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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (123 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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OPERADORA: Por favor, deposite setenta y cinco centavos para otros tres minutos.

WILLIE: Operadora, transfiera la llamada a mi número. Es Charlevoix, Michigan. C-H-A-R-L-E-V-O-I-X, Michigan, 629-9269.

MODENE: La última noche, las fiestas no terminaban nunca. A última hora, Jack llevó a un grupo de amigos a una suite del Beverly Hilton y me pidió que me quedase, de modo que lo hice. Como comprenderás, mi posición era difícil. Permanecí en el cuarto de baño todo el tiempo que pude, arreglándome el pelo, hasta que finalmente quedamos unos cuantos de sus asistentes políticos principales, él y yo. Entonces fui al dormitorio, él entró, suspiró, y dijo: «Por fin, todos se han ido». Regresé al cuarto de baño para desvestirme. Cuando salí, no pude creer lo que vi: Jack estaba en la cama con otra mujer, una de las que estaban en el palco. Prácticamente desnuda.

WILLIE: Por Dios, ¿ha estado tomando lecciones de Frank?

MODENE: Volví al cuarto de baño, me vestí, y cuando salí la mujer ya no estaba. No podía dejar de temblar. «¿Cómo encontraste tiempo para arreglar todo esto?», pregunté. Estaba a punto de gritar. No podía soportar que estuviera tan tranquilo. Dijo: «Fue todo un malabarismo». ¿Puedes creerlo? Estuve a punto de darle una bofetada. Debe de haberse percatado, porque me dijo que no lo había hecho con intención de ofenderme, sino porque pensó que esa parte de su vida era un realce. «Un realce», repetí. «Sí, un realce para quienes saben apreciarlo», dijo. Entonces me contó que había amado a una mujer francesa a quien le encantaban esos encuentros. Tenía un nombre para designarlos: «
Lapartouse
». P-A-R-T-O-U-S-E. Si yo hubiera estado lista para ello, no habría habido nada malo, dijo, aunque por mi reacción era obvio que había cometido un error egregio.

WILLIE: ¡Egregio!

MODENE: Eso dijo. «Jack, tú lo tienes todo, ¿cómo pudiste hacer una cosa así?», pregunté. Respondió: «Todo acaba tan pronto, y hacemos tan poco con nuestras vidas». ¿Puedes creerlo? Es totalmente irlandés. Una vez que se les ocurre algo, hay que buscar un pico para romper la piedra. Empezó a acariciarme, y le dije: «Basta, o gritaré». Y allí lo dejé. Fui a mi habitación y bebí Jack Daniels hasta el alba. No contesté el teléfono.

WILLIE: Oh, Modene.

MODENE: Estoy totalmente sobria. Hay demasiada adrenalina circulando por mis venas. Tuvo el descaro de enviarme dieciocho rosas rojas a mi habitación. Justo antes de que me fuera. Me envió también una nota: «Por favor, olvídalo, es lo más estúpido que he hecho en mi vida». Bien, te diré que gasté más de cien dólares y le hice enviar seis docenas de rosas amarillas. Firmé Modene. Entenderá el mensaje.

WILLIE: ¿Sabe lo de las rosas amarillas de Sam?

MODENE: Claro que sí. Me encargué muy bien de hacérselo saber. Me gustaba gastarle bromas al respecto.

WILLIE: Creo que estás preparando una fiesta de bienvenida para Sam.

MODENE: ¡Para Sam, no! ¡Ahora no! Ya veré de qué humor me siento cuando vuelva a Miami.

WILLIE: Van a pasar cosas raras si a este tipo lo eligen presidente.

MODENE: Willie, voy a colgar. No quiero echarme a llorar.

