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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

El eterno olvido (8 page)

BOOK: El eterno olvido
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Así que esperó a que llegara el viernes, que seguía siendo el día predilecto de los asiduos al club de dardos. Simuló no encontrarse muy bien y se acostó temprano. A las once y media, cuando Noelia llevaba ya un buen rato profundamente dormida, se incorporó y buscó un pequeño bolso de viaje que tenía oculto en uno de los altillos de su dormitorio. En su interior guardaba un sobre, una descomunal faca de veinte centímetros de hoja con su correspondiente vaina de cuero, dos botes de cloruro de etilo en spray, un rollo de cinta de embalaje, una mascarilla con válvula de inhalación para protección respiratoria de vapores, una docena de candados de tamaño medio, cinco trozos de cadena de acero revestido de goma, un pedazo de tela y un bote de plástico de cierre hermético.

Se dirigió a la cocina y sacó del bolso el sobre, un bote de cloruro de etilo, el trozo de tela, la mascarilla y el envase de plástico. Dejó el sobre en el recibidor de la entrada y volvió a la cocina. Abrió de par en par la ventana e introdujo el trozo de tela en el bote de plástico, dejando la tapadera a medio cerrar. Se colocó la mascarilla y roció la totalidad del spray sobre la tela, cerrando con fuerza el envase hasta oír el clic y guardándolo de inmediato en el bolso. Luego regresó a la habitación de Noelia para contemplarla por unos segundos. Por último, cerró la ventana de la cocina y la puerta de entrada a su piso con mucho sigilo.

De camino a la parada de taxis sacó del bolsillo de su chaqueta su inhalador, aplicándose tres dosis consecutivas; luego lo arrojó a un contenedor de basura. Poco después entraba en la pensión Manoli y pedía la llave de la habitación número 107.

Éste era un momento muy delicado, pues podría ocurrir que el recepcionista se percatara de que ésa no era su habitación, sino la de su «amigo», por quien se había interesado esa misma tarde. Podría llegar a suceder algo aún peor: que Ricardo ya se encontrara dentro. Entonces tendría que recurrir al plan B, que era simple, pero bastante más arriesgado: sin duda no le iba a resultar nada fácil apuñalar a Ricardo en un descuido. Afortunadamente, el recepcionista apenas le prestó atención. Simplemente lo reconoció de haberse registrado hacía unas horas y le entregó la llave sin más. Julián no podía asegurar si la desidia que mostraba obedecía al interés que le suscitaba el programa de televisión o al canuto que se estaba fumando.

Subió las escaleras y abrió la puerta de la habitación de Ricardo. Una repentina tufarada le hizo titubear. Dejó la puerta entreabierta y bajó de nuevo a recepción, para devolver la llave, disculpándose por haber confundido el número de su habitación. El recepcionista, o lo que fuera aquello, le dio la llave de la 105 sin dejar de prestar atención a la tele y al porro.

Julián respiró aliviado al comprobar que la habitación de Ricardo era como la suya: podría ocultarse debajo de la cama con razonables posibilidades de no ser descubierto. Sólo corría peligro si a Ricardo le daba por asomarse allí, pero objetivamente no había motivo alguno que pudiera impulsarle a actuar así.

Preso de una gran agitación, sacó del bolso el cuchillo y el bote de cloruro de etilo que le quedaba. Apagó la luz y se introdujo por la angosta y tenebrosa franja que separaba el somier del suelo. Arrastró el bolso consigo y se arrinconó contra la pared sobre la que se apoyaba la cama. Desenvainó la faca y la agarró firmemente con la mano derecha; la izquierda sujetaba el spray con el dedo índice pegado al pulsador. Sólo entonces se dio cuenta de que había pasado por alto varias cosas: una el calor que sentía ahí abajo; aun siendo invierno, el hecho de no haberse quitado la chaqueta, unido a la excitación y al roce de la moqueta, le estaba haciendo padecer un sofocante bochorno. Otro descuido fue no imaginar el insoportable hedor que emanaba ese lugar. Podía distinguir varias colillas, patatas fritas, una lata de cerveza, trozos de pan... Y por último, lo peor de todo, aquello era un nido de cucarachas. Las odiaba, nunca las había podido soportar... y ahora las sentía corretear frente a sus narices.

