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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (162 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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—Yo sé lo que veo —respondió Fogata.

—Exactamente eso es lo que averiguaremos —dijo el interrogador, y le mostró unos dibujos de una gran variedad de misiles provenientes de los principales arsenales del mundo. Sin embargo, todos los dibujos eran del mismo tamaño. La única manera de elegir era por la forma.

No obstante, eso no pareció poner en apuros a Fogata. El objeto que él había visto estaba claramente grabado en su mente. Sin vacilar, señaló un misil balístico soviético de alcance medio.

—¿De qué tamaño era?

—De veintitrés metros de largo.

Esa noche, Enrique voló a Washington. Pasó más de un día antes que el Directorio de Inteligencia se comunicara con Harvey. El comentario fue que no creían la historia de nuestro agente. Sostenían que había visto un objeto de veintitrés pies de largo, y no de veintitrés metros. Confundió las medidas, y seguía confundiéndolas. (Creo que estaban convencidos de que nosotros le habíamos dicho cuál era el largo correcto.) Como te escribí hace más de una semana, la inteligencia depende de la voluntad que estudia los hechos. McCone (gracias por la advertencia) coincide con Harvey, pero hay una relación poco feliz entre Inteligencia y Operaciones. Así están las cosas en este momento.

No quiero preocuparte, pero mantuve la siguiente conversación con Harvey:

—Cuando se verifiquen los hechos —dijo—, tendremos que lanzar un ataque aéreo contra Cuba.

—¿Y si los rusos inician una escalada?

—No lo harán —afirmó Harvey—. Envían misiles porque creen que nosotros no haremos nada. Intentan demostrarle al mundo que pueden ponerse de puntillas sobre el alféizar de nuestra ventana. Yo digo que los empujemos para que se caigan.

Kittredge, la mitad del Pentágono piensa exactamente igual que Bill Harvey.

En cuanto a mí, empiezo a despertarme en mitad de la noche con una opresión en el pecho. Es la primera vez que no deseo estar en los zapatos de John F. Kennedy.

19

La disputa sobre los poderes de percepción de Enrique Fogata acabó con el triunfo de Bill Harvey. El 14 de octubre, se abrió una brecha en los muros del Directorio de Inteligencia. Tuvieron que reconocer, ante el propio Harvey, que las fotografías llegadas esa mañana exhibían excavaciones para la instalación de lanzaderas de misiles balísticos intercontinentales en las afueras de una ciudad cubana llamada San Cristóbal. Como McCone estaba en Italia disfrutando de una tardía luna de miel con su nueva esposa católica, Harvey tuvo que hablar en código por el teléfono público. Su sintaxis me recordaba nuestras traducciones del latín en St. Matthew's. «Señor —dijo Harvey—, eso que usted, y sólo usted, dijo que sucedería, ha sucedido.» McCone respondió que volvía a casa en seguida.

Por supuesto, ya había habido indicios de la crisis. El 10 de octubre, el senador Keating, de Nueva York, anunció la presencia de misiles nucleares en Cuba (lo que hizo evidente que teníamos infiltraciones en el sótano de Langley), y con la seguridad de que esta información era confiable, en los caucus comenzó a hablarse de Cuba como «la mejor ventaja de los republicanos» para las elecciones al Congreso en noviembre. Clare Boothe Luce escribió un editorial para un número de
Life
de octubre equivalente a un toque de clarín: «Lo que ahora está en juego no es sólo el prestigio estadounidense, sino la supervivencia». Pensé en la dama rubia de huesos delicados que había conocido una noche en el Establo a mi regreso de la Granja: la señora Luce, de una belleza semejante a la de mi propia madre (aunque más hermosa, porque la señora Luce parecía irradiar una luz plateada), y medité acerca de lo excitada que se debía de sentir al contar con los medios para convocar el mundo a la guerra.

A partir del 14 de octubre, Washington empezó a parecerse a un barco con un agujero por el que hace agua: era posible medir cómo se iba extendiendo la filtración desde las primeras luces del día hasta la oscuridad de la noche. La gente no hacía más que hablar por teléfono. Trabajar en la capital equivalía a percibir otra vez que Washington era una jerarquía de secretos. Resultaba posible encontrar la relación que uno tenía con la Historia por el número de confidentes que daban acceso a su colección de secretos. Los rumores corrían por la ciudad con un ritmo semejante al de las mareas. En la Casa Blanca, en el edificio de las Oficinas Ejecutivas y en el Departamento de Estado, las luces permanecían encendidas toda la noche.

La gente pasaba en coche por delante de la Casa Blanca a la una de la madrugada sólo por ver aquellas luces. Rosen me telefoneaba cinco veces al día para trasmitirme su último descubrimiento, y aunque yo no quisiera verificarlo ni negarlo, me veía obligado a hacerlo. Le debía demasiados informes para rehusarme a cooperar ahora que me necesitaba. Tuve tiempo para pensar que si todos desaparecíamos en un holocausto nuclear, Rosen no querría entrar en el atomizado empíreo como acreedor de deudas impagadas.

