»Digamos lo siguiente. Mientras sigas soltero, aprovéchalo. Acepta todo cambio de división que te ofrezcan. Amplía tu panorama. Después, cuando consigas a la muchacha apropiada, y hablo de una obra maestra como Dorothy, cásate. No puedes llegar a jefe de estación si no lo haces. Un jefe de estación es como un embajador. Somos la encarnación de lo que los extranjeros esperan de un estadounidense. —Separó uno de sus largos dedos de la copa de coñac, en un ángulo de cuarenta y cinco grados—. Verás, tengo una tesis. En el extranjero, los estadounidenses estamos implicados en un Control de la Envidia. Le hemos enseñado al mundo entero una manera de vivir que es decente y próspera, y por eso en todas partes nos odian. Por lo tanto, en todo lo que hacemos, debemos tener la mirada puesta en el Control de la Envidia. Podrán odiarnos, pero hay que hacer que se sientan impotentes a causa de la envidia. En eso, la mujer con quien uno se casa resulta una pieza esencial.
Mientras hablaba, yo pensaba que aquello no me interesaba. Tal vez fuese a causa del coñac, pero no quería ser director de la Compañía. No. Yo estaba allí por la doble vida. En esa doble vida radicaban mis esperanzas de cordura, y le hice un guiño al coñac, como si él y yo fuéramos viejos amigos.
No volví a tener noticias de Kittredge hasta que el clima se volvió templado y se aproximaba mi segunda Navidad en Uruguay.
12 de diciembre de 1957
Harry, querido Harry:
Quiero tener noticias tuyas, y escribirte contándote todo lo que me ha ocurrido. Han cambiado muchas cosas.
Por supuesto, estoy quebrantando una promesa. (Me niego a decir que se trata de un juramento, pues es algo que Hugh me impuso. Prometer algo cuando se está en una posición de debilidad no es prometer con el corazón.) Dada la dudosa lógica de lo anterior, decidí no decirle a Hugh que volveremos a escribirnos. No estaría de acuerdo y, en consecuencia, nuestra vida se volvería intolerable. No me someteré a su fuerza; nunca aceptará mi rebelión. Nuestro matrimonio, que ha procedido tranquilamente, con toda honestidad, felizmente, sobre la base de su prodigioso cuidado de mí cuando más lo necesitaba, volvería a sumergirse en la depresión.
Es obvio que he aprendido mucho. Se vive con lo que funciona, pero el espíritu busca lo que necesita agregarse. Según esta lógica, necesito tus cartas. En consecuencia, el deseo vehemente de engañar a Hugh vuelve a asaltarme y esta vez te hablaré considerablemente más acerca de mí de lo que puedes esperar; de hecho, pronto te abrumaré con una larga carta.
Adivina quién
P. D. Es recomendable volver a intentar el truco de la valija diplomática. Con una nueva dirección. Siempre dirigir la correspondencia a Polly Galen Smith, pero nueva ruta: AT-658-NF.
Yo le contesté con un par de renglones: «Sólo para decirte que tu regalo de Navidad llegó entero. Espero la letra y la música.»
5 de enero de 1958
Querido Harry:
Christopher te encantaría ahora. Tu ahijado se ha convertido en un muchachito espléndido. Por supuesto, está atravesando esa terrible etapa acerca de la cual me han prevenido las madres: camina, ¡pero no habla! No puedo decirte las terribles situaciones que esto ocasiona, y que sin duda se repetirán a lo largo de varios histéricos meses. La única manera de proteger los muebles es dejar a Christopher en la calle, en su cochecito, o arriba, en su parque. Cuando entra en la sala, se porta como un bribón borracho: camina a tumbos, con los brazos extendidos, intentando voltear nuestras cuidadosamente adquiridas y valiosas pertenencias. Por Dios, cuánto lo quiero. Cada vez que grito «¡No!» cuando lo veo a punto de tirar al suelo mi Elfo hecho a mano o el bellísimo Pimm, me dedica una resuelta sonrisita varonil con un atisbo del brillo de la perversa mirada de Hugh. Soy espantosa cuando debo vérmelas con mi impecable cariño para defender mis posesiones. El valor de lo antiguo toma precedencia sobre la propia carne.
