—Una cosa más —dijo Butler—. Si se produce un intercambio de disparos y somos capturados, no dejes que te cojan con ese fusil.
—Ya lo sé —respondí.
Harvey no sólo me lo había dicho, sino que había acompañado sus palabras trazando con un dedo una línea imaginaria en la garganta. Antes de partir, nos había instruido acerca de lo que debíamos decir si caíamos prisioneros. Estábamos en Cuba como reporteros de la revista
Life
que cubríamos un ataque; Butler era el fotógrafo (llevaba una cámara) y yo el periodista. Nuestra identificación como empleados de
Life
había sido preparada de la noche a la mañana en una de las oficinas de JM/OLA. Si nos atrapaban, el Salvaje Bill se pondría en contacto con un redactor de
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que conocía. La revista nos respaldaría. Tal era nuestra historia. Éramos Frank Castle y Roben Charles, dos corresponsales recién llegados desde Nueva York que nos habíamos arriesgado para hacer una nota. No era una historia que nos tranquilizara, pues yo no había tenido tiempo de preparar mi biografía, pero sería suficiente. ¿Quién, en el DGI, sabría algo acerca del funcionamiento de la revista
Life
?
Mientras arrastrábamos la lancha de vuelta al agua, mentalmente iba preparando mi argumento. Si me atrapaban, le diría al DGI que sólo había estado una semana en Miami, el tiempo suficiente para conocer a unos coyotes. Los describiría. Eso, indudablemente, estaría de acuerdo con lo que el DGI sabía. Durante los minutos siguientes avanzamos paralelos a la costa, a menos de cincuenta metros, buscando la desembocadura de un arroyo pequeño. Me sentía tan creativo como un actor que descubre el personaje sutil que debe representar. Decidí lo que diría acerca de mi infancia. Había transcurrido en Ellsworth, estado de Maine. Mi padre era carpintero, mi madre, ama de casa. Cursé mis estudios secundarios en Ellsworth, y eso sería el fin de mi educación formal. El DGI no tendría un anuario de esa escuela. Quizás el KGB, pero no el DGI.
Fue bueno que disfrutara unos minutos imaginando mi supuesta biografía, porque resultó ser el último momento de meditación fructífera que tendría por un tiempo. Al dejar atrás una leve curva de la playa, avistamos un arroyo. Butler me dio un golpecito en el hombro como confirmación, y nos condujo a la orilla. Desembarcamos, arrastramos la lancha, la ocultamos al pie de un árbol bajo, y allí esperamos, escuchando los sonidos de la vegetación al crecer.
Como no existía un sendero que nos condujese hasta el matorral, sino sólo el arroyo, hicimos un reconocimiento y apostamos un centinela en el primer recodo del arroyo. Al cabo de veinte minutos estaba otra vez con nosotros. Los mosquitos eran feroces. Butler le dio un repelente y lo envió de vuelta a su puesto.
Aguardamos. La contraseña era «
parangón
». La respuesta era «
incompetente
». Tenía el oído aguzado. ¿Dirían la palabra con una voz ronca, o la susurrarían? Los insectos atacaron. Saqué el repelente y lo compartí con Butler. Él estaba impaciente. Volvimos a meter la cabeza debajo de la bolsa negra para estudiar el mapa. Si hipotéticamente la primera vez nos habíamos desviado más de ochocientos metros, entonces la loma en base a la cual había efectuado mis cálculos no podía ser sino otro promontorio ubicado más abajo en la costa. Nerviosos por no poder fijar nuestra situación en el mapa, comenzamos a discutir.
Me negaba a abandonar mi interpretación. No sacamos la cabeza de debajo de la bolsa hasta el penúltimo momento. Diez segundos después, los cubanos que faltaban llegaron desde el arroyo en compañía de nuestro centinela. Murmuramos un saludo al abrigo de los árboles bajos que bordeaban la playa. Pensé cuan rápidamente surge la felicidad en la guerra. Rara vez me habían resultado tan simpáticos unos desconocidos como esos seis cubanos que se unieron a nosotros junto al arroyo, y eso que en la oscuridad ni siquiera podía verles las caras.
Al principio fue necesario traducir. Nuestros amigos hablaban un dialecto que yo no entendía. De modo que debían dirigirse al centinela, quien a su vez me transmitía lo que decían. Llevó tiempo. Hablábamos en voz tan baja que muchas palabras se perdían, y había problemas que discutir. Descargamos la lancha. ¿Debíamos ahora arrastrarla arroyo arriba hasta encontrar un claro donde pudiésemos ocultarla, o debíamos desinflarla y meterla entre la maleza? Cuando descubrimos que no había un lugar lo suficientemente grande arroyo arriba, seguimos el segundo curso de acción; hicimos con la lancha un bollo del tamaño de una maleta grande, y buscamos un hoyo para esconderla.
