Cuando íbamos por la carretera, de regreso a Miami, se explayó un poco.
—Pronto habrá unas cuantas reuniones —dijo — . Todavía no sé si participaré en ellas. Mahue tiene sus propios contactos, algunos bien sucios, pero yo, por supuesto, debo mantener la higiene.
—¿Cuál es mi papel?
—Harry, no estoy en condiciones de decirte si este trabajo te llevará una hora o una semana, o si acabará por agotarte. Honestamente, todavía no me siento dueño de la situación.
—Nunca te he visto tan reservado —dije.
Era un comentario atrevido, ocasionado por su ánimo sombrío.
—Fue horrible separarme de Mary —dijo.
Guardamos silencio durante un rato.
—Todo fue por mi culpa —dijo finalmente—. Mary se había acostumbrado a soportar mis infidelidades, pero no me perdonó que una tarde me acostase con la criada. Fue en Tokyo. Suponía que estaría de compras hasta la noche.
—Por Dios —dije—. ¿Cómo se te ocurrió hacer tal cosa?
Suspiró.
—Supongo que el sexo sin riesgos puede llegar a ser una transacción incómodamente íntima. Además, todos los Hubbard tienen algo de locos. ¿Sabes cuál es mi mayor orgullo? En 1946, hace ya catorce años, la primera víspera de Año Nuevo después de la guerra, antes de cumplir los cuarenta, tuve una relación sexual de pie con una muchacha que había conocido esa misma noche en el club Knickerbocker. —Hizo una pausa, supongo que para permitirme que le preguntara qué tenía eso de particular—. Lo hicimos a las cuatro de la madrugada en el refugio que hay al norte de Park Avenue, entre las calles Sesenta y dos y Sesenta y tres, debajo de dos mil ventanas, y nunca me sentí más potente. Pasó un coche patrulla, y un policía irlandés se detuvo, sacó la cabeza por la ventanilla y preguntó: «¿Qué diablos están haciendo?». Respondí: «Estamos fornicando, agente. Fornicando hasta que salga el sol. Feliz año nuevo».
—¿Qué hizo él?
—Me miró con expresión de disgusto, como un auténtico policía de Nueva York, y siguió su camino.
Se echó a reír con la alegría que este recuerdo siempre le producía, y cuando dejó de hacerlo volvió a quedarse callado, seguramente meditando acerca de la ruptura de su matrimonio. Sin embargo, cuando volvió a hablar no se refirió a ese tema.
—¿Sabes, hijo?, me siento capaz de hacer lo que sea necesario para llevar adelante esta misión. Una vez, en la OSS, se me ordenó eliminar a un partisano que nos había traicionado. Tuve que matarlo con mis propias manos. Un tiro habría hecho demasiado ruido. Nunca se lo he contado a nadie, hasta hoy. —Me miró — . Hoy es el día. Quizás haya perdido a una mujer, pero he ganado a un hijo.
—Tal vez estés en lo cierto. Fue todo lo que pude decir.
—Lo que quiero decir es que nunca he hablado con nadie del sentimiento de realización que produce matar a un ser humano. íntimamente, quiero decir. Durante mucho tiempo no supe si se trataba de una buena persona o de un malvado. Finalmente, me di cuenta de que no importaba. No era más que un pillo. De modo que lo que me preocupa no es lo que tenemos que hacer, sino el hecho de que no pueda participar directamente. Al menos por ahora.
Más tarde, esa misma noche, después de que mi padre tomara su avión de regreso a Washington, me encontré con Modene. Regresaba a Miami en un vuelo nocturno, e íbamos a una casa franca. No le gustaban los hoteles. «Miami Beach es un mundo muy pequeño para sus habitantes, y soy demasiado conocida», dijo.