Tuve una reacción extraña. Me pregunté si alguna vez trataría de meter a otra mujer en la cama con Modene. Sabía que no lo haría, aunque sólo por temor a perderla. Sí alguna vez ella traía a otra mujer a la cama, bien, eso me gustaría mucho. En ocasiones, sobre todo últimamente (St. Matthew's podía irse al diablo), pensaba que estamos aquí en la tierra para experimentar la mayor cantidad posible de sensaciones extraordinarias. Quizá deberíamos llevar esa información a los grandes descodificadores del cielo.

Sin embargo, pronto comencé a darme cuenta de cuánta rabia sentía. Me parecía que toda la culpa la tenía Sinatra, y pude comprender la propensión de mi padre a acabar con la vida de otro valiéndose de sus manos. ¡Qué lástima que Sinatra no entrara en ese instante en mi cubículo de Zenith! Toda la ira se me había concentrado en los dedos, y podía sentirla como si fuese arcilla. Me dije: «Modene, ¿por qué nos has hecho esto?», como si ante mí fuera tan responsable de su pasado, como lo era de su presente.

Pero el tiempo lo curó todo; fingíamos que Jack Kennedy no existía. Era una propuesta casi viable. No sabía si Modene me veía como la sala de terapia intensiva del gran hospital de los que sufren heridas de amor, o si me amaba de una manera mágica, es decir, si había conseguido cautivarla la noche que regresó a Miami, y me consideraba su hombre. Como no hacía más que decirme lo apuesto que era, comencé a mirarme al espejo con el interés crítico de un especulador que revisa todas las mañanas las cotizaciones de Bolsa.

Mientras tanto, seguía atrapado por el trabajo, temiendo el día en que volviese a aparecer el gorila con una nueva transcripción enviada por Harlot y me enterase de que Modene había reiniciado su relación con Jack Kennedy.

21

Hacia mediados de agosto, Hunt dio un paso que estaba preparando desde hacía tiempo, y los líderes del Frente trasladaron su cuartel general a México. El Cuartel del Ojo lo consideraba un camuflaje necesario para la futura operación, y a Hunt la idea le complació mucho. Sus hijos pronto regresarían a los Estados Unidos con Dorothy. Creo, además, que se enfrentaba a la dificultad de conseguir una buena vivienda en Miami, donde los costos eran prohibitivos. Con el cambio de planes él y Dorothy podrían buscar una casa en Ciudad de México. Además, volvería a sentir, como en Montevideo, que dirigía su propio espectáculo.

Zenith quedó a cargo de la sección de Acción Política, y yo me mudé a un despacho que no sólo era más grande, sino que tenía una ventana. Si bien desde ésta se veía el cerco de alambre de espino, el puesto de guardia y más allá un montón de edificios bajos y modernos pertenecientes a la universidad de Miami, aun así había dado mi primer paso en la escala de ascenso jerárquico.

En otro sentido, el nuevo trabajo no era ninguna maravilla. Además de lo mío, tenía que ocuparme de lo que Hunt había dejado sin acabar, lo cual incluía relaciones públicas concernientes a los cubanos que llegaban a diario en todo tipo de embarcaciones. Debido a los lazos que habíamos establecido con periódicos de Miami, cada semana podíamos contar con un artículo que hablaba de los exiliados que llegaban desde La Habana en balsas toscas y primitivas. Algunas consistían en una mera plataforma de tablas atadas a barriles de petróleo soldados entre sí. Pensar en que alguien podía viajar doscientos cuarenta kilómetros por mar abierto desde el puerto de La Habana hasta Miami era de por sí espeluznante y desviaba convenientemente la atención sobre el hecho, menos excepcional, de que la gran mayoría de exiliados llegaba por avión desde México y Santo Domingo. Una noche sin luna, mientras me hallaba en el patio de la Villa Nevisca, vi a la luz de las estrellas cómo una lancha a motor remolcaba dos balsas cargadas de gente en dirección al mar. Al día siguiente, ¡oh, maravilla!, las balsas tocaban tierra; se llamó a la Prensa, y una de las personas con las que me había reunido dos semanas antes en Opa-Locka, un joven cubano muy simpático, de pelo enrulado, me sonreía desde la primera página de la segunda sección del diario, como si acabase de llegar. Estaba aprendiendo que en publicidad, no mentir era prácticamente obsceno. Por supuesto, no sentía grandes conmociones morales: sólo deseaba que Hunt me hubiera instruido mejor. Poco a poco llegaba a la conclusión de que la virtud de las operaciones militares residía en la simple y total determinación de vencer.

