de ser libre.

Mi experiencia patriótica se vio interrumpida cuando vi a Toto Bárbaro. Se estaba dirigiendo hacia el podio, acercándose cada vez más. Finalmente, conseguiría estrechar la mano del presidente.

—Puedo asegurarles —continuó Kennedy—, que el deseo mayor del pueblo de este país, así como del pueblo de este hemisferio, es que algún día Cuba pueda volver a ser libre. Entonces, esta Brigada marchará al frente de la columna de la libertad.

Me pregunté qué pasaría con las negociaciones (que tanto impresionaban a Kittredge) entre Kennedy y Kruschov. Quizá la sangre caliente del político había agobiado las serenas arterias del presidente. ¿O estaba yo presenciando una nueva declaración de guerra contra Cuba?

A la mañana siguiente, mi padre me llamó desde Washington. «Espero —me dijo— que consigamos una transfusión de todo esto.»

24

15 de enero de 1963

Querida Kittredge:

Debo anunciarte el regreso de Howard Hunt. Hacía quince meses que no sabía nada de él, pero la otra noche comimos juntos. La última vez que lo vi estaba sepultado en la División de Operaciones Domésticas bajo la dirección de Tracy Barnes, ya sea escribiendo novelas de espionaje para la Nueva Biblioteca de los Estados Unidos, o envuelto en otros asuntos de capa y espada. No me dio ninguna información.

Sospecho que avanzaba por un carril paralelo al de Bill Harvey, y aunque no puedo asegurarlo, probablemente tratase con cubanos ultraderechistas. Él no dice nada al respecto. Sólo lo vi esa noche. Me llamó para invitarme a comer con él y Manuel Anime. Esta carta es para transmitirte lo que Anime me contó sobre la experiencia de la Brigada en las cárceles cubanas.

Fue una buena velada. Es curioso, ingresé en la Agencia en busca de aventuras, y ahora, después de un día sentado ante el escritorio, la mayor parte de la excitación que experimento proviene de comer fuera.
Mi vida en la Central de Inteligencia, o Las Cien Cenas Más Memorables
.

Bien, ésta fue una de esas cenas. Howard, que sigue destinado en Washington, ha conseguido, para su uso exclusivo, una de nuestras mejores casas francas, una verdadera joya en Key Biscayne, denominada La Nevisca. Yo solía utilizarla en el período pre-Cochinos, pero ahora la ocupa Howard, y me demuestra que la vida en la Agencia a veces puede ser divertida. Tuvimos una comida digna de los dioses, regada con Château Yquem, servida por dos proveedores —contratados por la Agencia para ocasiones especiales—, especializados en
haute cuisine
, y que incluso hacen las veces de camareros.

Una comida de cinco tenedores. Es evidente que Howard ha recobrado su autoestima. Por lo que sé, su máxima pasión es tener una noche como ésa.

De todos modos, yo me sentía como un intruso. Si Howard y Artime no se aprecian, son un par de excelentes actores. Creo que nunca había visto a Howard tan cordial. Conocí la ilimitada hipérbole de los verdaderos brindis cubanos. Me enteré de que el arte consiste en levantar la copa como si uno se dirigiese a cien personas.

—Bebo a la salud de un hombre notable —dijo Howard—, un caballero cubano cuya reserva de patriotismo es inagotable. Bebo a la salud de un hombre a quien estimo tanto que, sin saber si lo volvería a ver, lo escogí,
in absentia
, como padrino de mi hijo David.

Artime respondió con una expresión altisonante. Defendería a su ahijado, si se presentaba la ocasión, con su vida misma. ¿Sabes, Kittredge? Nunca un hombre me pareció más sincero. Artime, a pesar de lo delgado que está por los veinte meses transcurridos en prisión, ha adquirido un carácter imponente. Antes era encantador, pero un tanto adolescente, y demasiado emocional para mi gusto. Ahora está más emocional que nunca, pero ha adquirido un gran carisma. Es imposible sacarle los ojos de encima. Uno no sabe si está mirando a un asesino o a un santo. Parece dotado de una dedicación interior que ninguna fuerza humana sería capaz de vencer. No es del todo atractivo. Mi abuela, la madre de Cal, tenía la misma dedicación para las obras de la Iglesia (¡no exagero!) y murió a los ochenta años de un cáncer de intestino. Es ante personas como éstas cuando uno siente la bestia inflexible de la ideología. No obstante, después de una velada con Artime, me dieron ganas de luchar contra Castro a mano limpia.

Te daré una versión completa de la respuesta de Artime al brindis de Howard.