Desde entonces, escogí una casa pequeña pero elegante, en Key Biscayne, alquilada por Zenith. Pertenecía a un acaudalado cubano que pasaría el verano en Europa. Yo estaba dispuesto a apostar que durante un tiempo no presentaría ningún problema. Recogía a Modene en mi descapotable blanco en el aeropuerto y nos dirigíamos a la bahía de Biscayne por la carretera Rickenbacker hasta la casita de North Mashta Drive. Pasábamos la noche en el dormitorio principal, y cuando nos despertábamos por la mañana podíamos admirar las palmeras reales, las alcobas blancas, el manglar y los yates de Hurricane Harbour.
Hacía malabarismos para mentir tanto a Harbour como a la gente de Zenith, pero el riesgo parecía pequeño. Hunt era el único oficial de Inteligencia en el sur de Florida con derecho y autoridad para preguntarme para qué usaba la casa franca, y si bien cada vez que firmaba la solicitud para utilizarla recibía una notificación oficial (Hunt tenía olfato para reconocer una dirección por su nombre, y North Mashta Drive seguramente le llamaría la atención), estaba protegido por restricciones de procedimiento. La casa se denominaba Propiedad 30 G, y ése era el nombre por el cual había que requerirla. Si la usaba demasiado a menudo y Hunt sentía curiosidad, le bastaba con consultar un listado clasificado de casas francas y averiguar la dirección y el nombre del dueño. ¿Por qué preocuparse? Dada la enorme cantidad de cubanos con quienes tratábamos, debíamos usar casas francas todo el tiempo. De modo que tenía poco que temer. Una vez, en un sueño, vi a Hunt fisgoneando en el dormitorio: nos veía a Modene y a mí en un abrazo carnal. Pero no era más que un sueño. Me impresionaba constatar cuan poco me importaba. Durante mi primer año en la Agencia sin duda habría sido muy distinto. Quizás empezaba a vivir según el precepto de Harlot: en nuestra profesión aprendemos a convivir con circunstancias inestables.
De modo que mi uso ilícito de la Villa Nevisca no sólo no me preocupaba, sino que incluso hacía que me sintiese orgulloso. Sus paredes de estuco eran tan blancas como las de cualquier edificio del sur de Florida, razón por la cual su nombre era muy adecuado. Se lo traduje a Modene al inglés, y le causó tanto placer que me pregunté cuánto habría tardado su padre en acostumbrarse a tener dinero. Algunas veces, cuando me hartaba de su manera tan precisa de hablar —producto de años de lecciones de dicción— empezaba a ver a todos los habitantes del Medio Oeste como simples paletos. Justificaba mi prejuicio el hecho de que se sintiera excesivamente impresionada por cualquier edificio con encanto o con un toque de historia. Le gustaban las ventanas con formas fuera de lo común, los porches de madera tallada, los edificios de color pastel y los nombres románticos. ¡La Villa Nevisca resultaba perfecta! Hasta le impresionaban las réplicas de las mansiones sureñas de Key Biscayne. (Para mí era absolutamente importante no compararla, en ningún aspecto, con Kittredge.) Aun así, no podía dejar de imaginar la niñez de Modene en las calles de Grand Rapids, y llegaba a la conclusión de que su desprecio por mi baja posición económica («Creo que eres el hombre más pobre con quien he salido») hallaba compensación en la admiración que sentía por mis logros: Yale, y una profesión de la cual no podía hablarle. Ni siquiera intenté hablarle de St. Matthew's.
No soy justo. Ella sabía sus cosas, y en ciertos asuntos su seguridad era absoluta. Por ejemplo, le encantaba bailar. Sin embargo, nos dimos por vencidos después de ir a un par de clubes nocturnos. Una pista de baile no es el lugar más adecuado para mí, mientras que ella podría haber sido una bailarina profesional. Me mostraba cómo se bailaba la samba y el merengue, el cha-cha-cha, o una variante del
lindy
, un baile originario de Harlem, pero sólo lo hacía para demostrar su habilidad. En realidad, no tenía el menor deseo de enseñarme nada, ya que eso, según me dijo, haría que se sintiese tonta. En esa actitud vi el reflejo aristocrático del artista que no quiere empañar su talento. Es preferible sacrificar el arte.
