—¿Es prudente que te vean aquí? —pregunté. Se encogió de hombros.
Serví coñac mientras él hablaba. Se sentía desgraciado con Butler; le tenía miedo; estaba esperando que lo agrediera físicamente.
—No es una situación segura.
—¿Por qué te metes en problemas?
—Porque en caso contrario perdería todo respeto por mí mismo. Miami es peor que Uruguay. Allí, simplemente traicionaba a gente con la que me había criado. Algunos se lo merecían. Aquí, estoy traicionando a hombres valientes.
—¿El DGI?
Asintió.
—Sus vidas peligran día a día. Los exiliados los despedazan cuando los descubren.
—¿Vienes a visitarme para que los del DGI puedan matarte?
Volvió a encogerse de hombros. Ahora entendí el gesto. Era el más triste que podía haber hecho. Hay un papel en la calle, movido por el viento. ¿Para qué molestarse en recogerlo?
Le serví más coñac y habló durante un par de horas más. Yo estaba cansado, pero debo decir, Kittredge, que empecé a preguntarme si nuestro buen agente doble no estaría trabajando con mayor devoción para el DGI que para nosotros. El hecho de que hubiera ido a mi apartamento me perturbaba. Podía significar que era indiferente a su propia seguridad, o —igualmente posible— el DGI estaba bien informado acerca del trabajo que hacía para nosotros. Me deprimía pensar que debía transmitirle esta sospecha a Butler.
Aun así, presté atención a lo que Fuertes decía. Tenía que hacerlo. La manera en que comprende las cosas me resulta intrigante. Bajo los efectos del coñac, el ánimo de Chevi mejoró. Habló mucho acerca de Cuba. Por momentos me parecía estar oyendo a tu marido, lo cual, obviamente, me sorprendió.
—¿Qué puede decirse de un país —observó Fuertes— que basó su economía en la esclavitud africana y el azúcar? Considera sus demás productos: ron, tabaco, burdeles. Actos sexuales especiales. Santería. Cuando vives en una tierra donde todos los días tienes que preguntarte si eres tan malo como tus raíces económicas, entonces, como si de una especie de compensación se tratase, desarrollas un orgullo sobrehumano. Es por eso que Fidel siempre busca lo que no se puede conseguir, la gema oculta en la historia.
—¿La gema oculta en la historia? —tuve que preguntarle.
—Algunos buscamos una visión que está más allá de los límites del peligro.
—No comprendo —dije, aunque por supuesto comprendía perfectamente bien.
—Fidel busca lo que no se puede conseguir. —Chevi eructó delicadamente sobre su copa de coñac. Hizo un extraño sonido siseante. Quizá su demonio había ventoseado por el orificio equivocado—. Sí, vosotros tratáis de matar a Fidel, pero yo soy el único que sabe cómo hacerlo.
—¿Por qué habrías de matarlo si lo aprecias?
—Soy operístico por naturaleza. Dostoyevskiano. Lo mataría para acercarme un poco más al monstruo que mora en mi interior. Después, lloraría por él. Entretanto, me río de todos vosotros. De vuestros intentos y de vuestros fracasos.
—¿Qué te hace pensar que lo intentamos?
—Todos en el DGI lo saben, Robert Charles, o como quiera que te llames este año. —Rió desagradablemente—. No sé por qué lo seguís intentando. Yo podría hacerlo mejor.
—¿Sí? ¿Cómo lo harías?
—Repito: apelando a lo mejor que hay en él.
—Eso es un principio, no un plan.
—Ya veo —dijo — . Buscas un procedimiento. Puedes encontrar una conchilla marina de belleza excepcional. A Fidel le gusta practicar submarinismo.
—Entiendo —dije.