Entretanto, Hunt se mantenía en contacto mediante cables y llamadas telefónicas. Aun cuando se encontraba al otro lado del golfo de México, todavía intentaba controlar el trabajo que me había entregado. Aunque nominalmente me hallaba a cargo de su sector de reclutamiento de agentes, muchas de nuestras actividades no producían resultados confiables. Era fácil encontrar agentes dispuestos a recibir nuestra paga, pero ¿cuántos de ellos estaban en condiciones de proporcionarnos información fidedigna? Entre los agentes teníamos cotillas, estudiantes idealistas, criminales de poca monta, chulos sin éxito, hombres de negocios marginales, nuevos comerciantes cubanos, barqueros de todo tipo, exiliados que esperaban ser embarcados para su adiestramiento, ex soldados del Ejército cubano y cubano-estadounidenses del Ejército de los Estados Unidos, además de una superestructura, si así podía llamársela, de periodistas, abogados, respetables hombres de negocios y revolucionarios de carrera, todos ellos cubanos. «Nuestros agentes —señaló una vez Hunt— nos dicen lo que ellos creen que queremos oír.»

Mientras tanto, en agosto, se estaban formando huracanes en el Caribe, la calle Ocho se llenaba de carteles de neón en español, los recién llegados dormían en el porche de nuestra casa de reclutamiento en el centro de Miami, y el Cuartel del Ojo hacía circular entre el personal de Zenith un manual que contenía las más de cien organizaciones de exiliados en el área de Miami, un trabajo redundante, puesto que nosotros habíamos hecho la misma compilación en Zenith. Por mi parte, me reunía con otros oficiales de caso que intentaban idear un procedimiento operativo para organizar a los exiliados en grupos policiales capaces de extirpar a los agentes castristas de la comunidad de exiliados. Según los informes del FBI, de los que también en Zenith teníamos conocimiento, el número de estos hombres de la DGI, el servicio de inteligencia de Castro, era de doscientos, lo cual nos parecía, lisa y llanamente, absurdo. En los últimos tres meses la cantidad no había variado. Todos esperábamos que al cabo de otros tres meses el FBI siguiera aseverando que trescientos agentes de la DGI pululaban por las calles de Miami.

A principios de septiembre llegó en la saca del Cuartel del Ojo otro sobre protegido con cinta para embalar. Empezaba:

Adjunto una carta de Bob Maheu. Si no puedes guardarla en lugar seguro, destrúyela. Tengo copia.

Estimado señor Halifax:

El propósito de esta carta es informarle que me he reunido con un alto jefe de la Mafia que se hace llamar Johnny Ralston. Como tiene sus propias inversiones, expropiadas, que recuperar, sus motivaciones son excelentes.

Naturalmente, asistí al almuerzo representando a ciertas personas acaudaladas que están dispuestas a pagar hasta ciento cincuenta mil dólares por un golpe autorizado. Bien, el caballero Ralston puede llegar a ser un tipo áspero. Mencionó el nombre de Meyer Lansky. «Meyer ofrece un millón de dólares por el mismo trabajo.» «Sí —le aseguré—, pero después tendrán que cobrarlo. ¿Le importaría pedirle esa suma a Meyer Lansky?»

Como grabé la conversación, transcribo el resto directamente.

R: ¿Cómo puedo estar seguro de que su gente pagará los ciento cincuenta mil dólares?

M: Los depositaremos en un banco.

R: ¿Por qué está usted en esto?

