Dos veteranos contendientes simultaneaban manotazos a un sufrido reloj, mientras las piezas bailaban sobre el tablero a un ritmo vertiginoso, pese a la avanzada edad de las manos que las impulsaban. Una maraña de revistas, planillas, libros y piezas flanqueaban la mesa de juego. Lucía y Samuel esperaron respetuosos a que la partida acabara. A cada jugada, sucedía un comentario jocoso:
—¡Dama que vuela, a la cazuela!
—Lo que vuela es tu tiempo: te quedan diez segundos.
—Me sobra la mitad para darte mate.
—Corre, corre...
—¡Ah, te escondes como una rata!
—Ya te digo...: cuatro, tres, dos...
—¿Será posible?
—¡Tiempo! Otro currito... ¡Por derecho!
—Pero si estabas frito... ¡Lamentable!
—¿Podrían ayudarnos? —aventuró Samuel, presionado por la premura de la situación.
—¡Cómo no! —se ofreció uno de ellos.
—Buscamos una partida del año 1935 —continuó Samuel.
—Somos viejos, pero no tanto —contestó con una sonrisa el mismo que se había ofrecido a ayudarles. El otro seguía pensando en la partida que acababa de perder por tiempo—. Los sábados por la tarde suelen venir algunos chavales. Uno de ellos compite regularmente; dice tener una base de datos con más de cuatro millones de partidas.
—No podemos esperar hasta mañana; gracias de todas formas —respondió Samuel dando la vuelta para marcharse.
—Espera un segundo —Lucía prestaba atención a una colección de libros que reposaban sobre los anaqueles de un polvoriento armario— ¿Me permiten?
Lucía tomó en sus manos un libro de Panov dedicado a la vida de Capablanca. Incluía setenta partidas selectas del genial jugador.
—Es nuestra última oportunidad —declaró Lucía.
Y allí estaba lo que buscaban: la partida número sesenta que recogía aquel volumen era la que disputaron Capablanca y Thomas, en el torneo de Margate de 1935, con victoria del primer jugador en 34 movimientos.
A toda máquina tomaron un tablero y desplegaron sobre cada escaque las letras que integraban el enigma, ante la pasmosa contemplación de los jugadores allí presentes.
—¿Sabes interpretar una partida de ajedrez? —titubeó Samuel.
—Es sencillo: las filas están numeradas del 1 al 8 y las columnas se designan comenzando por la primera letra del abecedario. De esta forma, cada casilla tiene un nombre.
—Como el juego de los barquitos —corroboró Samuel.
—Sí, aunque... este libro es muy antiguo y no utiliza el sistema algebraico de anotación...
—¿Podrás conseguirlo, entonces?
—Sí; no te preocupes —le tranquilizó Lucía—. Veamos: por sus movimientos debemos descartar a los peones, a las torres y a los alfiles, porque, según veo, no se consigue hilvanar una palabra inteligible. ¡Vamos con los lindos caballitos!
El caballo del flanco de dama de las blancas inició su triunfal recorrido en la casilla b1, y de ahí pasó por d2, f1, e3, d5, b6, a4 y b6, donde acabó su viaje con un mortal brinco que aprisionaba a la reina negra. Samuel y Lucía se miraron boquiabiertos. El caballo en su camino había marcado la clave: ÉXODO 37, 3.
Se levantaron a toda prisa, ante la petrificada expresión de los marrulleros luchadores, que seguían sin comprender qué estaba sucediendo. Lucía les sonrió:
—No tendrán a mano una Biblia, ¿verdad?
El chico del cíber palideció cuando vio entrar a Samuel. Éste se detuvo un instante frente a él y lo saludó al estilo militar, llevando su mano derecha con los dedos juntos hasta la sien. «Es el mismo loco de hace un mes», pensó el chico.
Lo que restaba fue simple: buscaron la cita bíblica y descubrieron que, efectivamente, el Arca de la Alianza custodiaba la respuesta, pero habría sido imposible resolverlo sin reproducir aquella partida de ajedrez. Samuel leyó en voz alta el texto: «Además fundió para ella cuatro anillos de oro a sus cuatro esquinas; en un lado dos anillos y en el otro lado dos anillos». Radiante, tecleó la respuesta correcta, cuatro, y esperó la validación. Curiosamente les había sobrado casi siete minutos.
Se encontraban muy cansados, pero decidieron dar un paseo. Luego cenaron en una pizzería. Samuel no olvidaría jamás aquel día, no sólo por la satisfacción que le produjo llevar a buen término la intrincada prueba número siete, sino por la sinceridad con que Lucía se abrió ante él. Hablaron largamente sobre temas trascendentales y Samuel quedó prendado del peculiar punto de vista que Lucía tenía sobre la Vida, Dios y el Amor.
Prueba nº 8:
La Madre del Sol contempla a los nueve que vigilan; Paris te dará la clave del que venció en la matanza.
