Le desataron y le dejaron que intentara ponerse en pie. Por un momento casi lo consiguió; luego, al volver la circulación a las manos y los pies, y al quedar sus muñecas libres de la contracción a que habían estado sujetas, se desplomó. Le dejaron allí tendido, observándole con la indiferencia de unos niños que miran un insecto. Uno de los guardias se adelantó bruscamente a Mundt y chilló a Leamas que se pusiera en pie.
Leamas fue a gatas hasta la pared y apoyó las palmas de sus palpitantes manos en el ladrillo blanqueado. Estaba a medio levantar cuando el guardia le dio una patada haciéndole caer otra vez. Probó de nuevo, y esta vez el guardia le dejó ponerse en pie con la espalda contra la pared. Vio apoyar al guardia su peso en el pie izquierdo y comprendió que le iba a dar una patada. Con el resto de sus fuerzas, Leamas se lanzó hacia delante, lanzando la cabeza gacha contra la cara del guardia.
Cayeron juntos, Leamas encima. El guardia se levantó y Leamas se quedó tendido, esperando el castigo. Pero Mundt dijo algo al guardia y Leamas notó que le levantaban por los hombros y los pies, y oyó cerrarse la puerta de la celda mientras le llevaban por el pasillo adelante. Tenía una sed terrible.
Le llevaron a un cuartito cómodo, decentemente amueblado con una mesa escritorio y unas butacas. Unas persianas suecas cubrían a medias las ventanas enrejadas. Mundt se sentó a la mesa, y Leamas en una butaca, con los ojos medio cerrados. Los guardias se quedaron de pie junto a la puerta.
—Denme de beber —dijo Leamas.
—¿Whisky?
—Agua.
Mundt llenó una jarra en un depósito que había en el rincón, y la puso en la mesa con un vaso al lado.
—Tráiganle de comer —ordenó, y uno de los guardias salió del cuarto, y volvió con un tazón de sopa y una salchicha en rebanadas. Comió y bebió, mientras ellos le miraban en silencio.
—¿Dónde está Fiedler? —preguntó Leamas por fin.
—Detenido —replicó Mundt con sequedad.
—¿Por qué?
—Por conspirar para sabotear la seguridad del pueblo.
Leamas asintió lentamente.
—Así que ha ganado usted —dijo—. ¿Cuándo le detuvo?
—Anoche.
Leamas esperó un momento, tratando de concentrar otra vez su atención en Mundt.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó.
—Usted es un testigo implicado en el asunto. Desde luego, a usted se le juzgará después.
—Así que yo formo parte de un trabajo de Londres para fingir una traición de Mundt, ¿no?
Mundt asintió, encendió un cigarrillo, y se lo dio a uno de los centinelas para que se lo pasara a Leamas.
—Eso es —dijo.
El centinela se acercó, y con un ademán de solicitud de mala gana, puso el cigarrillo entre los labios de Leamas.
—Una operación muy bien cuidada —observó Leamas, y añadió estúpidamente—: Tipos listos, esos chinos.
Mundt no dijo nada. Leamas se fue acostumbrando a sus silencios en el desarrollo de la entrevista. Mundt tenía una voz bastante agradable; eso era algo que Leamas no había esperado, pero raramente hablaba. Quizá la extraordinaria confianza de Mundt en sí mismo hiciera que no hablase a no ser que deseara hacerlo de modo muy específico, estando dispuesto a conceder que se produjeran largos silencios en vez de intercambiar palabras inútiles. En esto se diferenciaba de los interrogadores profesionales que se apoyan en la iniciativa, en la evocación de situaciones y en la explotación de esa dependencia psicológica de un prisionero respecto a su inquisidor. Mundt despreciaba la técnica: era hombre de hechos y acción. Leamas lo prefería.
El aspecto de Mundt estaba completamente de acuerdo con su temperamento. Tenía aire de atleta. Su pelo rubio era muy corto, mate y bien arreglado. Su joven rostro tenía unas facciones duras y claras, y una inmediatez aterradora; carecía de humor o fantasía. Parecía joven, pero no juvenil: los hombres de más edad le tomaban en serio. Estaba bien formado. La ropa le iba bien porque era hombre fácil de vestir. Leamas no encontró dificultad en recordar que Mundt era un asesino: había una frialdad en él, una autosuficiencia rigurosa, que le equipaban perfectamente para el oficio del crimen. Mundt era un hombre muy duro.
—La otra acusación por la que se le procesará, si es necesario —añadió Mundt tranquilamente—, es por asesinato.
—Así que murió el centinela, ¿eh?… —contestó Leamas.
Una ola de intenso dolor pasó por su cabeza.
Mundt asintió.
—Siendo así —dijo—, procesarle por espionaje es algo académico. Yo propongo que la causa contra Fiedler sea pública. Ése es también el deseo del Presidium.
—¿Y necesita mi confesión?
—Sí.
—Es decir, que no tiene ninguna prueba.
—Tendremos pruebas. Tendremos su confesión.
No había amenaza en la voz de Mundt. No había estilo ni inflexión teatral.