Ricardo apareció después de cuarenta interminables minutos. Julián sintió un fuerte pellizco en el estómago cuando escuchó de abrirse la puerta. La luz invadió la habitación y la penumbra se hizo dueña del repugnante cobijo donde se encontraba, dejando visible una mayor cantidad de desperdicios de los que pensaba que había... y más cucarachas también. El sudor empapaba su cuerpo; el corazón encogido en un puño bombeaba sangre a plena potencia. Le retumbaban los latidos tanto que sintió miedo de que Ricardo pudiera llegar a oírlos. Pero éste se fue directo al baño y cuando regresó ya se había desnudado. Apagó la luz y cayó a plomo en la cama.

Julián notó el contacto frío del metal sobre su cabeza. Luego pasaron cinco tensos minutos en los que el somier sufría los continuos cambios de postura de su huésped. Cuando parecía que se había quedado dormido un descomunal eructo tronó en el cuchitril. Siguió una sacudida violenta del colchón. Ricardo corrió hacia el baño para vomitar el exceso de alcohol y la atmósfera se hizo aun si cabe más nauseabunda. Regresó a la cama entre maldiciones y blasfemias, pero ahora sí dejó de dar vueltas.

Julián no veía llegar el fin a su angustiosa situación. Tuvo que hacer un esfuerzo colosal para no gritar cuando notó que una cucaracha merodeaba por su cabeza para detenerse a beber en el arroyo de sudor que circulaba por una de sus sienes. No pudo soportarlo y sacudió la cabeza con fuerza hasta sentir cómo el repugnante insecto daba la vuelta por la oreja y atravesaba su mejilla para resbalar a la moqueta por la comisura de sus labios. Sabía que había hecho sonar el somier al restregar su cabeza y sintió verdadero pánico de que Ricardo lo hubiera escuchado. Siguieron treinta segundos de absoluto silencio hasta que, por fin, se dejaron oír los primeros ronquidos.

Julián esperó quince minutos más para asegurarse de que Ricardo se encontraba completamente dormido. Luego fue saliendo de su escondite lentamente, con sumo cuidado, arrastrando con suavidad el bolso. No quiso ni mirar a Ricardo, le bastaba con oír sus ronquidos.

Dejó el arma junto al bolso y se dispuso a tomar el envase que contenía la tela empapada en cloruro de etilo. Entonces comprobó que su mano le temblaba. Le asaltaron dudas: ¿tendría el suficiente poder narcótico la inhalación del cloruro de etilo?, ¿no hubiera sido mejor intentar conseguir cloroformo?, ¿tendría bastante fuerza como para mantener la presión del trapo sobre la boca y la nariz de Ricardo durante el tiempo necesario? Pero debía funcionar, lo había probado consigo mismo hacía un par de años y tuvo que retirar la tela porque sintió mareos. Luego estuvo varios minutos con pérdida de equilibrio, desorientación y ligeros temblores. Parecía mentira que un producto así pudiera adquirirse con tanta facilidad en las farmacias... y es que su utilización como anestésico local en medicina deportiva era muy frecuente.

Volvió a titubear. ¿No sería más sencillo seccionarle directamente la yugular? El plan que había trazado le forzaba a llevar el trapo en una mano y el spray en la otra, pero aún estaba a tiempo de modificar el guión y cambiar el bote por la faca. Finalmente decidió seguir el truculento plan original.

