Así que pronto encontró un empleo como repartidor de pizzas los fines de semana. No era mucho lo que ganaba, pero su aportación al menos servía para aplacar la infatigable verborrea de su espléndida tía. Poco después le ofrecieron un contrato de seis meses en un restaurante nuevo propiedad del dueño de la pizzería. Su tía no puso muchos reparos en firmar como tutora. Si bien le indicó que era una lástima que abandonara sus estudios, a continuación alabó la suerte que había tenido al encontrar un trabajo respetable. Tres semanas después Samuel vivía de alquiler en un ático, como así lo llamaba su propietario, porque en realidad por sus dimensiones y por la forma en que se disponía el acceso al mismo, era más acertado denominarlo desván, en un derroche de generosidad, o zulo, que era a lo que más se parecía. Pero la renta era baja, y eso hizo que Samuel se decantara por aquel lugar, con idea de ahorrar todo lo posible hasta que las circunstancias le permitieran elegir un sitio mejor.
En un principio, su tía manifestó airadamente su oposición a la idea de que se marchara a vivir solo, aunque luego sucumbió con relativa facilidad a los frágiles argumentos de Samuel. Le conminó a que la llamara con frecuencia y le recordó que aquella era su casa y que podía volver cuando quisiera. Se despidió con una lagrimita y con un afectuoso abrazo. Samuel no quiso dudar de la sinceridad de aquellos sentimientos, pero sabía que tras la puerta se escondía una mujer gozosa de recobrar el derecho a saborear en casa sus conquistas y poder airear libremente su atormentada y hambrienta intimidad por cada uno de los rincones.
El negocio del restaurante no cumplió con las expectativas previstas y su propietario se vio en la obligación de cerrarlo a los pocos meses de su inauguración. Comoquiera que no había hueco en la pizzería, Samuel tuvo que emprender de nuevo la espinosa labor de buscar empleo, sin que pudiera permitirse el lujo de detenerse a pensar si le satisfacía o no las condiciones que le ofrecían. De este modo, además de la restauración, conoció los entresijos de trabajar en el campo, en la construcción o en el comercio. Alternando algún que otro período de relativa comodidad, llegó a descubrir el desempleo, la precariedad, jornadas interminables, salarios indignos y empresas ajenas a la más mínima política de prevención de riesgos laborales. Por ese motivo no toleraba oír las protestas de quienes se quejaban por puro vicio, como algún que otro estresado empleado de la Administración Pública que acudía a su puesto de trabajo en durísimas jornadas de lunes a viernes, de ocho de la mañana a tres de la tarde, o aquel pobre y deprimido profesor que debía soportar la terrible presión psicológica de tener que bregar con niños, con un mísero período vacacional al año consistente en dos meses de verano, la Navidad, la Semana Santa y el resto de días no lectivos... Y no es que Samuel se alterara en una mera manifestación de reproche o envidia; simplemente le molestaba la falta de respeto de algunos de estos campeones mundiales en cerrar los ojos para no ver la comodidad de sus situaciones laborales frente a la de la mayoría de los mortales. Por tanto, cuando consiguió un puesto en el departamento de facturación de la empresa de distribución al por mayor de don Francisco, enseguida se dio cuenta de que, pese al peculiar despotismo de su jefe, aquel trabajo era sin lugar a dudas el mejor de todos cuantos había tenido. Por eso lo cuidaba con tanto esmero... y por eso jamás consiguió apartar de su mente el temor de poder llegar un día a perderlo.
Mas cuando ese día llegó, Samuel descubrió con sorpresa que nada terrible ocurría, que cuando algo se acaba se lleva consigo la angustia de pensar que se puede acabar y se siente un reconfortante descanso con la liberación del enorme peso psicológico que uno mismo va cargando sobre las espaldas. Seguía vivo, disponía de la prestación de desempleo por un período de dieciséis meses, no tendría que volver a soportar la pedantería del viejo gruñón y tenía a su lado a Lucía. ¡Ya encontraría un nuevo empleo! Mientras tanto, debía asegurar con cerrojo y candado la puerta que se acababa de cerrar y estar atento a las que a buen seguro se iban a abrir. Marchar hacia delante es sencillo; lo que realmente cuesta es dar pasos hacia atrás. Y eso era, a lo sumo, lo peor que podría sucederle: que tuviera que retomar los penosos trabajos de antaño, pero..., ¡qué caramba!, si lo había superado una vez podría hacerlo de nuevo si llegara el caso. ¡Quién sabe, igual ese despido marcaba un cambio a mejor en su vida...!
Con estos ilusionados pensamientos afrontaba Samuel su nueva situación, asombrado de comprobar que no le preocupaba tanto la pérdida del trabajo como la tesitura de tener que contárselo a Lucía.
Samuel llegó a la cafetería de costumbre con quince minutos de antelación. No había cesado todo el día de darle vueltas al asunto y seguía sin hallar la forma de explicárselo a Lucía, y estaba nervioso porque de ninguna de las maneras pretendía ocultárselo. Desde el primer día se había abierto a ella sin tapujos y no había motivos para esconder ese episodio. Además, aunque lo hiciera, lo único que conseguiría sería disimular por un tiempo de letargo una noticia que, a la postre, acabaría conociéndose.