Por otra parte, llegué a descubrir que mi acento le fascinaba. Dijo que podía pasarse toda la noche escuchándome con el mismo placer con que escucharía a Cary Grant. Descubrí, igualmente, que Cary Grant era su punto de referencia para todo lo que tenía que ver con sutilezas, y entendí entonces por qué no quería enseñarme a bailar: yo tampoco dedicaría parte de mi vida a enseñarle a hablar. Si bien en ocasiones su acento me exasperaba, poseía otras virtudes.
Una vez me dijo (y oí ecos de Sally Porriger):
—Eres tan esnob...
—¿Sabes? —respondí—, lo mismo puede decirse de tu amigo, Jack Kennedy. Dondequiera que esté —agregué, sin poder resistir la maldad.
—Está tratando de ganar las elecciones —respondió—, de modo que ¿cómo podría tener tiempo para mí?
—¿Ni siquiera para llamarte por teléfono?
Los celos me escaldaban el corazón como sopa hirviente que cae sobre un tierno regazo.
—No es un esnob —dijo—. Tiene un interés verdadero en las personas que lo rodean. A diferencia de ti, sabe escuchar mejor que nadie.
Era verdad. Empezaba a hablar y mi mente se desviaba, para concentrarse en sus virtudes carnales. Siempre que la veía, estaba rodeada por una nube de carácter sexual. No tenía que escucharla: ella era más importante que lo que decía. Entonces nos acostábamos y volvía a ver que era brillante y delicada y profunda y feroz; sí, cariñosa, voraz, generosa, cálida, con un corazón listo para derretirse de tristeza y de alegría, y en una noche todo esto trascendía cualquier fastidio que pudiera sentir durante la tarde. Qué podía importarme no saber bailar.
La libido puede equivaler a una convicción interna, pero la libido rampante es megalomanía. Mi mente me decía que era el mejor amante que Modene había tenido jamás. Al cabo de unas horas, cuando las tres cuartas partes de la libido se habían consumido, me convertía otra vez en el hombre que no sabía bailar. Sinatra sí sabía. Jack, también. Eran excelentes bailarines.
—Estás loco —solía decirme—. Jack Kennedy tiene mal la espalda. Por una herida de guerra. Nunca hemos bailado, y puedes estar seguro de que no me importa. Me gusta escucharlo cuando habla, y me encanta hablar, porque sabe escuchar.
—¿Y Frank? ¿Frank no baila?
—Es su profesión.
—¿Bailar?
—No, pero entiende de baile.
—¿Y yo no?
—Ven aquí.
Estábamos acostados en la cama, y ella me besaba, y volvíamos a empezar. Yo flagelaba entonces la cuarta parte restante de mi libido. A la mañana siguiente, me sentía horriblemente deprimido. Me parecía que no era nada más que una parada en la mitad de una carrera. Kennedy estaba de regreso; Sinatra podía volver en cualquier momento, y Giancana siempre aguardaba. Cuando analizaba mis emociones, ¡qué poco refinadas me parecían!
Ignoro cuan bien preparado me encontraba cuando el primero de agosto me llegó una comunicación de Harlot.
SERIAL: J/38, 854, 256
RUTA: LÍNEA/ZENITH-ABIERTA
A: ROBERT CHARLES
DE: VÉRTICE 10:05, 1 DE AGOSTO, 1960
TEMA: PARTOUSE BABILÓNICA
Llámame a BÚSQUEDA
VÉRTICE
Su conversación fue breve:
—Harry, me ha costado mucho conseguir esta transcripción. Es de la conversación entre BARBA AZUL y AURAL del 16 de julio, la semana de la convención de Los Angeles. J. Edgar Hoover no sólo la guardó en el Archivo Especial, sino en Asiento Selecto. Pero logré obtenerla. A veces, ejercer cierta presión da resultados.