Tiempo de resolución: 48 horas
Samuel se quedó inmóvil, con la mente en blanco, sin saber qué pensar. No había más reseñas, ni siquiera una pregunta. Sólo el recuadro de siempre para escribir la respuesta y, sustituyendo al tradicional temporizador, una extraña figura humanoide, de rostro malhumorado y con una enorme panza en forma de bomba, en cuyo centro un reloj digital marcaba el tiempo restante, como si de un artefacto explosivo se tratara: 47:58:24, 47:58:23, 47:58:22...
Aunque estaban previstas nueve pruebas, la octava bien podría ser la última, ya que la anterior fue tan complicada que sólo quince personas lograron encontrar la solución. Por tanto, existía la posibilidad de que sólo uno de los supervivientes resolviera la nueva prueba que tenía ante sus ojos, alcanzando el ansiado premio, y estaba decidido a que ese honor recayera en su persona, a no caer eliminado ahora que lo tenía tan cerca... Se sentía optimista, satisfecho de su determinación y orgulloso de Lucía, pero aún no habían ganado nada; necesitaban hacer otro esfuerzo.
La octava prueba deparaba una especie de acertijo cuya resolución debía dar lugar a una palabra o una cifra por la que no se preguntaba en el enunciado. Súbitamente, Samuel pegó un salto de su asiento, consciente de que había perdido cinco preciosos minutos. Comprobó que el calentador de agua estaba operativo, se desnudó, tomó una toalla y se precipitó al torrente de agua tibia de su ducha, el lugar que siempre elegía para organizarse o para relajarse cuando las cosas se ponían complicadas.
El enunciado era corto, pero lo suficientemente denso como para contener cuatro términos significativos:
la Madre del Sol, nueve vigilantes, París y la matanza
. Algo le decía que la exploración habitual por los buscadores de Internet no iba a dar sus frutos, sobre todo con París, por ser una ciudad tan grande y con tanta historia. En cualquier caso, parecía que tendría que buscar algún guerrero natural de París, célebre por alguna batalla; también podría ser que el escenario de la contienda hubiese sido la capital francesa, aunque entonces resultaría al menos más sencillo enumerar las batallas que allí habían acontecido. De una forma u otra, el asunto parecía laborioso: no tendría más remedio que comenzar a buscar batallas famosas en tierras parisinas y guerreros, caballeros o reyes nacidos allí, aunque no tenía claro qué hacer después con ellos... Luego estaba la palabra
matanza
. ¿Por qué ese término y no otro más simple como batalla? ¿Fue porque se produjeron muchas bajas? ¿Quizá porque un bando masacrara literalmente a otro?
Samuel se percató, una vez más, de que había vuelto a empezar por el final, como cuando hojeaba el periódico o cualquier revista, y aprovechó esa parada en sus reflexiones para untar de gel su hasta ahora inmóvil cuerpo bajo el agua y retornó al principio del enunciado:
la Madre del Sol
. No parecía muy complicado: debía referirse a una mujer, a una ciudad, a una obra artística o a cualquier cosa de género femenino conocida por ese nombre. Y cerca de lo que fuese esa matriarca había nueve
vigilantes
, que harían de todo menos vigilar, admitiendo la acepción metafórica que a buen seguro tendría la expresión. ¡No iba a tratarse de nueve personas observando! Así que podrían ser nueve montes, nueve países o nueve árboles; ¡vete tú a saber! De pronto se le ocurrió que podría estar refiriéndose al Sol y a sus nueve planetas, porque... ¿eran nueve, no?; ¿no habían descubierto algunos más? No, recordaba que ahora se exigían unas condiciones especiales para ser un planeta y hasta Plutón había dejado de serlo, según el criterio de la Unión Astronómica Internacional y pese a las indignadas protestas de la ciudad de Illinois, hogar de su descubridor. En cualquier caso, el enunciado hacía alusión a la
Madre del Sol
, no al propio Sol.
Con estas divagaciones secó su cuerpo y, sin vestirse, volvió a su ordenador para comprobar que el siniestro reloj marcaba en ese instante un curioso triple 47. Acto seguido llamó a Lucía.
—Entonces, ¿prefieres que yo me encargue de la
Madre del Sol
y de los
vigilantes
? —repitió Lucía, después de que hubieran dialogado durante unos diez minutos sobre el enigma a resolver y la estrategia a seguir.
—Así es. Son ahora casi las seis y media. Nos vemos en el burger del centro a las nueve y media, cenamos algo y nos contamos lo que hayamos averiguado.
—Bien, hasta luego Samuel. ¡Suerte!