Ya estábamos listos para transportar las bengalas. Venían en cajas de veinte kilos. Como los guías cubanos conocían los recodos del arroyo donde la milicia de Castro podía tendernos una emboscada, uno de ellos se adelantó, otro se ocupó de cubrir la retaguardia, y los restantes, incluidos Butler y yo, llevamos cada uno una caja de veinte kilos. Sobraban dos cajas. Cuando el más corpulento de los cubanos locales le entregó su machete a un compañero y cargó una caja sobre cada hombro, Butler decidió hacer lo mismo, de modo que me pasó su fusil. Cargado con una caja y dos armas, me uní a los demás y avanzamos arroyo arriba. Caminamos con dificultad en el agua que nos llegaba a las rodillas, en algunos tramos saltábamos de roca en roca, resbalábamos en el barro, y de vez en cuando se nos caía una caja. En algunos lugares, el arroyo formaba una laguna, y la cruzábamos con el agua hasta la cintura. No creo que hayamos caminado más de un kilómetro y medio, pero me parecieron cinco, y nos llevó bastante más de una hora llegar a un camino de tierra adyacente al arroyo, donde encontramos un claro para ocultar las cajas con las bengalas. Según prometieron, llegaría un camión antes del alba para llevárselas de allí. Los que estaban con nosotros sólo sabían que nos debían escoltar hasta ese claro, y supongo que por ese motivo nos dijeron que sería prudente regresar a la playa. Siempre era posible que la milicia pasase por ese camino.
«No pienso moverme de aquí hasta que llegue el camión», dijo Butler. Uno de los cubanos trató de explicarle la situación. Si acertaba a pasar la milicia y descubría las cajas, los habitantes de los alrededores se verían en dificultades. Por otra parte, no tenía necesariamente por qué ser un desastre, ya que podía tratarse de una pandilla de Matanzas que escondía en ese lugar su material de guerra. Sin embargo, si nos encontraban a nosotros, se produciría una escaramuza con la milicia, y entonces habría muertos. Lo mejor era que nos marchásemos cuanto antes.
Butler se puso furioso. «Dile a este imbécil que no hay nada más importante que nuestras bengalas. Esperaremos hasta que llegue el camión.» No fue necesario que tradujese sus palabras, pues en ese mismo instante apareció el vehículo. No era un camión, sino un sedán Lincoln muy viejo y muy grande, que a la luz del alba exhibía una pintura verde descolorida.
En el maletero cargamos catorce cajas cubiertas de barro, y en el asiento trasero el resto, que cubrimos con una manta. El conductor, tan joven que podía ser un estudiante, nos dedicó una amplia sonrisa, exhibiendo dos hileras de dientes blanquísimos, y se alejó por donde había llegado.
Todo lo que quedaba por hacer era emprender la vuelta arroyo abajo. Tendríamos que pasar el día ocultos entre los matorrales, con la esperanza de encontrar un lugar donde los insectos no nos atormentaran demasiado. Por la noche inflaríamos nuestra lancha y regresaríamos a
La princesa
. Me di cuenta de que Butler estaba desilusionado; había esperado algo más.
Podía entenderlo. Nos llevó sólo veinte minutos regresar a la playa. No me demoraré en describir ese día. Estuvimos en medio del follaje de un bosque tropical. Todo lo que podíamos hacer era buscar un lugar en el matorral, empaparnos de repelente y tratar de dormir, lo cual era prácticamente imposible pues el menor ruido nos despertaba. Del mar nos llegaba el rumor de las lanchas patrulleras, y sobre nosotros, en la telaraña de cielo visible entre el follaje, pasaban continuamente aviones de combate. En dos ocasiones, una por la mañana y otra por la tarde, un helicóptero efectuó un vuelo de reconocimiento sobre la playa. El tiempo transcurría en medio del sufrimiento que nos causaban las legiones de valientes insectos que luchaban con sus aguijones contra la muralla supuestamente protectora de nuestro repelente. Descubrí que el secreto consistía en no oponerse a la flemática disposición del tiempo.
Al atardecer, un ardiente apocalipsis descendió entre nubes verdes y púrpuras. Con la noche, los insectos se volvieron feroces. Butler no quiso esperar más y ordenó que llevásemos la lancha hasta un banco de arena cerca de la desembocadura del arroyo. Protegidos aún por el follaje, nos turnamos con el inflador de pie y en media hora la lancha neumática estuvo lista. Nos hallábamos cargando los últimos fusiles, cajas de municiones y machetes cuando pasó una lancha cañonera de unos diez metros de eslora, escrutando la costa. De haber sido la noche menos oscura, nos habrían descubierto.
Quince minutos después, nos hicimos a la mar. No nos llevaría más de treinta minutos alcanzar nuestro lugar de reunión, pero no queríamos permanecer en medio de aquella maleza ni un minuto más. Era como si tuviésemos que abandonar el cuerpo oscuro de la tierra cubana, demasiado fecundo, demasiado extraño. Me sentía como un insecto enterrado en el espeso pelaje de una bestia enorme a la que no se le veía la cabeza, la cola o las extremidades.