Lucía llegó como siempre, embadurnándolo de bienestar con el resplandor de su mirada y la serenidad de su sonrisa. Esa chica le inundaba de seguridad y confianza. Estaba convencido de que si todos cuantos estaban allí presentes recibieran de ella un abrazo, saldrían del local con las pilas recargadas de buenas vibraciones y energía positiva. Un abrazo... ¡Cuánto daría por un abrazo de ella en ese momento!
—Buenas...
—¿Qué tal Lucía?
—¿Te ocurre algo? —se interesó ella escudriñando con la mirada mientras tomaba asiento—. Te noto un poco apagadito.
La extraordinaria perspicacia de Lucía le resultaba sobrecogedora. Sentía cómo con un solo vistazo sus ojos traspasaban todo su ser hasta obtener una certera ecografía de su estado de ánimo. Notaba que sus defensas se derrumbaban ante su presencia y sentía vergüenza por la extraña sensación de imaginar que podría estar mostrándose ante ella desnudo en su interior. Pensó en lo estúpido que había sido imaginando que podría ocultarle la noticia siquiera un día. Él tan indefenso y ella tan inaccesible...
—Me han despedido —anunció Samuel de repente, decidido a terminar por la vía rápida con su inquietud—. Ha sido injusto —continuó, sonrojándose—, porque...
—No es necesario que me lo cuentes, Samuel, —interrumpió ella al percatarse de su incomodidad—. Estoy convencida de que no fue por tu culpa.
—Prefiero que lo sepas —prosiguió—. Me ha despedido la secretaria de mi jefe porque me negué a liarme con ella.
Lo dijo de corrida, sin respirar, como el niño que no puede soportar seguir ocultando su travesura. Su rostro se tornó de un bermejo encendido. Súbitamente, la expresión sobria con que Lucía lo escuchaba estalló en estruendosas carcajadas. Comenzó a reír sin parar, monopolizando la atención del resto de la clientela, ante el cada vez más colorado y perplejo rostro de Samuel, que sonreía sin saber qué hacer, mirando a uno y otro lado. Poco después Lucía recobró la compostura cortando en seco el alborozo. La cara desconcertada de Samuel le recordaba la de Bermúdez, cuando irrumpió de igual forma en una descontrolada y frenética carcajada el mismo día en que se conocieron, con la evidente diferencia que existía entre la palidez del rostro de su editor y el torrente de sangre que fluía por el de Samuel.
—La secretaria de tu jefe..., bueno..., ¿es tan fea como para —Lucía fracasó en su intento de controlarse y las carcajadas afloraron de nuevo, incluso con más fuerza que antes. A ratos intentaba detenerlas para culminar la frase, pero la tarea le resultaba tremendamente complicada— ...obligar a la gente a que se acueste... con ella... bajo la amenaza del despido?
—Feísima —mintió Samuel.
—¿Tanto como para que... no pudieras hacer un esfuercito... para salvar tu puesto de trabajo? —A Lucía le costaba realmente hablar, presa de un irrefrenable ataque de risa.
—No te lo puedes imaginar.
—¿Y qué hizo? ¿Obligó a tu jefe... a despedirte bajo... la amenaza de... acostarse con él si no lo hacía?
Samuel le seguía la broma, aunque estuvo a punto de contarle la verdad, que lejos de no ser agraciada, Macarena era una mujer imponente, objeto de deseo de todos cuantos pisaban la empresa. Por un segundo, mientras contemplaba la cándida expresión de Lucía al reírse, sintió un enérgico impulso de revelarle que desde el día en que la vio sólo tenía ojos para ella, que estaba perdidamente enamorado y que no veía el momento de decirle cuánto la amaba. Pero inmediatamente desechó la idea: hacía apenas dos semanas que se conocían... ¿Y si ella no había sentido el mismo flechazo? ¿Acaso existía algún indicio sólido para suponer que podría estar enamorada? Lucía obsequiaba a todos por igual con su cálida sonrisa. Era amable, educada y tierna con cualquiera, hasta con el camarero que les atendía —pensó Samuel en un ridículo ataque de celos—. Dominado por una inexplicable manifestación de pánico, los músculos de todo su cuerpo se le atenazaron de sólo pensar en la desilusión que podría llevarse. Quería tenerla, mas prefería prolongar indefinidamente la espera ante el temor a su rechazo. Así siempre habría una esperanza; un «no» acabaría con todo...
—Siento que hayas perdido tu empleo, de verdad, es algo muy serio...; no sé cómo he podido reírme —confesó Lucía cuando consiguió calmarse por completo.
—No importa: hay que tomarse las cosas con humor; ya encontraré otro trabajo.
—Ahora que tienes las tardes libres puedes venir a la biblioteca. Te puedo ayudar a inscribirte en el programa municipal de ayuda a la búsqueda de empleo. También podríamos hacer un seguimiento a las ofertas públicas que aparecen en los boletines oficiales y rastrear un poco por Internet —sugirió Lucía.