Camino de la hamburguesería, Samuel se preguntaba por qué diablos se le habría ocurrido quedar allí, cuando precisamente no era partidario de ese tipo de comidas, sutil legado del imperialismo económico y social norteamericano, que expande sus modas y sus gustos al resto de los pueblos, al igual que en su día hicieran las culturas griegas, romanas o incluso la española, cuando eran las potencias dominantes. En la época actual todo lo americano se vende, aunque sean suelas de zapato hipercalóricas acompañadas de patatas congeladas, regadas abundantemente con anhídrido carbónico y helado con chocolate o caramelo con frutos secos, esto es, dos mil calorías de una tacada. Y para colmo, pensaba Samuel, lo único medianamente saludable del menú por su poder antioxidante, el kétchup, no le gustaba. Prefería por su sabor el tomate natural, que además aporta seis veces menos calorías que la dichosa salsa.
—¿Sólo vas a tomar una ensalada? —preguntó Samuel.
—Soy vegetariana —respondió Lucía comprobando la expresión de sorpresa de su acompañante—. ¿No te habías dado cuenta aún?
—¿No comes carne ni pescado?
—No.
—¿Huevos y leche?
—Tampoco —contestó Lucía clavando su mirada en los ojos de Samuel, queriendo hacerle entender que prefería no continuar con esa conversación.
—¿Por qué lo haces, para seguir una dieta saludable o por temas filosóficos? —insistió Samuel sin haberse percatado de la tácita advertencia de Lucía—. Si eres vegetariana estricta creo que estás privando a tu cuerpo de alguna que otra vitamina especial. Tomarás suplementos vitamínicos entonces, ¿no?
A la mirada fría y penetrante de Lucía le acompañaba ahora una sobrecogedora rigidez en la expresión de su rostro y una súbita decoloración en el habitual tono luminoso de su tez.
—No tengo ningún tipo de problemas con la vitamina B12 ni con ninguna otra, ni soy una vegetariana estricta: ¡la inflexibilidad y la intransigencia no conducen a nada!; si tengo que comer cualquier cosa, lo hago. Soy vegetariana simplemente porque detesto que se tenga que matar para comer cuando podemos alimentarnos perfectamente sin que otros seres tengan que sufrir —sentenció la otra Lucía.
—Bueno, dejemos a un lado la comida y vayamos a lo nuestro: ¿qué averiguaste? —replicó Samuel de forma despreocupada, intentando aparentar que no se había percatado de su enfado.
Por primera vez había notado que la magia y el embrujo que desprendía y que tanto le atraía no sólo se manifestaba en amabilidad y dulzura. Casi sin querer, Samuel había descubierto una pequeña fisura en su infinita serenidad. Pensó que quizá le ocurría algo, mas no se atrevió a escarbar en sus sentimientos. Al fin y al cabo, era una persona, no un dios, y tenía derecho, como todos, a dejar escapar en alguna ocasión un gesto adusto. Y en verdad fue algo efímero, porque, de repente, en un solo segundo, el huracán se transformó en tormenta, la tormenta en depresión, y ésta en calma chicha. La melosidad la envolvió de nuevo y sus labios dejaron libres el encanto atrapado en su seductora sonrisa.
—No gran cosa. Está claro que
los nueve que vigilan
están estrechamente ligados a la
Madre del Sol
, por lo que he preferido centrarme en nuestra
mamasita
. Tener éxito con
Google
podría ser más engorroso que encontrar una aguja en un pajar, porque el término admite miles de entradas, pero, por ahora, creo que es la mejor herramienta de que disponemos para elegir pistas candidatas.
Entusiasmada, Lucía extrajo de uno de los bolsillos traseros de su ajustado vaquero una pequeña libreta anillada y comenzó a leer algunas anotaciones:
—Voy a concentrar mis esfuerzos en el antiguo Egipto, el culto al sol y su representación divina. Estudiaré a Hathor, considerada según los mitos como madre e hija de Ra, dios del sol. Por los mismos motivos visitaré a Isis, que tiene ese protagonismo en otras épocas. Luego echaré un vistazo a otras deidades, como Buto, diosa serpiente madre del sol y de la luna, o Mut, diosa madre origen de toda la creación. Tampoco olvidaré a las principales reinas egipcias, pues no podemos ignorar que los faraones fueron identificados durante un tiempo con el dios Horus y, más tarde, venerados tras sus muertes como dioses. Así que me entrevistaré con las superestrellas, señoras Nefertari y Nefertiti, a ver qué me cuentan... Creo que la clave puede estar en la mitología; las culturas precolombinas igual me dicen algo. Recorreré la Pirámide del Sol de Teotihuacan y, con mucha paciencia, veré lo que puedo encontrar sobre las reinas mayas, aztecas, incas, etc., si es que las hubo, que en este momento no lo sé, todo hay que decirlo. De momento descarto tu visión astronómica del asunto. La verdad es que, ahora que lo pienso, puestos a fastidiar el enigma podría referirse a cualquier civilización, desde los babilonios hasta las tribus del Amazonas. La prueba puede que sea bastante complicada, pero seguro que la resolvemos. ¡No tengo dudas!