—Por otra parte, podría haber clemencia en su caso… A usted le sometió a chantaje la Intelligence británica; le acusaron de robar dinero y le obligaron a preparar una trampa de venganza contra mí. El Tribunal tendría simpatía hacia tal declaración.
Leamas pareció sorprenderse, desprevenido.
—¿Cómo ha sabido que me acusaban de robar dinero?
Pero Mundt no contestó.
—Fiedler ha sido bastante estúpido… —observó Mundt—. En cuanto leí el informe de nuestro amigo Peters supe por qué le habían mandado, y supe que Fiedler caería en la trampa. Fiedler me odia mucho. —Mundt afirmó con la cabeza como para acentuar la verdad de su observación—. Su gente lo sabía, por supuesto. Ha sido una operación muy inteligente. Dígame quién la preparó. ¿Fue Smiley? ¿Lo hizo él?
Leamas no dijo nada.
—Yo quería ver el informe de Fiedler sobre el interrogatorio que le hizo a usted, ya comprende. Le dije que me lo mandara. Él se retrasó, y comprendí que acertaba. Luego, lo hizo circular ayer entre los miembros del Presidium y no me mandó un ejemplar. Alguien de Londres ha sido muy listo.
Leamas no dijo nada.
—¿Cuándo vio por última vez a Smiley? —preguntó Mundt, como de pasada.
Leamas vaciló, inseguro de sí mismo. La cabeza le dolía terriblemente.
—¿Cuándo le vio por última vez? —repitió Mundt.
—No recuerdo —dijo Leamas por fin—: en realidad él ya no estaba en la organización. De vez en cuando aparecía por allí.
—Es muy amigo de Peter Guillam, ¿no?
—Creo que sí.
—Guillam, según creía usted, estudiaba la situación económica en la República Democrática Alemana. Una pequeña sección extraña de su Servicio; usted no estaba muy seguro de lo que hacía.
—Así es.
El sonido y la visión se volvían confusos en el loco latir de su cerebro. Tenía los ojos calientes y doloridos. Se sentía mareado.
—Bueno, ¿cuándo vio por última vez a Smiley?
—No recuerdo… No recuerdo.
Mundt movió la cabeza.
—Usted posee una memoria muy buena… para cualquier cosa que me acuse. Todos podemos recordar la última vez que vimos a alguien. Por ejemplo, ¿le vio después de volver de Berlín?
—Sí, creo que sí. Me tropecé con él… una vez en Cambridge Circus, en Londres.
Leamas había cerrado los ojos y sudaba.
—No puedo seguir adelante, Mundt…, no mucho tiempo más, Mundt; estoy mareado —dijo.
—Después que Ashe le recogió, después que se metió en la trampa que le habían tendido, almorzaron juntos, ¿no?
—Sí. Almorzamos juntos.
—El almuerzo acabó hacia las cuatro. ¿Adónde fue usted entonces?
—Fui a la City, creo. No lo recuerdo con seguridad… Por amor de Dios, Mundt —dijo, sujetándose la cabeza con la mano—: no puedo seguir. Mi maldita cabeza…
—Y después de eso, ¿adónde fue? ¿Por qué se quitó de encima a los que le seguían, por qué tuvo tanto empeño en quitárselos?
Leamas no dijo nada: respiraba con jadeos cortos.
—Conteste a esta pregunta, si puede. Tendrá una cama. Puede dormir si quiere. Si no, tendrá que volver a su celda, ¿entiende? Le volverán a atar y le darán de comer en el suelo como a un animal, ¿entiende? Dígame adónde fue.
El loco latir de su cerebro aumentó de pronto, el cuarto bailaba: oyó voces a su alrededor y ruido de pasos; formas espectrales pasaron y volvieron a pasar; alguien gritaba, pero no hacia él; la puerta se había abierto, estaba seguro, estaba seguro de que alguien había abierto la puerta. El cuarto estaba lleno de gente, todos gritando ahora, y luego se iban, les oía marcharse, el ruido de sus pasos era como el latir de su cabeza; el eco se extinguió y se hizo el silencio. Luego, como el contacto de la propia misericordia, le pusieron un paño fresco en la frente, y unas manos cariñosas se lo llevaron.
Despertó en una cama de hospital: al pie de ella estaba Fiedler, fumando un cigarrillo.
Leamas pasó revista: una cama con sábanas, una habitación individual sin rejas en las ventanas, sino solamente cortinas y cristal escarchado. Paredes verde pálido, linóleo verde oscuro, y Fiedler mirándole y fumando.
Una enfermera le sirvió de comer: un huevo, una sopa ligera y fruta. Se sentía como para morir, pero supuso que haría bien en comerlo. Así lo hizo, mientras Fiedler le miraba.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó.
—Horriblemente mal —contestó Leamas.
—Pero ¿mejor?
—Creo que sí —vaciló—. Esas bestias me dieron una paliza.
—Mató a un centinela, ¿lo sabe?
—Suponía… ¿Qué esperan ésos, si montan una operación tan estúpida? ¿Por qué no se nos llevaron a los dos a la vez? Si ha habido algo demasiado organizado, ha sido eso.
—Me temo que, como nación, tendemos a organizar demasiado. En el extranjero, eso pasa por eficacia.