M: Por mi sentido de obligación hacia este país. He sido informado de que sus sentimientos patrióticos son similares.

R: Verá usted, me siento tan patriota que me gustaría obtener la ciudadanía. A la mierda con sus ciento cincuenta mil dólares. Quiero los papeles de la ciudadanía. Estoy harto de que me persigan los oficiales de inmigración.

M: Su ciudadanía puede arreglarse.

R: Sí, pero ya me han traicionado antes.

M: No hay manera de prometer ese arreglo por adelantado. Después del hecho, se hará todo lo posible para que obtenga lo que desea.

En este punto de la conversación se produce un mal funcionamiento del magnetófono que continúa durante algunos minutos. Quizá me apoyé con demasiada fuerza sobre los almohadones, algo que deberé evitar la próxima vez.

Si bien no puedo recordar con detalle lo que se dijo, estoy en condiciones de asegurarle que hice todo lo posible para convencerlo de que podía confiar en que mi gente le daría lo que necesitaba.

Hijo, permíteme que interrumpa la transcripción para decirte que nunca hay que confiar plenamente en Maheu. Tiene bastante experiencia para saber cómo mover el culo cuando tiene un magnetófono oculto. Sospecho que suprimió parte de la cinta. Supongo que en esa parte le confiesa a Ralston que la «figura acaudalada» a quien representa es la Agencia. Obviamente, a Maheu le conviene decirle esto a Ralston porque la Compañía está en mejor situación que los entes individuales para obtener la ciudadanía. (Aunque podríamos tener problemas con la gente de Inmigración.) De todos modos, cuando la grabación vuelve a ser inteligible, Ralston parece mejor dispuesto y, en principio, acepta subir a bordo. Sin embargo, le dice a Maheu que quiere conocer «a la persona con quien usted habla. Me gustaría estrechar su mano».

Esto es para mantenerte informado. Si accedes a cualquier información, haz el favor de pasarla. Me pregunto cuál será el nombre verdadero de Ralston.

HALIFAX

A la mañana siguiente, Harlot me envió por un circuito de seguridad intermedia un memorándum en código.

Los hombres de Buda informan que un tal Johnny Roselli, íntimamente relacionado con RAPUNZEL, almorzó con Roben Maheu en el Brown Derby de Beverly Hills. Desgraciadamente, no hubo fuentes confiables disponibles. Por ende, esa curiosísima reunión nos deja en los Jardines de la Meditación.

VETERANO

«Fuentes confiables» eran grabaciones. Obviamente, el FBI sólo había podido tomar nota del almuerzo. Sin embargo, Hugh me había dado más datos que mi padre. Volví a recorrer el pasillo, obtuve acceso a VILLANOS, y busqué a Johnny Roselli. Recibí una amplia información.

JOHNNY ROSELLI también conocido como Johnny Ralston, alias Rocco Racuso, alias Al Benedetto, alias

Filippo Sacco. Nacido en Italia (Esteria) en 1901, emigró a los EE.UU. en 1911, creció en Boston. Se dice que a los doce años ayudó a un pariente a incendiar una casa para cobrar el seguro.

Primer arresto, 1921: tráfico de drogas.

En 1925, Filippo Sacco se convirtió en Johnny Roselli.

Trabaja con Al Capone en contrabando de alcohol.

Experto en extorsiones, juego ilegal, sindicalismo organizado, Roselli pasa trabajar en la Costa Oeste para Willy Bioff y George Brown, de la Alianza Internacional de Empleados Teatrales y Operadores Cinematográficos.

A principios de la Segunda Guerra Mundial, Roselli se hizo muy amigo de Harry Cohn, presidente de la Columbia Pictures. Cohn le prestó dinero, sin intereses, para comprar el hipódromo de Tijuana, y Roselli, agradecido, compró dos rubíes gemelos montados en anillos gemelos para Cohn y para él. Según se dice, ambos hombres siguen usando estos anillos.

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