—No, no entiendes. Llenarías esa conchilla de explosivo plástico y la pondrías en un arrecife al que Fidel va a pescar con arpón. Te procurarías un cómplice para que llevase a Fidel al lugar preciso. Luego esperarías a que él la cogiese. Se acercaría, pero sin cigarro. Su sistema interior de alarma, que es absolutamente notable, le avisaría para que vacilara. Fidel Castro, gran racionalista del materialismo, que patea una pared, se quiebra un dedo del pie y hace añicos un espejo cuando se entera de que los rusos retirarán los misiles, es tan sensible a los complots estadounidenses que hasta cuando extiende la mano para coger una conchilla marina excepcional, lo hace con cuidado. Se necesita más que belleza para atrapar a ese tipo.
—Ojalá siguieras hablando —dije—. Cada vez que abres la boca, creas películas.
Me sentía algo borracho. Fuertes me resultaba cada vez más desagradable. Era demasiado corrupto; demasiado seguro de sí.
—Eso es, películas. ¡Excelente! Es una idea para una película. No sólo colocaría la conchilla en una cueva de coral, y usaría a un sirviente pagado por la CIA para que condujera a Fidel hasta ella, sino que procuraría que un
mayombero
hechizase a una mantarraya. La criatura se enamoraría de la conchilla y no se apartaría de ella. Se quedaría a su lado para cuidarla. Entonces, Castro podría no darse cuenta de que se trataba de una provocación. Buscaría matar al oponente para obtener la recompensa. —Fuertes se echó a reír—. Sí, todo lo que tenéis que hacer es encontrar un
mayombero
en Miami, o alguien que sepa amaestrar animales marinos en Langley.
Dejé que terminara su copa, luego lo conduje hasta la puerta.
Por favor, escribe pronto, y con generosidad. ¿Te sucede algo?
Con toda devoción,
HARRY
El asunto de la mantarraya es lo más disparatado que he oído, pero debo admitir que siento ahora un interés personal por arrancarle hasta el último pelo de la barba a ese cubano. ¿Cómo se atreve a vivir consigo mismo? Lo atraparemos, tú y yo. Pronto.
HLFX
28 de noviembre de 1962
Queridísimo Harry:
Sí, he sido remisa a la hora de relatarte los pormenores de las negociaciones de Jack y Bobby con Kruschov y Dobrynin, pero me temo que ya es demasiado tarde. Tenías razón. Me aburro sólo de pensar en reconstruir los distintos pasos. Lo que permanece vivo en mí es la inmutabilidad de Jack cuando los cargueros rusos se iban acercando a la línea de bloqueo. Hay momentos en que los grandes líderes políticos no sólo reciben los favores de los dioses, sino también sus terrores. ¿Es esto demasiado grandioso? No me importa. Amo a Jack Kennedy por haber encontrado su equilibrio entre dos horrores, el sometimiento o la exterminación, y por mantener ese equilibrio a pesar de todas las tretas que intentó Kruschov después de que los cargueros volviesen por donde habían venido. Te confieso, Harry, que hasta que no sucedió esto, dudaba del valor prístino de Jack Kennedy como presidente. Sentía devoción por él porque no estaba muerto por dentro, como la mayoría de los políticos importantes, pero, quizá por esa misma razón, secretamente sospechaba que no podría hacer frente a esos monstruosos soviéticos que acceden al poder con cubos llenos de sangre en el vestíbulo. Y otro tanto con Bobby. ¿Cómo era posible que dos estadounidenses, educados en las mejores universidades, inocentes como todos los ricos, lograsen evitar el pánico? ¡Cuánto coraje demostraron poseer, para mantenerse tanto tiempo al borde del abismo! Hasta Hugh, que piensa que Kruschov perdió el juego de una forma menos desastrosa de lo que merecía, respeta a Jack un poco más. A diferencia de él, yo estoy profundamente conmovida. Dos hermanos que se quieren valen más, en el balance de la historia, que un bruto astuto e inmundo.
