Esa misma mañana, tres de los líderes exiliados volaban a Miami para reencontrarse con sus familias; yo los acompañaba para resolver cualquier problema que pudiera suscitarse. Aunque se había decidido que por mera cortesía alguien debía acompañar a nuestros cubanos en su viaje de regreso, ninguno de mis superiores aceptó el trabajo, de modo que me ofrecí un momento antes de que me lo asignaran.
Fue un viaje tranquilo. Nos embargaba un estado de ánimo digno de un sepulturero. Al llegar, hice los arreglos necesarios para que fuesen transportados a la ciudad, nos dimos la mano y nos despedimos. Era obvio que estaban hartos de la Agencia.
Como terminé mi tarea antes del mediodía y el avión de las Fuerzas Aéreas que me llevaría de regreso no salía hasta la noche, decidí ir en coche al centro y una vez allí caminar un rato. El clima estaba cálido. Al cruzar la calle Dos Noreste, sentí el impulso de entrar en el templo católico de Gesu, un noble edificio de sesenta metros de ancho y no menos de cien de largo, característico de Miami, de paredes pintadas de rosa y verde y capillas doradas.
Durante los últimos diez meses había ido allí en más de una ocasión para dejar un mensaje oculto en uno de los misales del quinto banco de la fila treinta y dos, sector sur. De modo que conocía muy bien el templo católico de Gesu de la calle Dos Noreste. También había acudido después de hacer el amor con Modene durante horas. Ignoro el motivo, pero esa iglesia era un bálsamo espiritual después del agotamiento sexual. Solía preguntarme, quizá no demasiado en serio (ya que no me sentía de ninguna manera inclinado a ello), si un miembro de la Alta Iglesia Episcopaliana, como yo, podría sentir la tentación de convertirse en católico. Como expresión de ese impulso fortuito, en una oportunidad le pedí a Modene que nos reuniéramos dentro mismo del templo, junto a las velas votivas, lo que supongo que la irritó. Hacía más de un año que ella no entraba en una iglesia católica, y fue en ocasión de la boda de otra azafata.
Hoy Gesu no estaba vacía. La última misa se había celebrado hacía más de una hora, y la próxima era a las cinco de la tarde. Sin embargo, por todas partes se veían mujeres rezando. Yo no quería mirarlas a la cara, porque muchas estaban llorando. Mis oídos, acostumbrados al silencio solemne que suele imperar en una iglesia, advirtieron por fin, del modo lento y confuso en que un borracho se da cuenta de que ha llegado a la orilla del mar, que aquel día no habría silencio. Las lamentaciones no cesaban. A ellas se sumaban, como provenientes de diversos recipientes pequeños, los ahogados gritos de dolor de hombres y mujeres, padres y madres, hermanos y hermanas de la Brigada perdida. La dimensión de su pérdida me asaltó con tanta fuerza que en ese instante, por única vez en mi vida, tuve la visión del sufrimiento de Cristo y pensé que así debían de haberse sentido los dolientes que velaban al pie de la cruz al ver que un espíritu tan dulce como aquél abandonaba el mundo para siempre.
Eso sentí, y supe que la visión era un autoengaño. Debajo de mi dolor palpitaba la rabia. Me hallaba embargado por una furia terrible dirigida no sé a quién o a qué (¿al presidente, a sus asesores, a la Agencia misma?). Era la furia de un hombre al que los engranajes de una máquina acaban de arrancarle el brazo y no sabe si culpar a la máquina o al dedo que en algún despacho, escaleras arriba, apretó el botón que puso todo en funcionamiento. De modo que me quedé sentado en silencio, como un extraño ante mis propias lamentaciones, sabiendo que el final de la bahía de Cochinos nunca terminaría para mí porque no sentía el dolor verdadero capaz de erigir una tumba a mis esperanzas muertas. En cambio, estaba condenado a repetirme una y otra vez, obsesivamente, la misma pregunta: ¿Quién era el culpable?