Cuando por algún motivo debía ir al Pentágono, los altos oficiales con quienes me cruzaba en los pasillos tenían el aspecto de alces salvajes en los bosques de Maine. Pude verificar, de una vez para siempre, que la inminencia de una guerra ocasiona una tumefacción. Pasaba junto a hombres que no sabían si dentro de una semana serían héroes o estarían muertos o, quizá, serían ascendidos: la ansiedad colectiva ardía. Muchos de esos oficiales se habían pasado la vida preparándose para un gran momento, como vírgenes vestales a quienes se le permitiría copular sólo una vez, y en el altar del templo. Si el acto no era trascendente, señal de que habían elegido una vida equivocada. Esta visión casi mística de mis hermanos militares, me proporcionó un placer menos intenso cuando reconocí que también era aplicable en mi caso. Si entrábamos en guerra con Cuba, yo también estaría obligado a ir al frente. Quería estar en el fragor de la batalla cuando cayera la bomba. Si la carne y la psique eran obliteradas al instante en un momento nuclear, quizá mi alma no se desparramaría si la muerte fuese honorable. ¿Podía decir alguien que no se trataba de fe?

El 21 de octubre estaba de regreso en Florida, y la noche siguiente el presidente Kennedy anunció a la nación que los soviéticos habían instalado en Cuba lanzaderas con misiles de ataque lo suficientemente grandes para tratarse de armas intercontinentales. La Unión Soviética le había mentido a los Estados Unidos, aseguró el presidente. Por lo tanto, ahora se impondría una cuarentena naval y aérea sobre Cuba para impedir futuros envíos de equipo militar soviético. Si Cuba lanzaba misiles, los Estados Unidos estaban preparados para contrarrestar esa «amenaza clandestina, temeraria y provocativa contra la paz mundial».

Escuché el mensaje del presidente en compañía de Dix Butler. En la Pequeña Habana los bares estaban llenos y los cubanos exiliados bailaban en las calles. Me puse furioso. Todo mi país podía ser destruido, todos a quienes yo conocía podían quedar lisiados o morir, pero los exiliados estaban felices porque tendrían la oportunidad de volver a Cuba. Recuerdo que pensé que se trataba de una tribu increíblemente egoísta, todavía furiosa por la pérdida del dinero que habrían podido hacer en Cuba, aunque ahora lo estaban haciendo en Miami. Llegué a la conclusión de que los cubanos de clase media tenían un sentido desmedido de sus propios derechos, pero apenas si les importaban los derechos de los demás. Estaban dispuestos a apostar toda mi gran nación contra la barba de Fidel Castro. Estos pensamientos me hicieron arder de tal manera que pronto desaparecieron, y me encontré bailando en la calle con cubanos y cubanas. Hubbard, borracho, que no bailaba, y que quizá perdió a una muchacha a causa de ello, se meneaba al ritmo de la música cubana. Durante una hora, las caderas de Herrick Hubbard no conocieron límite alguno.

Después, Butler y yo fuimos a un bar, tomamos unas copas, e hicimos un trato.

—Estoy cansado de mandar hombres al frente —dijo él—. Nunca sé si volverán. Hubbard, en una emergencia como ésta, podemos contar con Bill Harvey. Nos permitirá acompañar a los barqueros.

—Quiero hundir los pies en suelo cubano —dije yo, que obviamente estaba muy borracho.

—Sí —dijo él—, cuando empiece la guerra, algunos de nosotros debemos estar allí, para recibir a nuestras tropas.

Nos dimos la mano emocionados por el profundo valor que encerraban estas palabras.

Por la mañana desperté con un gran temor. Estaba obligado a cumplir un pacto que había hecho borracho. Poco después, impulsado por los efectos de la borrachera, me dirigí a mi apartado postal y encontré una larga carta de Kittredge. La leí de pie en la oficina de Correos de Coconut Grove, y me pareció que me la enviaba desde el otro extremo del mundo.

22 de octubre de 1962. 23 horas

Queridísimo Harry:

Estos días, quizá los más importantes que conozcamos, han sometido nuestro sentido del control a una nueva clase de tensión. Ver cómo mis amigos reaccionan ante una noticia que yo, más cercana a la fuente, sé que ya es obsoleta, me ha hecho ver por qué a menudo la gente se vuelve loca de remate.

Hugh y yo hemos entablado una relación muy peculiar con los hermanos K. Ya te he mencionado algo de esto en mis cartas, pero a medida que pasa el tiempo, la amistad se ha vuelto más importante, y no te lo he contado todo.

Hace algunos meses, Jack quedó fascinado por un oficial soviético, obviamente del KGB, el mismo de quien tú me escribiste cuando estabas en Uruguay. Se trata de Boris Masarov, y trabaja en la Embajada soviética en Washington, aunque su función es muy poco precisa. Al parecer, Kruschov se siente atraído por alguna cualidad especial que posee Masarov; quizá se trate de esa triste e irónica sabiduría rusa de la que Kruschov carece. De todos modos, el Premier soviético pasó por alto todas las jerarquías para encumbrar a este hombre: Masarov fue enviado a los Estados Unidos para que actúe como enlace personal de Kruschov con los hermanos Kennedy. He notado que a Jack le gusta jugar con un par de posibilidades a la vez. Con relación a los soviéticos, esto significa un representante que encarne la línea dura, y otro la blanda; de acuerdo al desarrollo de los acontecimientos, el presidente puede congelar o entibiar las relaciones. Kruschov también juega con dos cartas, pero ha agregado un nuevo elemento, un comodín.