—¿Cuándo me la puede hacer llegar? —pregunté.
—¿Estarás en Zenith esta tarde a las cuatro?
—Tal vez.
—Espera a mi hombre en tu despacho exactamente a esa hora.
—Sí, señor.
—¿Ya conoces a la sirena?
—No, señor —mentí—, pero voy en camino.
—Si te retrasas demasiado, se logrará menos cuando lo consigas.
—¿Señor?
—¿Sí?
—
Partouse
. Es argot parisiense, ¿verdad?
—Ya lo sabrás, a su tiempo.
A las cuatro de la tarde en punto, un hombre que reconocí como uno de los gorilas que habían estado con Harlot en Berlín hacía cuatro años, entró en mi despacho, me saludó con una inclinación de cabeza, me entregó un sobre y partió sin pedirme que firmase recibo alguno.
«Diecisiete de julio de 1960. CABLE AÉREO AL DIRECTOR DE FAC CUCHARA, tema SELECTO, grabado el 16 de julio entre las 7:32 y las 7:48, hora del Pacífico.»
MODENE: Willie. Por favor, escúchame. Mi relación con Jack acaba de terminar.
WILLIE: ¿Que acaba de terminar? Aquí son las nueve y media de la mañana, de modo que allí deben de ser las siete y media. ¿Qué ha ocurrido? No me has llamado en toda la semana.
MODENE: Quiero decir que se acabó anoche a las tres de la madrugada, y desde entonces no he podido dormir. Estoy en el aeropuerto, esperando a que salga mi avión. Ni siquiera me he acostado.
WILLIE: ¿Qué hizo?
MODENE: Todavía no puedo decírtelo. Compréndeme, debo ser muy cuidadosa.
WILLIE: Según parece, estás mal.
MODENE: Me alojó en el Beverly Hilton toda la semana y dijo que era su huésped, pero me sentí oculta. No sabía si estaría sola, con servicio en la habitación, o si me llamaría por la noche, tarde.
WILLIE: ¿Fuiste a la convención?
MODENE: Sí. Me ubicó en un palco. Aunque creo que era el palco número cuatro. La familia Kennedy estaba en el primero, más miembros de la familia con amigos en el segundo, y un tercero, el más cercano al mío, estaba ocupado por personas de aspecto muy importante. Pero mi palco era extraño. En él había algunos amigos de Frank, pero Frank estaba en el palco de la familia Kennedy. En mi palco había gente de segunda. No sé cómo describirlos. Tal vez fueran políticos de Boston, de dientes de oro, aunque no tan vulgares. Y una o dos mujeres cuyo aspecto no me gustó nada. Con peinados costosos, como si quisieran decir: «No preguntes quién soy. Soy la dama misteriosa».
WILLIE: Pero, ¿os visteis?
MODENE: Por supuesto, casi todas las noches.
WILLIE: ¿Cuántas noches faltó?
MODENE: Tres de un total de siete. Tal vez estuviera con una de las otras mujeres del palco.
WILLIE: Debe de haber sido dinamita pura.
MODENE: Una noche estaba tan cansado que se quedó dormido entre mis brazos. Despedía un resplandor maravilloso. Tan profundamente cansado, tan feliz. Otra noche, fue soberbio. Lleno de energía. La espalda, que por lo general le molesta, estaba totalmente relajada. Jack Kennedy tendría que tener derecho a una espalda sana.
WILLIE: Probablemente había tomado un calmante. He oído ese rumor.
MODENE: Fue una noche plena, y no había nada que quisiera reservar para mí. Pero luego no lo vi durante dos noches. Después, el día que eligieron a Lyndon Johnson como vicepresidente, Jack estaba muy cansado...
(Pausa)
Willie, no quiero abrir el grifo del llanto.
WILLIE: Si no lo haces, te sentirás peor.
MODENE: Estoy en un teléfono público. Oh, maldición, la operadora.