En ese momento vi a Modene en el otro lado de la iglesia. Estaba sentada sola en el extremo de un banco, con una mantilla negra sobre la cabeza. Arrodillada, rezaba.
Lo interpreté como una señal. Un sentimiento de felicidad instantánea me inundó como la luz que ilumina una brizna de hierba cuando el viento la vuelve hacia el sol. Me puse de pie, caminé hasta el fondo de la iglesia, luego recorrí el pasillo donde estaba su banco y me senté junto a ella. Cuando se volviera, sabía que vería la misma luz en sus ojos verdes, y que ella exclamaría: «¡Oh, Harry!».
Se volvió, pero no era Modene, sino una mujer cubana que se peinaba igual que ella. Eso era todo.
No me había permitido acercarme a la sensación de dolor por lo perdido, pero ahora estaba allí. Había perdido a Modene. Me disculpé, me puse de pie y salí del templo. En el primer teléfono público que encontré llamé al Fontainebleau. El empleado de recepción no reaccionó cuando mencioné el nombre de Modene. Se limitó a llamar a su habitación. Cuando contestó, descubrí que mi voz estaba a punto de amotinarse. Las palabras casi no salían.
—Por Dios, te amo —dije.
—Oh, Harry.
—¿Puedo ir a verte?
—Está bien —dijo ella—, quizá sea mejor que vengas.
Llegué. Su habitación era lo suficientemente pequeña para sugerir que era ella quien la pagaba. Hicimos el amor sobre la alfombra, junto a la puerta, y desde allí nos dirigimos a la cama. Debo de haberme sentido inmensamente feliz mientras hacíamos el amor, porque instantes después de que acabáramos, y mientras seguíamos abrazados, me oí a mí mismo diciendo: «¿Quieres casarte conmigo?».
Fue algo sorprendente. No tenía intención de decir tal cosa, y en cuanto lo dije me di cuenta de que había cometido un error, porque ella aborrecería la sola idea de convertirse en esposa de un agente de la CIA, y ni siquiera sabía cocinar, y yo no tenía dinero a menos que utilizara todo mi capital (sí, todas esas consideraciones prácticas se agolparon en mi mente como viajeros que llegan demasiado tarde para tomar el tren y desaparecen bajo el humo y el estruendo de la partida), sí, a pesar de todo eso, quería casarme con ella, y ya hallaríamos la forma de vivir juntos; éramos extraordinariamente diferentes y estábamos disparatadamente unidos; éramos la especie ideal de la cual nacen los genios. Volví a decir:
—Modene, casémonos. Seremos felices, te lo prometo.
Para mi sorpresa, ella no me abrazó derramando lágrimas de emoción, sino que se echó a llorar con un dolor que emanaba de una región tan profunda de su ser que bien podía haber sido el vehículo de todo el sufrimiento reunido en el templo católico de Gesu, en la calle Dos Noreste.
—Oh, querido, no puedo —dijo, y me dejó esperando sus próximas palabras el tiempo suficiente para reconocer el verdadero terror que como un fantasma habita en la raíz de las alas de todo amante. Yo podía percibir que, cuanto más me había elevado, más solo había estado en mi vuelo: había volado tan alto con mi largamente atesorado amor que la calma dulce y profunda con la que Modene me recibía ahora bien podía ser el cuerpo entumecido del dolor.
Después, demasiado tarde, supe que era así.
—Oh, Harry —dijo—, lo intenté. Quería volver junto a ti, pero no puedo. Sólo siento pena por Jack.
Moscú, marzo de 1984
Levanté la persiana, y miré el patio. El cielo, de un tono plomizo, parecía más cerca del crepúsculo que del alba. En mi reloj eran las seis, hora de Moscú. Había leído la noche entera, y ya era de mañana. ¿O habría leído toda la noche y luego un día entero? Ninguna sirvienta había llamado a mi puerta. ¿O acaso no la había oído?