A medida que escribo, veo que te estoy preparando para una confesión considerable. No sé si has tomado conciencia del verdadero significado de mi renuncia mental de hace varios meses. Sí, se debió al LSD, y al broche, y a Hugh, y a ti, a todo lo que ya he reconocido. Pero hubo también ciertas fantasías difíciles de manejar, y no pocas dificultades más concretas. Aún no te he hablado de la verdadera causa. Mi trabajo en Servicios Técnicos.
Te aclaro que cuando pienso en el cuerpo de oficinas y pasillos que componen el Personal de Servicios Técnicos en nuestra ala del Callejón de las Cucarachas, lo primero que acude a mi mente es Allen Dulles arrugando la nariz mientras recorre los malolientes pasillos. En mis sueños, dormida y despierta, lo veo con una cola y pezuñas. Tan simple como eso. ¿Sabes que nació con un pie deforme? La familia Dulles lo hizo operar de inmediato, de modo que sólo le ha quedado una leve cojera, excepto cuando sufre esos ataques de gota que despiertan sus satánicos apetitos. Harry, perdóname por todas estas críticas, pero hay momentos en que los odio, tanto a Hugh como a Allen; siento que me habitan, aunque supongo que se debe a que son buenos jefes.
Bien, no te aflijas. Ahora estoy en la etapa meditativa de estas emociones ingobernables, y si te lo cuento es sólo para que comprendas cuan intensos eran mis sentimientos anteriores. Hay veces en que dudo, hasta sentirme literalmente dividida, de que el trabajo que llevamos a cabo en ST sea justificable. Tanto tiene que ver con control mental. Eso equivale a manipular el alma de los demás. Sin embargo, mi Harlot es partidario del control mental siempre y cuando la gente que lo practica cuente con su aprobación. Sí, la gran guerra por el futuro de la Humanidad: ¡cristianos versus rojos! ¿No estuvieron brillantes estos materialistas rusos cuando eligieron toda la sangre y el fuego del rojo para su color emblemático? Brillantes, digo, porque el rojo imprimió un sentido necesario de lo elemental, que llenó el vacío materialista. ¿Estoy divagando? El único concepto con el que vivo desde que conocí a Hugh es que los comunistas se esfuerzan las veinticuatro horas del día para encontrar modos de coaccionar el alma de la Humanidad, y es por ello que, a fin de confundirlos, nos vemos obligados a trabajar nuestras propias veinticuatro horas. ST es el templo donde no sólo buscamos gérmenes secretos sino también maneras de hipnotizar, drogas milagrosas y métodos psicológicos para poder dominar al enemigo antes de que éste nos controle a nosotros. De hecho, antes de casarnos Hugh me dio una sesuda conferencia. El tema central (su tesis favorita sobre la fuente y origen de la energía humana vital) era que sólo cuando lo mejor y peor de cada uno se orientan en pos del mismo objetivo, puede uno operar con todas sus fuerzas. En un momento excepcional de sinceridad, me dijo: «Soy aficionado al montañismo porque debo superar mi temor por las grandes alturas —éste es el buen motivo—, pero también me fascina porque puedo dominar y humillar a otros, y sucede que ésta es una faceta fuertemente arraigada en mí». Te aseguro, Harry, que tanto candor me conmovió. Yo sabía que muy por debajo de mi exterior de entusiasta adolescente de escuela secundaria, había depósitos shakesperianos de sangre, violencia y otras facetas íntimas que no debían mencionarse. Sabía, también, que Hugh era un hombre capaz de penetrar en ese mundo subterráneo de mi ser, y dirigirlo.