Al parecer, Masarov está en Washington para iniciar conversaciones con Bobby, conversaciones cuyo contenido supuestamente comunicará a Jack. Al parecer, se trata de conversaciones de largo alcance. Por ejemplo, sé por Hugh que una de las principales funciones de Masarov es modificar las relaciones entre Kruschov y los hermanos K. Aparentemente, el Premier es un hombre a quien le gusta entablar conversaciones íntimas. Puede enviarte a Siberia la semana próxima, pero mientras tanto conserva una actitud cálida y amistosa. Por ejemplo, Bobby y Boris se mantuvieron en estrecho contacto durante la última crisis de Berlín, y fue a Masarov a quien Bobby le dijo que los Estados Unidos seguramente intervendrían si los soviéticos no retiraban sus tanques de la Puerta de Brandeburgo. Masarov se lo transmitió a Kruschov, y en veinticuatro horas los tanques habían desaparecido. A su vez, Masarov le ha dicho a Bobby que, en opinión de Kruschov, los Estados Unidos siguen siendo administrados por los Rockefeller, J. P. Morgan y Wall Street, aunque empieza a ver que debe cambiar sus viejas ideas con respecto a los Kennedy.

Suficiente con respecto al idilio. Mi esposo dice que no podemos dejarnos llevar por él ni por un instante. Hugh conoce los antecedentes de Masarov desde hace años y asegura que es uno de los hombres más talentosos y brillantes del KGB. Ese encanto, triste y cautivador a la vez, esconde una facultad considerablemente más ejecutiva.

Quizá tanto Kruschov como los Kennedy compartan un principio: si por lo general en el sistema ordenado las personas más inteligentes no están donde deberían estar, entonces hay que utilizarlas para tareas especiales. Creo que se trata de personas que dicen lo que piensan, o que escuchan particularmente bien. En lo que a mí concierne, hago un poco de lo primero y mucho de lo segundo.

Bobby y Jack ya no parecen tan interesados en mis consejos, pero les gusta hablar con candor (cosa que no pueden hacer con sus subordinados u oponentes). Por lo tanto, se me convoca para escuchar. A Hugh, para hablar. Puedes estar seguro de que la semana pasada vimos a menudo a los Kennedy.

Estaban furiosos con Kruschov y no demasiado encantados con Masarov. Durante meses, éste le ha estado asegurando a Bobby que el Premier jamás enviaría misiles nucleares a Cuba. Supongo que el principio operativo es que no se dice una mentira a menos que resulte efectiva en grado máximo. Por supuesto, Masarov sostiene que está tan sorprendido como los Kennedy.

Sin importar dónde se haya originado la mentira, puedes estar seguro de que en estos momentos Jack tiene hacia los soviéticos la peor de las disposiciones; a pesar de ello, se ve obligado a soportar poderosas presiones provenientes del Consejo Nacional de Seguridad. (Te diré que la suya es una de las pocas comisiones a las que presto atención.) En todos los círculos de la Casa Blanca no se oye más que las palabras «halcón» y «paloma», y puedes estar seguro de que en el CNS hay unos halcones formidables. A partir del 17 de octubre, muchos de ellos estuvieron completamente de acuerdo en bombardear Cuba. ¡Hay que destruir esas lanzaderas de inmediato! Entre quienes piensan de este modo hay hombres tan poderosos como Maxwell Taylor y Dean Acheson, la mayoría de los miembros de la Jefatura Conjunta, además de McCloy, Nitze y McCone. Bobby, que ha sido el líder de las palomas, sostiene que un bombardeo por sorpresa provocaría la muerte de decenas de miles de civiles. «Es una cuestión moral», me dijo en ese tono tan maravillosamente inocente típico de él. Para tratarse de un joven tan aguerrido, siempre parece que hubiese acabado de descubrir la rueda. Pero sé que la idea de matar le preocupa mucho. Ni Jack ni Bobby me han dicho una sola palabra sobre Marilyn Monroe, pero siento que su suicidio los ha conmovido. Actualmente, Bobby parece muy sensible ante la muerte de los demás. Sin embargo, preside la Comisión Ejecutiva del Consejo Nacional de Seguridad mientras se discute si se debe iniciar un bloqueo (McNamara, Gilpatric, Ball, Stevenson y Sorensen) o, como no dejan de insistir los halcones, iniciar el ataque aéreo sin previa declaración de guerra. «Eso sería lo mismo que Pearl Harbour», les dice Bobby.

Cuando Dean Acheson oyó esto, se enfadó tanto que se reunió privadamente con Jack el jueves pasado, 18 de octubre. Dean Acheson se enorgullece de detestar las reacciones emocionales e intuitivas.

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