—En la prisión —dijo—, había horas en que la única emoción posible era la desesperación. Sin embargo, en lo más hondo de nuestro cautiverio, esa desesperación era bienvenida, porque es una emoción fuerte, y todos los sentimientos, ya sean nobles o mezquinos, son ríos, arroyos y riachuelos, esa fue la palabra que usó, que fluyen hacia ese medio universal que es el amor. Era el amor a lo que queríamos regresar. El amor hacia nuestro prójimo, por malvado que sea. Yo quería erguirme bajo la luz de Dios para recobrar mis fuerzas y volver algún otro día a luchar. Estaba agradecido por el poder de mi desesperación. Me permitía sobreponerme a la apatía.

»Pero la desesperación es un peligro espiritual. Uno tiene que salir de ella si no quiere perderse para siempre. Del mismo modo en que se necesitan piedras para avanzar sobre el agua, senderos para ascender, peldaños en una escalera, cuando uno se sume en la corriente negra del sufrimiento ilimitado, el recuerdo de los amigos puede llegar a ser el único puente que conduce de regreso a las emociones superiores. Mientras estaba en prisión, ninguno de mis amigos americanos aparecía ante mi mente con una presencia más hermosa, capaz de elevar mi torturado espíritu, que la de usted, don Eduardo, caballero espléndido a quien saludo esta noche con todo el honor de sentirme bendecido por la alta obligación moral de ser el padrino de su hijo David.

Y en ese tono siguieron. Me di cuenta de que la primera razón por la que había sido invitado aquella noche era mi buen dominio del español: dos hombres adultos no pueden hablar de esa manera tan elevada sin tener, por lo menos, a otro como audiencia.

Artime empezó a hablar de la prisión, que era, por cierto, lo que yo quería oír. Gran parte de lo que dijo, sin embargo, fue contradictorio. Si la comida era decente en una cárcel, era terrible en otra; si a los líderes de la Brigada los confinaban en celdas aisladas durante un tiempo, luego los llevaban a celdas compartidas; si bien el tratamiento era cortés durante un tiempo, pronto se volvía desagradable. Las condiciones de una prisión no guardaban relación con las de la siguiente. Y eran trasladados de una a otra con frecuencia.

Esta exposición me dio un sentido del tumulto más allá de los muros. En ese momento, en Cuba las teorías y los acontecimientos debían de estar chocando, porque no parecía existir ninguna intención consistente detrás de la encarcelación.

Por lo que nos contó, las primeras horas de reclusión de Artime fueron las peores. Tras el calamitoso final de la invasión, mientras trataban de evitar ser capturados, él y otros hombres se internaron en un pantano sin caminos llamado Zapata. Dijo que tenía cierta idea de cómo llegar a la sierra Escambray, distante ciento veinte kilómetros, donde iniciaría un movimiento guerrillero. Dos semanas después, su grupo fue cercado.

Artime era el más importante líder de la Brigada que hasta el momento había capturado la Contrainteligencia de Castro. Como supongo que no estás demasiado familiarizada con sus antecedentes, te haré un breve resumen. No recuerdo si fue Samuel Johnson quien dijo: «Sólo un infeliz sin talento intenta un bosquejo». Artime, que estudió psiquiatría con los jesuitas, no había cumplido los veintiocho años cuando se unió a Castro en Sierra Maestra. Sin embargo, un año después de la victoria intentó iniciar un movimiento clandestino, pues, según sus propias palabras, se sentía «un demócrata infiltrado en un gobierno comunista». No tardó mucho en convertirse en un fugitivo de la Policía. Vestido con la sotana de un cura, y con un arma dentro de un misal hueco, Anime subió por la escalinata de la Embajada estadounidense en La Habana, y poco después fue llevado clandestinamente a Tampa en un carguero hondureño. Con el tiempo, se convirtió en uno de los líderes del Frente y más tarde de la Brigada, lo cual no le impidió mantener su grupo clandestino en Cuba. Con estas tres credenciales, puedes estar segura de que una vez capturado no fue interrogado de manera rutinaria.

Por supuesto, no era la suya una situación cómoda. El pantano estaba cubierto de arbustos espinosos. El agua potable escaseaba. Al cabo de catorce días de sed, nadie podía hablar, ni siquiera mover la lengua.

—Siempre pensé —dijo Anime— que yo era uno de los llamados a liberar Cuba. Dios me usaría como su espada. Pero después de ser capturado creí que Dios debía de necesitar mi sangre, y tenía que estar preparado para morir en caso de que mi país no fuese liberado.

BOOK: El fantasma de Harlot
7.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fallen Idols by Neil White
Caught in the Surf by Jasinda Wilder
Shadowed by Sin by Layna Pimentel
Voices in the Dark by Catherine Banner
Calling Me Home by Kibler Julie
Inside Out by Mason, Nick
Poison at the PTA by Laura Alden