Bien, tal era la tesis de mi futuro marido. Decía que nuestro trabajo en la Agencia era una bendición porque lo mejor y lo peor de cada uno podía trabajar en armonía al servicio de una empresa noble. Debíamos obstruir, dominar y conquistar por completo al KGB, mientras ellos, que por su cuenta expresaban lo mejor y lo peor de cada uno, estaban implicados —«seres trágicos», en palabras del propio Hugh— en una empresa innoble.
De modo que ingresé en ST con la bendición de Allen y el brazo fuerte de Hugh rodeando mi cintura. Estaba preparada para zambullirme en las oscuras profundidades, pero, por supuesto, apenas terminé el adiestramiento, me envolvieron en algodones. Como supondrás, el Personal de Servicios Técnicos está tan rígidamente compartimentalizado como cualquier otra sección de la Agencia.
Incluso ahora, después de cinco años en los pliegues recesivos de ST, aún no sé si nos dedicamos a misiones equivocadas o, dejando de lado los asesinatos, no nos ocupamos de acciones peores, como experimentos de exterminio en masa. De dar crédito a los peores rumores, la segunda opción es la verdadera. Por supuesto, tales rumores me llegan por intermedio de Arnie Rosen, y no estoy segura de que sea digno de confianza. (¡Le gustan demasiado los infundios!)
Bien, ha llegado el momento de hacerte una confesión. Hace un año y medio Arnold empezó a trabajar para mí, y pronto llegó a ser mi principal asistente. Es brillante, y es malo. Debes interpretar malo según lo usábamos en Radcliffe, como una debilidad. Cuando lo aplicábamos a un amigo varón, significaba que era homosexual. Arnold (y no debes jamás repetir esto) oculta cuidadosamente sus predilecciones. Dice que desde que ingresó en la Compañía decidió renunciar al sexo, pero yo no le creo. Aun así, él lo jura. Supongo que debe hacerlo. Al parecer, en la escuela secundaria era bastante marica. Difícil de imaginar. En ese tiempo habrá usado gafas, habrá sido el estudiante elegido para pronunciar el discurso de despedida de su promoción, cargado de honores y distinciones. Pero, según él, una parte de su ser se inclinaba hacia la degradación, el envilecimiento. Cuando se lo conoce (y deja de lado esa admiración de perro faldero que solía demostrar hacia Hugh) es un curioso perverso y muy gracioso. Cuando le pregunté cómo logró pasar el detector de mentiras durante el ingreso, me dijo:
—Querida mía, nosotros sabemos hacerlo. Es parte de nuestra ciencia.
—Pero, ¿cómo? —insistí.
—No puedo decírtelo. Podría ofender tu sentido del decoro.
—No tengo ningún sentido del decoro —le dije. —Kittredge, eres la persona más inocente que conozco.
—Dímelo —volví a insistir.
—Querida mía, comemos muchas alubias.
—¿Alubias?
No entendía qué quería decir. En absoluto.
—Una vez que sabes cuándo te harán la prueba, el resto es sólo una pequeña incomodidad. Comes un buen plato de alubias.
Le di un golpe en la mano.
—Arnie, eres un mentiroso psicopático.
—No lo soy. Mientras te hacen las preguntas, no piensas más que en los intestinos. A tu mente le da igual que digas o no la verdad cuando su principal preocupación es controlar el esfínter. Te diré que el examinador se enfadó muchísimo conmigo. «No hay caso. Usted es uno de ésos que viven bajo una tensión general.» «Lo siento, señor —le dije—, debe de ser algo que comí.»
Harry, es un verdadero demonio. Si no hubiera pensado antes en Alfa y Omega, Arnie Rosen me lo habría sugerido. Tiene dos personalidades distintas: la que supongo tú conoces, y esta otra, totalmente diferente para mí. Creo que Hugh lo hizo ingresar en mi grupo para que tuviera por lo menos a un tipo inteligente. Por cierto, despierta mi desmedida curiosidad por algunas de las extrañas personas con las que me cruzo en los pasillos. Rosen está lleno de rumores acerca de lo que pasa a nuestro alrededor. «Kittredge, percibe el aura que emana de esa puerta cerrada. ¡Es la guarida de Drácula!»