Hubo otra pausa.
—¿A usted qué le pasó? —preguntó Leamas.
—Ah, a mí también me ablandaron para el interrogatorio.
—¿Los hombres de Mundt?
—Los hombres de Mundt y Mundt. Fue una sensación peculiar.
—Es un modo como otro cualquiera de decirlo.
—No, no; físicamente, no. Físicamente fue una pesadilla, pero ya comprende: Mundt tenía un interés especial en darme una paliza. Aparte de la confesión.
—Porque imaginó aquella historia sobre…
—Porque soy judío.
—¡Cristo! —dijo Leamas a media voz.
—Por eso recibí tratamiento especial. Durante todo el tiempo me lo susurraba. Era muy raro.
—¿Qué decía?
Fiedler no contestó. Por fin musitó:
—Esto se ha terminado.
—¿Por qué? ¿Qué pasó?
—El día que nos detuvieron yo había pedido al Presidium una orden para detener a Mundt como enemigo del pueblo.
—Pero usted está loco…, ya se lo dije, loco de atar, Fiedler. Él jamás…
—Había otras declaraciones contra él aparte de la suya. Se habían ido acumulando acusaciones desde hace tres años, prueba por prueba. La suya nos proporcionó la prueba que necesitábamos; eso es todo. Tan pronto como estuvo claro, preparé un informe y se lo mandé a todos los miembros del Presidium excepto a Mundt. Lo recibieron el mismo día en que yo hice mi petición para que lo detuvieran.
—El día en que nos detuvieron.
—Sí. Yo sabía que Mundt lucharía. Sabía que tenía amigos en el Presidium, o por lo menos, incondicionales, gente bastante asustada como para correr junto a él tan pronto como recibieran mi informe. Y al fin, yo sabía que él perdería. El Presidium tenía el arma que necesitaba para destruirle; tenían el informe, y en esos pocos días en que a usted y a mí nos interrogaban, ellos lo leyeron y releyeron hasta que comprendieron que era verdad, y todos supieron que los demás lo sabían. Reunidos por su miedo común, su debilidad común y su conocimiento común, se volvieron contra él y mandaron constituir un tribunal.
—¿Un tribunal?
—Secreto, desde luego. Se reúne mañana. Mundt está detenido.
—¿Cuáles son las otras acusaciones? ¿Las declaraciones que ha reunido usted?
—Espere y verá —contestó Fiedler con una sonrisa—. Mañana lo verá.
Fiedler se quedó callado un rato, viendo comer a Leamas.
—Ese Tribunal —preguntó Leamas—, ¿cómo funciona?
—Eso depende del presidente. No es un Tribunal Popular: es importante recordarlo. Es más bien algo así como una investigación; un comité de investigación, eso es, nombrado por el Presidium para informar sobre un determinado… tema. El informe contiene una recomendación. En un caso como éste, la recomendación equivale a un veredicto, pero permanece secreto, como parte de la actuación del Presidium.
—¿Cómo funciona? ¿Hay abogados y jueces?
—Hay tres jueces —dijo Fiedler— y, en efecto, hay abogados. Mañana, yo mismo presentaré la acusación contra Mundt, y Karden le defenderá.
—¿Quién es Karden?
Fiedler vaciló.
—Un hombre muy duro —dijo—. Parece un médico rural, pequeño y benévolo. Estuvo en Buchenwald.
—¿Por qué no puede Mundt defenderse él mismo?
—Ha sido un deseo de Mundt. Se dice que Karden llamará a un testigo.
Leamas se encogió de hombros.
—Eso es asunto suyo —dijo.
Otra vez hubo silencio. Por fin, Fiedler dijo reflexivamente:
—A mí no me habría importado…, no creo que me hubiera importado, en todo caso, no tanto… que me hubiera hecho daño a mí mismo, por odio o celos. ¿Entiende usted esto? Ese dolor largo, interminable, y en el que todo el tiempo uno deja de decirse: «O me desmayo, o me acostumbro a sobrellevar el dolor: la naturaleza se ocupará de eso», y el dolor no hace más que crecer, como un violinista que sube por la prima. Uno cree que no puede subir más alto, y sube: así es el dolor, y todo lo que hace la naturaleza es pasarle a uno de nota en nota, como a un niño sordo al que le enseñan a oír. Y durante todo el tiempo susurraba: «Judío…, judío.» Yo le podría entender, estoy seguro de que podría, si él lo hubiera hecho por la idea, por el Partido, si usted quiere, o si me hubiera odiado a mí. Pero no era eso: él odiaba…
—Muy bien —dijo Leamas, con sequedad—. Usted debería saberlo. Es un hijo de perra.
—Sí —dijo Fiedler—, es un hijo de perra.
Parecía excitado. «Quiere presumir ante alguien», pensó Leamas.
—Pensé mucho en usted —añadió Fiedler—. Pensé en aquella conversación que tuvimos, ya se acuerda, sobre el motor.
—¿Qué motor?
Fiedler sonrió.
—Perdone, es una traducción directa: quiero decir «motor», la fuerza motriz, el espíritu, el impulso: como quiera que lo llamen los cristianos.