¿Habría dormido? No sentía hambre. Debía de haber leído y dormido, leído y dormido, sentado en la silla, con la linterna en la mano, proyectando la película, fotograma por fotograma, sobre la pared blanca. ¿Habría leído todas las páginas? No sabía si era necesario. Tal vez había dormitado, leído un rato, y pasado muchos fotogramas sin leer ni una palabra, pero lo cierto era que los hechos habían penetrado en mi mente. No me sentía muy distinto a un ciego al que alguien guía por un sendero que conoce lo suficientemente bien para recorrerlo solo.
Al mirar el patio, vi que el cielo se iba oscureciendo. Durante aproximadamente veinte horas había estado viviendo en los primeros años de mi vida profesional. Sí, habían sido veinte horas, no ocho, y de modo ininterrumpido. ¿Era posible que hubiese hallado el santuario de un círculo mágico? La ansiedad de mis últimas semanas en Nueva York, aquella urgente e insoportable ansiedad, había encontrado reposo. Quizá podría leer y dormir toda la noche. Por la mañana volvería a la cafetería del Metropole y desayunaría. Seguramente servirían algún zumo de frutas azucarado, pan negro y una salchicha con el aspecto de un dedo que ha pasado un mes sumergido en el agua. El café estaría recalentado. ¡Condenado país de ineptos! Sí, tomaría el desayuno mañana por la mañana y volvería a mi habitación a leer acerca de Mangosta, y nuestros intentos frustrados de asesinar a Fidel Castro. Había avanzado hasta ese punto en mi memoria, antes de aquella catastrófica noche en Maine que se apoderó de mis escritos y de mi vida y me hizo pasar un año en Nueva York sin hacer otra cosa que escribir sobre ella. Los recuerdos giraban a mi alrededor como la materia de una erupción espacial. Esos recuerdos volverían a asaltarme apenas dejase de leer.
Por eso estaba agradecido por cada sobre de microfilme aún sin proyectar. Al menos durante un día más no tendría que salir de mi habitación. Podría encerrarme en ella como en mi madriguera del Bronx. De hecho, la débil claridad que se abría paso por el pozo de ventilación me recordó la lobreguez de aquel otro pozo del edificio de apartamentos sobre el Grand Concourse.
Sí, estaba solo, y en Moscú, y todo iría bien mientras me limitara a la narración. Se desplegaría, fotograma tras fotograma, sobre el viejo yeso blanco de la pared de este viejo hotel. Bolcheviques importantes se habían reunido aquí en los primeros años de la revolución rusa. Ahora yo tenía tres rebanadas de pan guardadas de la cena de hacía casi veinticuatro horas, y toda una noche ante mí para dormir y leer en mi pequeña habitación de techo alto dentro de las alas y corredores del hotel Metropole.
La mañana que Allen Dulles regresó de Puerto Rico con un ataque de gota, al día siguiente del desastre de la bahía de Cochinos, mi padre me dijo que tenía todo el aspecto de un cadáver.
Ignoro si esa observación condicionó mi visión posterior, pero a partir de ese momento consideré que el señor Dulles estaba interiormente muerto, aunque pasarían siete años antes de que en realidad falleciera, hecho que iba a significar una semana de Navidad notablemente desgraciada para los que aún frecuentaban su compañía. Recuerdo que la noche en que enfermó yo estaba en Saigón. Era la víspera de la Navidad de 1968, y me encontraba escribiendo una carta a Kittredge, quien a vuelta de correo me relataría los pormenores de su muerte. Tiempo después, a finales de la primavera de 1969, en un bar de carretera en las tierras bajas de Virginia, me contaría más detalles. Para entonces, nuestra relación —esa relación que desgarraría nuestras vidas sumiéndolas en la tragedia— ya había comenzado.