Tal vez te decepciones, pero sólo te ofreceré un resumen de las negociaciones. Nosotros, naturalmente, queríamos que sacaran los misiles, además de cincuenta bombarderos Iliushin que Kruschov le había «vendido» a Cuba. También solicitamos que se autorizase a una delegación de las Naciones Unidas a inspeccionar el terreno. En compensación, nos comprometíamos a no invadir Cuba, siempre y cuando Castro no intentase subvertir el orden en América Latina. En teoría, estaba todo muy claro, pero cada propuesta exigía una sincronización perfecta. Jack debía abrirse paso entre sus propios halcones, quienes no querían que se hiciese ningún trato a menos que todas nuestras condiciones fuesen aceptadas, y entre sus palomas —Adlai Stevenson, por ejemplo—, para quienes bastaba con que Kruschov hubiera retirado sus naves. Además, Castro no aceptaba nada. No quería devolver sus bombarderos Iliushin; no quería permitir la inspección de las bases; ni siquiera aceptaba renunciar a los misiles.
Harry, no seguiré con esto. Según he descubierto, la clave de este asunto radica en separar lo esencial. Lo esencial era que se quitaran los misiles cubanos. Al no insistir Jack en que se devolviesen los cincuenta bombarderos (que no son más que un pequeño peso sobre la balanza), y al aceptar la negativa de Castro a los observadores de las Naciones Unidas (ya que nuestros U-2 nos eximen de la necesidad de una inspección sobre el terreno), se logró que Kruschov retirara los misiles nucleares de Cuba a pesar de la rabieta de Castro.
Basta. Si no me hubiera restringido a este breve resumen, tendría que haberte enviado una carta de diez páginas. Y no es eso lo que me propongo. Preferiría contarte acerca de Bobby Kennedy. El ocupa mis pensamientos estos días. Desde el verano, Bobby nos ha estado invitando regularmente a Hickory Hill, aun cuando está claro que no gozamos de la simpatía de Ethel. Es una buena persona, estoy segura de ello; un alma generosa, llena de compasión por las heridas que ve en la gente que la rodea, aunque un poco impetuosa y dispuesta a ignorar otras heridas. Por supuesto, es muy católica, y tiene una verdadera colección de hijos. Si yo estuviera en su lugar, acabaría como una borracha.
A Hugh lo invitan, supongo, porque juega bien al tenis: de manera precisa, elegante, despiadada. Todos lo buscan como compañero (hasta que los reprende severamente porque han hecho algo mal). Yo, que en mis tiempos de Radcliffe solía ser una excelente jugadora de hockey, juego ahora de una manera tan decidida como mal intencionada. Por supuesto, no le gusta a nadie, pero pierdo muy pocas veces cuando me enfrento a mujeres, y me granjeo algunas amigas cuando gano. Christopher, que a sus seis años es terriblemente tímido, no se divierte mucho con los hijos de Bobby, que vencen su negativa crónica a jugar a lo que sea. No me hace feliz la manera en que sufre los domingos que vamos a Hickory Hill, pero Hugh dice que «es su ritual iniciático» desde que dejó mis «auspicios prenatales». Según él, lo he malcriado terriblemente. Pensándolo bien, en Hickory Hill me divierto menos de lo que debería, pero como adoro a Bobby y a él le encanta conversar conmigo, no lo pasamos del todo mal. Todo es muy casto. Creo que Bobby se muere por tener una relación más íntima conmigo, pero, ¿qué sucedería?