En un soplo de tiempo se colocó la mascarilla protectora, abrió el envase hermético, sacó la tela y la dejó casi en volandas a un centímetro del rostro de Ricardo. Pasaron varios segundos, la respiración adquirió un ritmo entrecortado, parecía que estaba funcionando y, de repente, los ojos del pedófilo se abrieron como platos. Julián presionó entonces la impregnada tela, cubriendo por completo la nariz y la boca de Ricardo, mas éste reaccionó y con sus dos manos le agarró del brazo, tirando con fuerza hasta zafarse del paño que le perturbaba el conocimiento. En ese preciso instante recibió sobre toda la superficie de la cara un chorro helado de vapor. El instinto llevó a Ricardo a protegerse los ojos, pero entonces descuidó la boca y la nariz, y por estas vías de entrada el gas narcótico llegó en abundancia a sus pulmones. Un instante después estaba profundamente dormido, aunque Julián siguió rociándole gas hasta que el rostro quedó casi cubierto por una gélida capa blanca.

Sin perder un segundo, rodeó la muñeca izquierda de Ricardo con una cadena, ajustándola todo lo que pudo con un candado. Luego tiró de la cadena hasta la esquina del somier, pasando por debajo del bastidor y volviendo hacia arriba para colocar otro candado. Idéntica operación hizo con la mano derecha y con ambos tobillos, inmovilizando cada una de las extremidades a las cuatro esquinas del somier. Con el mismo apresuramiento extrajo del bolso la cinta adhesiva de embalaje y pegó un extremo sobre la boca de su prisionero, pasándola por debajo de la cabeza hasta completar varias vueltas, como si estuviera momificando un cadáver. Por último tomó la cadena que quedaba y la pasó de extremo a extremo de la cama, en perpendicular al vientre de Ricardo, hasta asegurarse de que el torso no pudiera brincar sobre el catre. Sólo entonces comenzó Julián a respirar con calma.

Se quitó la mascarilla y la chaqueta y encendió la luz, circunstancia que no fue bien recibida por sus dilatadas pupilas. Luego se sentó en la única silla que había en el cuarto. Miró a la cama y quedó horrorizado ante el espeluznante espectáculo que se abría ante sus ojos.

El tiempo comenzó a transcurrir allí sentado, sin que Julián fuera consciente de ello, sin saber si pasaron minutos o tal vez horas, serenándose, recobrando su habitual ritmo cardiaco, recordando..., sobre todo recordando los años de angustia que le había hecho vivir aquel hombre. Y entonces oyó el sonido lejano de una campana, una vez, dos..., hasta cuatro veces. Respondió mirando su reloj en un acto reflejo y se levantó. Era ya hora de acabar lo que había empezado.

Una bofetada de agua fría rescató a Ricardo del mundo de los sueños. Visiblemente afectado por los efectos del narcótico, pasó un rato antes de salir del atolondramiento. Luego se dio cuenta de que apenas podía moverse y empezó a forcejear y a emitir desesperados y guturales gritos. De repente se acordó de la faz de Julián entre la nube tóxica y comenzó a buscar por la habitación, hasta que los ojos de ambos se encontraron. Ricardo se apaciguó un instante para luego reanudar con más violencia los intentos de liberación.

El sonido ahogado que brotaba de su garganta retumbaba en el silencio de la noche, incrementando el riesgo de ser oído por alguien. Julián le hizo un claro gesto para que se callara. El filo helado de la hoja de acero acariciándole el cuello acabó persuadiendo a Ricardo de que era mejor quedarse quieto. Julián comenzó a hablar con absoluta serenidad: «Bien, Ricardo: ¡quién te iba a decir que ibas a acabar así! Un viejo inútil acaba de arruinarte los planes... Pero no quiero prolongar este discurso; me da asco hablarte, mirarte, permanecer aquí un minuto más. Iré directo al grano. Te diré lo que voy a hacer: voy a sacarte los huevos de un tajo, luego voy a cortarte la polla en rodajas y lo voy a lanzar todo por la ventana para que se lo coman los perros, después aguardaré aquí tranquilo a que termines de desangrarte; ¿qué te parece?».

El demacrado rostro de Ricardo se transfiguró dominado por el pánico: los ojos parecían querer salírseles de las órbitas; el sudor fluía a borbotones por su frente.

Un lastimero gemido salió de su garganta cuando notó cómo la hoja de acero rasgaba sus calzoncillos. A continuación perdió el control del esfínter de su vejiga y se orinó encima.