No obstante, eso pertenecía al futuro. En la primavera de 1969, Christopher todavía vivía y Harlot aún podía mover sus piernas. Puede que fuese un cornudo, pero como lo ignoraba, seguía siendo un prodigio priápico, más potente que el amante que, hasta cierto punto, lo había desplazado, aquel amante joven cuyas habilidades para cortejar a su esposa se originaban en los deleites de su boca y de sus labios, que ofrecían «gozos tan extraños que hacen que se conozca el trance de una pluma al caer», según Kittredge dijo una vez. Nunca me atreví a preguntarle si la frase pertenecía a un poema que supuestamente yo conocía. Pero eso no importaba, ya que las palabras eran apropiadas. Nos adorábamos. No podía haber habido amigos que se quisieran tanto. Hacíamos el amor con la misma intimidad con que nuestra conversación recorría sus ocultos recovecos, según el estado de ánimo, como si siguiera los delgados y artísticos surcos de una oreja bien formada.
Aquella tarde en el bar junto a la carretera, me contó acerca de la muy demorada muerte de Allen Dulles. «Ocurrió de forma tan extraña como su nacimiento», dijo. Yo había olvidado que había nacido con un pie deforme, como Lord Byron, pero ella me recordó que su padre, el reverendo Allen Macy Dulles, presbiteriano liberal, tan avanzado a comienzos de la década de 1830 que en una ceremonia religiosa presidió el segundo casamiento de una divorciada, no soportaba contemplar la deformidad de su hijo. ¿Hablaba acaso de cavernas de perdición? Hizo operar al pequeño antes de bautizarlo, de modo que no lo vieran sus parientes Foster y Dulles. «Una vez que Hugh me contó acerca del pie de Allen, no pude dejar de mirárselo —observó Kittredge—. Ningún otro hombre se apoyaba con tanta seguridad sobre un pie, bajo gloria excelsa del sol, mientras que el otro se hundía en la más abyecta oscuridad.»
Dulles inició la etapa de su definitiva muerte corpórea durante la gran fiesta que él y su mujer, Clover, ofrecieron la Nochebuena de 1968. La presencia de lo más selecto del séptimo piso de Langley —los Montague, los Helms, los Angleton, Tracy Barnes y esposa, Lawrence Houston y esposa, Jim Hunt y esposa, además de dignatarios extranjeros y antiguos amigos del Departamento de Estado—, era un tributo a la vieja reputación de Dulles. El que siete años después de que se hubiese retirado sus invitados asistieran a la última de una larga serie de fiestas prenavideñas, no hacía sino confirmar que, si bien Allen Dulles ya no estaba a bordo, su lugar nunca había sido ocupado por nadie, y que aquélla era una nueva conmemoración, por más que estuviese viejo, encorvado, y calzara una pantufla en su gotoso pie. Sí, observó Kittredge, todos acudieron a saludarlo, pero él no apareció. Sólo estuvo presente Clover, su esposa, para recibir a los huéspedes y agasajarlos; la vibrante Clover, en otro tiempo tan hermosa, delgada e inepta para el combate como una violeta. «La alocada Clover, siempre flotando en su mundo», diría Kittredge, para observar luego que Clover era tan difusa como el deseo de venganza cuando éste no es verdaderamente real, sino un viejo rencor matrimonial. Allen se había acostado con la mitad de las mujeres que conoció en Washington, y Clover incluso se había esforzado por ser amiga de algunas de las amantes más formales de su esposo. Sin embargo, entre tantos combates, Clover sólo se había vengado de una manera insignificante y sistemática, aunque sin duda debe de haber sido como una lanza clavada en el pie gotoso de Allen: gastando el dinero con la liberalidad total de una analfabeta financiera. Los Dulles estaban siempre endeudados, o gastando el capital. Cada relación extramatrimonial de su marido costaba un nuevo vestido de fiesta; demasiadas relaciones, significaban muebles nuevos para la sala. Su matrimonio duró cerca de cincuenta años, y ella lo quería, pero también lo detestaba. «Los matrimonios prolongados desarrollan estratos divinamente opuestos de Alfa y Omega», agregaba Kittredge.