Time
lo nombró padre del año, de modo que ante señoras como yo se limita a disfrutar de una comunión cerebral. Hemos llegado a discutir ciertas cuestiones por teléfono. Permite que uno entre en esa mente superior que tiene, al mismo tiempo inocente y abiertamente lógica. Su energía es, ciertamente, impresionante. Nadie, con la posible excepción de Hugh, posee el poder de ocuparse de tantas cosas a la vez. Aparte de los derechos civiles y del alboroto de la universidad de Mississippi, la crisis de los misiles y la persecución interminable de Hoffa y la Mafia, además de las tareas de rutina en el Departamento de Justicia, más los Boinas Verdes, más tu Mangosta (que debe de ser la empresa menos exitosa en la que se ha embarcado), ocasionalmente ocurre algo extraordinario que lo trastoca todo. Este último mes fue la atención y el cuidado que dedicó a rescatar a la Brigada. Finalmente se convirtió en una obra notable. ¿Recuerdas cuando te escribí acerca de Harry Ruiz-Williams, ese cubano maravilloso de los pies destrozados, que ha estado trabajando todos estos meses para hacer que los estadounidenses y los cubanos residentes reúnan los dólares necesarios para el rescate? No sé si prestaste atención a esto, pero en ese momento muchos republicanos atacaron a los Kennedy por considerar la posibilidad de intercambiar prisioneros por tractores. Feo. Todos esos cubanos pudriéndose en la cárcel mientras nuestros políticos sacaban crédito del anticomunismo más barato y desagradable. Bien, hace más de un año y medio que esa Brigada está en prisión. Bobby me cuenta que un exiliado adinerado de Miami, que solía tener posesiones en Cuba, fue allá como emisario y quedó horrorizado por la situación de los hombres. Le dijo a Bobby que el ganado a punto de morir adquiere un aspecto enfermizo en el lomo, y que eso mismo le ocurre a los prisioneros en la nuca. «Es algo en lo que no puedo dejar de pensar —me dijo Bobby—. ¡La nuca!» El ex hacendado cubano le dijo: «Si van a rescatar a esos hombres, señor Fiscal General, éste es el momento. Si esperan, serán cadáveres lo que pongan en libertad». «Tiene razón —dijo Bobby—, nosotros los pusimos allí, y nosotros los sacaremos para Navidad.»
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Creo que sólo Bobby podría haber ideado la operación. Castro quería sesenta y dos millones de rescate por unos mil ciento cincuenta hombres. Aducía que el ataque había causado grandes daños, y que miles de soldados cubanos habían muerto como resultado de la batalla. Un año y medio después, cincuenta mil dólares por hombre no resultaba una indemnización excesiva. Si no le daban sesenta y dos millones en efectivo, aceptaba mercaderías. Si no eran tractores, podían ser medicinas o alimentos para bebé.
Originariamente, el rescate sería obtenido por el Comité de Familias Cubanas, compuesto por un grupo de madres de Miami y La Habana, cuyos hijos eran prisioneros. Por recomendación de Bobby, eligieron como negociador a James Donovan, un abogado moderado que se había llevado bien con Castro. Al parecer, Donovan tiene un estilo áspero e irritante, muy propio de Nueva York. Según Bobby, en su primera visita de La Habana le dijo a Castro que no tenía alternativa: debía liberar a los prisioneros.
—Si quiere deshacerse de ellos, tiene que venderlos. Eso significa que tiene que vendérmelos a mí. No hay un mercado mundial para los prisioneros.
Al parecer, a Castro le gusta esa manera de encarar las conversaciones.
—Sí —respondió—, pero ¿cómo reunirá el dinero el Comité de Familias Cubanas? Hace más de un año que trabajan y ni siquiera han visto el primer millón. Han descubierto lo que yo podría haberles dicho desde el principio. Los cubanos ricos son los peores ricos del mundo. Ésa es la razón por la que yo estoy aquí y los cubanos ricos en Miami.
—Quizá no consigamos el dinero —dijo Donovan—, pero conseguiremos suministros médicos.
Ahora le llegó el turno a Bobby. Tenía que convencer a la industria médica de que donase sus productos. Una verdadera hazaña. Antes de empezar siquiera, me dijo por teléfono: «No sé cómo lo conseguiremos, Kittredge, pero lo haremos». Tenía el siguiente problema: la industria médica está siendo investigada por el Congreso, la Justicia y la Comisión de Comercio Federal por violar la ley antitrust. Algunos de los jerarcas quizás estaban infringiendo la ley. Naturalmente, como todos los corporativos semideshonestos, se creen muy justos y buenos, ni por un momento piensan que pueden haber hecho algo malo, y sienten lástima de sí mismos. Aborrecen el gobierno de Kennedy; para ellos, está en contra del mundo de las altas finanzas. Por un reflejo patriótico, odian todavía más a Castro, pero consideran que los prisioneros de la Brigada son unos fracasados.