Avanzamos, agazapados. Yo iba sentado al lado de Butler, los ojos fijos en la brújula y en la marea, indicándole pequeñas correcciones de tanto en tanto. Si bien nunca recibía bien las sugerencias de los demás referidas a su habilidad, que se extendía a todos los campos, había terminado por reconocer que yo sabía más que él de lanchas, lo cual era lógico, debido a los veranos que cuando niño había pasado en Maine, y si bien me había subido pocas veces a una lancha neumática, sabía navegar, y él se daba cuenta. Llegamos al punto exacto treinta minutos antes de la hora convenida. Ni rastro de Martínez ni de
La princesa
, pero al menos ya habíamos pasado los arrecifes de coral y los manglares. En el caso de que nos descubriese una lancha patrullera, ahora no vendría de sotavento, desde la isla oscura.
Como no veíamos el barco de Martínez, resolvimos internarnos aún más en el mar. En Miami nos habían dicho que existía la posibilidad de que la guardia costera cubana no respetase el límite de tres millas marinas si no divisaba ninguna cañonera estadounidense. Ahora nos elevábamos más sobre el agua debido a que nuestro peso se había visto reducido en doscientos ochenta kilos. Si los motores resistían, nuestra lancha podía competir en velocidad con cualquier embarcación cubana vieja y sometida a muchas reparaciones.
Al cabo de una media hora, después de completar cuatro vueltas por un cuadrado náutico, volvimos al lugar donde yo calculaba, y esperaba, que estaría
La princesa
. Nuevamente, la noche era oscura y el cielo despejado, pero a lo lejos, en el este, había nubes arrastradas por el viento.
Butler empezó a cuestionar mi navegación. ¿No habríamos trazado un trapezoide por mi culpa? ¿Podía jurar que estábamos en el lugar indicado?
«Estamos en las coordenadas correctas», dije con toda la seguridad de la que pude hacer gala (aunque por dentro la seguridad era un pingajo), y lo convencí de que trazáramos un nuevo cuadrado, esta vez de ochocientos metros de lado. A las once y cuarto de la noche,
La princesa
, tan grande como un galeón, se acercó a nosotros. Butler me estrechó la mano. «Todavía podemos formar un equipo», me dijo.
La princesa
permaneció en el mismo lugar; descargamos la lancha, la subimos y bajamos a la cocina a tomar café. Creo que nunca me había sentido mejor, ni siquiera después de haber pasado el día entero escalando rocas con Harlot.
Fue entonces cuando Butler preguntó acerca de la línea de bloqueo.
—No existe —respondió Martínez—. Los barcos rusos dieron media vuelta.
Repitió la noticia a los prácticos, que la recibieron sin alegría. Ahora no habría una invasión a Cuba. Nuestras bengalas se harían polvo en cualquier lugar poco seguro donde las hubieran almacenado.
Sin embargo, Martínez tenía una preocupación más inmediata: la otra lancha no había acudido a la cita.
—Por eso llegamos tarde —dijo—. Esperamos a los otros. Ahora volveremos en su busca.
Fue una hora larga. Avanzamos lentamente, a media máquina, soportando sacudidas provocadas por el viento que llegaba del este. Luego se desató una tormenta tropical. Considerando la cercanía del manglar, me di cuenta de que estábamos más próximos a la costa que al límite de tres millas.
—Si los persiguieron, estarán escondidos en esos cayos —dijo Martínez, al tiempo que señalaba unos islotes en el mapa—. Conozco al práctico que dirige el grupo. Está familiarizado con estas lagunas. Las aguas allí son demasiado someras para que los sigan los de Castro.
—¿Qué ha oído del señor O'Brien? —le preguntó Butler.
—Fue él quien me contó lo de los rusos.
—¿Qué más dijo?
—Que regresásemos a Miami. Cuanto antes.
—(Por qué?
—Me dijo que les dijera que tendría que vérselas con un infierno. —Martínez se encogió de hombros—. Puede ser verdad, pero ¿cómo me voy a ir dejando a los hombres?
Butler asintió. Parecía contento.
—Hubbard —me dijo—, tú y yo debemos ir en su busca.
Martínez asintió.
Era un hombre temerario. Buscaríamos por lagunas con las que no estábamos familiarizados, con la esperanza de encontrar cubanos que quizá ni siquiera se ocultaban allí, pero no sería yo quien pusiera alguna objeción. Era más sencillo volver al mar que vivir con el convencimiento de que Butler era moralmente superior a mí.
Estábamos listos. Consultamos nuestra carta náutica y decidimos que, al regresar, nos reuniríamos con Martínez en un punto intermedio entre dos cayos de manglar. Sería dentro del límite de las tres millas, y aunque pudiese ser peligroso para él, resultaba más sencillo para nosotros. Durante las siguientes cuatro horas, pasaría por esa área en intervalos de una hora, y si para entonces no habíamos regresado, todos nos veríamos en dificultades, pues estaría a punto de amanecer. Durante veinte minutos estudiamos las cartas para marcar los bajíos en cada uno de los cayos y arrecifes que exploraríamos.
Conducir la lancha resultó sencillo, ya que el único lastre éramos Butler y yo. Nos deslizamos sobre las olas a una velocidad de veinte nudos, hasta que el rugido de los ecos nos obligó a aminorar la marcha. Pero ya sabíamos qué podíamos esperar de nuestra embarcación.