Julián retrocedió unos pasos, sin querer volver a mirarle a la cara. Tomó el mismo trapo que le había servido para la anestesia y agarró con firmeza los genitales de Ricardo. Preso de la ira y con la mano temblorosa, levantó la faca hasta casi tocar el techo y exclamó con voz desgarrada: «¡Jamás volverás a violar a ninguna niña, hijo de puta!».

El metal cortó el aire, como halcón en busca de su presa, con la intención de seccionar la carne de un corte seco. Los veinte centímetros de la hoja se clavaron por completo. El acero atravesó con facilidad todo lo que encontró a su paso, pero no brotó sangre.

Julián se alejó con un llanto desesperado. El cuchillo quedó hundido en el colchón; ¡no había podido hacerlo!

Regresó a la silla, apoyó los codos sobre sus rodillas y hundió la cabeza en sus manos, sollozando, completamente derrumbado. Al cabo de unos minutos se levantó y contempló a Ricardo. Su semblante ahora había cambiado. Lo miraba de otra forma, como si riera bajo la mordaza con la misma risotada burlona y alienada que exhibiera en el bar. Le señalaba con el dedo índice de su mano derecha.

Julián abrió la boca para decirle algo, pero rechazó la idea. Se volvió alicaído, encorvado, con los brazos gachos y el paso trémulo y se colocó la chaqueta. Luego liberó al colchón de la faca y se la guardó, sin vaina, en el bolsillo interior donde solía llevar el inhalador, tomó el socorrido paño y el spray y, sin apenas pulso, pero decidido, vació lo que quedaba de gas sobre la nariz de Ricardo, cubriéndola a continuación con el trapo, para favorecer la concentración del producto. En unos segundos la cabeza dejó de agitarse, vencida por el poder narcótico del cloruro de etilo.

Julián inhaló también algo de gas, pero ni siquiera se percató. Se encontraba ausente, como si su cuerpo fuese el blanco de un rito vudú.

Durante unos minutos buscó la cinta de embalaje; la tenía frente a sus narices y no la veía. Al rato la descubrió. Aupó la cabeza de Ricardo con una mano y, con la otra, con un renacido vigor que le brotó de las entrañas, comenzó a dar vueltas y vueltas con la cinta, hasta dejar la cabeza completamente cubierta. Entonces se detuvo extenuado, jadeando, ido, para contemplar las últimas sacudidas del infausto bulto sobre la cama. Luego Ricardo dejó de existir.

La imagen no podía ser más escalofriante y grotesca: el zombi salía de la habitación después de haber vencido a la momia.

Bajó las escaleras sin mirar al suelo, como si de una endemoniada vedette se tratara, y pasó frente a la recepción sin comprobar si había alguien o no tras el mostrador, aunque lo único que allí quedaba era el inconfundible tufillo a hachís. Siguió por el estrecho pasillo en busca de la calle. Por fin abrió la puerta y el aire fresco bañó su rostro.

Era la sombra de un hombre, vacío... Se movía a pequeños pasos, como si cargara sobre sus hombros con un trono, en línea recta hacia un lugar previamente elegido y balbuciendo reiteradamente: «Dios mío, ¿qué he hecho?».

Las primeras luces del alba comenzaban a escapar tras la difuminada cortina de la moribunda madrugada justo cuando Julián se adentraba en el Parque Reina Sofía, otrora paraíso forestal y ahora cobijo de vagabundos. Se recostó en un banco y pensó en Noelia, luego se vio allí mucho más joven, paseando con su esposa, Beatriz jugando en los columpios, correteando, abrazada a él, vio cisnes sobre el lago, vendedores de madroños. Sonreía en una calma infinita, el cuchillo tendido al suelo, un reguero de sangre fluyendo mansamente de sus muñecas... Vio a su amigo Manolo, a su madre, a Beatriz sonriendo con dulzura y a su esposa, que le acariciaba el pelo... Después sintió una inmensa paz.

BOOK: El eterno olvido
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