—O leer ese libro que me recomendaste... —propuso Samuel, dejando entrever su voluntad de disfrutar un tiempo de la vida ociosa, que tampoco iba a peligrar su integridad como persona por disfrutar de al menos un par de meses de vacaciones pagadas con la prestación de desempleo por la que había estado cotizando durante los últimos años. Además, quería encarar con absoluta tranquilidad la última fase de
Kamduki
sin verse sometido a la disciplina de un horario.
A partir de entonces Samuel comenzó a pasar las tardes en la biblioteca. Se quedaba allí hasta que cerraba y luego acompañaba a Lucía hasta el portal de su casa. Así un día tras otro, sin que lograra captar señal alguna que le hiciera sospechar que el interés de Lucía sobre su persona sobrepasaba el ámbito estricto de la amistad.
A veces se preguntaba el motivo de su extraña cobardía. ¿Cuándo iba a dar un primer paso? ¿Cuándo se iba a insinuar siquiera de soslayo? Pero no encontraba el valor suficiente..., hasta que una noche comprendió que no podía continuar mostrando esa actitud tan estúpida y ñoña, más propia de un solterón de hacía cuarenta años, y propuso a Lucía ir al cine, aprovechando la ausencia de Esteban.
El día siguiente, sábado, salieron de nuevo. Eligieron un pub más bien tranquilo y centraron su conversación en la inminente aparición de la sexta prueba de
Kamduki
. Mientras la acompañaba a su casa, Samuel se acordó de la noche en que hizo lo propio con Marta, cuando ella se quedó con las ganas de recibir un beso y él se quedó con las ganas de todo lo demás... El escenario ahora era distinto: en lugar de Marta estaba Lucía, el que se moría por un beso era él y como aquella noche, seguía sin adivinar qué pasaba por la cabeza de la chica que caminaba a su lado.
—Si no recuerdo mal, mañana hará un mes que nos conocimos —observó Samuel.
—Cierto —asintió ella.
—Ha pasado un mes en un suspiro. El devenir del tiempo es algo realmente asombroso... Mi padre solía repetir estos versos: «El pasado no existe, el futuro se ignora, sólo importa el presente; ¡vivámoslo ahora!».
El semblante de Samuel al recitar reflejaba la nostalgia de otros tiempos y Lucía se percató enseguida de su añoranza.
—¡Qué bonito! —exclamó—. Se ve que tu padre entendía muy bien cuán importante es disfrutar la vida.
—Sí, sólo que la perdió demasiado pronto —musitó Samuel.
—Pero, en rigor, y aunque el mensaje sea acertado, el contenido de la rima no es correcto —se apresuró a decir Lucía intentando llevar la conversación por otros senderos—. En realidad vivimos siempre en el pasado.
—¿En el pasado?
—Lo que oyes: lo que estás viendo ahora ya pasó. Lo que realmente no existe es el presente.
—Bueno, pero aunque sea por un instante...
—Te equivocas, Samuel; estarás de acuerdo conmigo cuando te lo explique. Verás: el sonido tarda un tiempo en recorrer la distancia que nos separa, ¿cierto?
—Así es.
—Entonces convendrás conmigo en que cuando te llega mi voz, hace un ratito que salió de mi garganta.
—Un tiempo demasiado pequeño —matizó Samuel.
—Sí, pero cuando la distancia aumenta, este fenómeno se hace más evidente —aclaró Lucía visiblemente fascinada por el rumbo que tomaba la charla.
—Como con las tormentas —añadió Samuel.
—¡Exacto! Como sabes, el rayo y el trueno se producen a la vez; sin embargo nos llega antes el primero. Y esto ocurre sólo porque la luz viaja más rápido que el sonido. Ahora bien —prosiguió Lucía entusiasmada—; imagina que alguien pudiera interceptar ese sonido y modificarlo, de forma que, en lugar de llegarnos el inconfundible estruendo del trueno, oyéramos, por ejemplo..., el cacareo de una gallina. ¿Qué ocurriría?
—No sé..., sería muy divertido —sonrió Samuel—; podrían llover huevos...
—De acuerdo, eso ahora sería inimaginable, pero no te sorprendería si siempre hubieses escuchado ese mismo sonido asociado al trueno. Aceptamos lo que percibimos sin percatarnos de que puede no ser cierto, porque cuando sentimos cualquier estímulo, la realidad es que sucedió hace un tiempo, aunque sea infinitesimal. De modo que lo que nos llega es historia; por eso, insisto, vivimos en el pasado.
—Bien, de acuerdo, pero... ¿hacia dónde quieres llegar? —preguntó Samuel intrigado.
—A ningún lugar, sólo quería demostrarte que el término «presente» es relativo. Hasta el rayo de la tormenta, la luz de aquella farola, tu imagen...; ¡todo puede ser falso! Cualquier cosa que observemos puede no existir en ese instante en las mismas condiciones.
—Pero la luz viaja a unos 300.000 kilómetros por segundo; eso es instantáneo.