Lo acepto. Creo en eso. Pero después me pregunto si no seré hipersensible al ocultismo. (Como recordarás, el verano pasado topé con el fantasma de Augustus Farr en la Custodia, y, según mi febril recuerdo, cojeaba como Allen en un mal día. Ja, ja, ja.)
Bien, quiero que retrocedas unos años en el tiempo. A la época en que vivía envuelta en algodones. Allen Dulles se había enamorado a tal punto de mi tesis sobre Alfa y Omega que me proveyó de fondos desde el primer momento. Al completar mi período de instrucción en la Granja —¿recuerdas que ése fue el verano en que nos conocimos?— me instaló, junto con otros cinco graduados en psicología, en la universidad de Cornell. Los otros ni siquiera sabían que el dinero de sus becas provenía de la Agencia. Otra delicada tapadera. Cada dos semanas yo viajaba en avión para asistir a mi seminario en Ithaca, para ver cómo progresaban las investigaciones.
Según todas las apariencias, lo que hacía no era para nada indecente. Sólo desarrollaba mi trabajo. En esos dos primeros años es posible que estuviera un poco enamorada de Allen. De no ser por Hugh, podría haber terminado acostándome con él. Era adorable, y lo quería lo suficiente para desear hacer algo que fuese de uso excepcional para él. De modo que me lancé en la dirección equivocada. En lugar de perseguir a Alfa y Omega dentro del laberinto de mi ser, y utilizarme como laboratorio propio, lo que (salvando las distancias) fue lo que hizo el Maestro Fontanero Freud, quien pasó muchos años analizándose antes de darnos el yo y el ello, rehuí mis propias cañerías y, demasiado pronto, me ocupé de métodos que Pudiera utilizar la Agencia para descubrir agentes potenciales.
Durante los últimos cinco años traté de elaborar un test que pudiera usarse para detectar una potencial defección. La forma final, obtenida hace dieciocho meses, se presenta como un test de veinte hojas con veinticinco apartados para verificar en cada página. En ciertos niveles fuimos tan buenos para predecir desórdenes mentales como un test Szondi o Rorschach.
No obstante, obtener un perfil Alfa-Omega confiable es un trabajo agobiante. Horrorizados, descubrimos que hay que comprobar los quinientos apartados (a los que familiarmente llamamos
Tom El Largo
), un mínimo de cinco veces para conseguir el estilo de transición de un Alfa a un Omega. Si bien hay una clase de burócratas que durante años mantienen los dos papeles totalmente separados, los actores y los psicópatas son capaces de pasar alternativamente de uno al otro veinte veces al día. En consecuencia, con estas personas es necesario repetir la prueba a distintas horas del día. Al alba y a medianoche, por así decirlo. Borrachos y sobrios. Finalmente, obtenemos una serie de vectores, prácticamente infalibles, capaces de detectar un supuesto agente o, mejor aún, un supuesto agente doble. Pero administrar a Tom El Largo resultaba más difícil que cultivar orquídeas.
Harry, durante los últimos cinco años he sobrellevado esta carga de infortunio, dudas, miseria y creciente frustración. Y en el transcurso de todo ese tiempo, prácticamente puerta por medio (aunque en realidad trabaja fuera de la ciudad), otro psicólogo apellidado Gittinger, que llegó proveniente del hospital estatal de Norman, Oklahoma, ha estado trazando anillos alrededor de mis tests, simplemente adaptando el viejo y eficaz test Wechsler de inteligencia y llamándolo Wechsler-Bellevue G. Funciona. Gittinger, un hombre corpulento con pinta de Santa Claus y una perilla entrecana, puede usar su serie de pruebas (que sólo requieren una sesión) para detectar desertores y supuestos agentes, y mucho me temo que con mejores resultados que yo.