El espia que surgió del frio (24 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El espia que surgió del frio
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Fiedler hizo una pausa, y luego añadió tranquilamente:

—Mundt—Riemeck—Leamas: ésa era la cadena de mando, y es axiomático en la técnica del espionaje, en el mundo entero, que cada eslabón de la cadena debe ignorar, mientras sea posible, a los demás. Así está bien que Leamas afirme que no sabe nada contra Mundt; esto es sólo la prueba de una buena seguridad por parte de sus jefes en Londres.

»Se les ha dicho también cómo todo el asunto conocido por “Piedra Movediza” se llevaba en condiciones de secreto especial, y cómo Leamas sabía, en términos vagos, que había una sección informativa, a cargo de Peter Guillam, que fingía ocuparse de la situación económica de nuestra República: una sección que, sorprendentemente, estaba en la lista de acceso limitado de “Piedra Movediza”. Permítanme recordarles que ese mismo Peter Guillam fue uno de los varios funcionarios de la Seguridad británica que intervinieron en la investigación sobre las actividades de Mundt mientras estaba en Inglaterra.

El hombre juvenil, en la mesa, levantó el lápiz, y mirando a Fiedler con sus ojos fríos y duros bien abiertos, le preguntó:

—Entonces, ¿por qué Mundt liquidó a Riemeck, si Riemeck era su agente?

—No tenía otra alternativa. Riemeck era sospechoso. Su amante le había traicionado con indiscreciones jactanciosas. Mundt dio la orden de tirar contra él a vista, mandó recado a Riemeck de que escapara corriendo, y quedó eliminado el peligro de traición. Después, Mundt asesinó a la mujer.

»Quiero disertar un momento sobre la técnica de Mundt. Después de volver a Alemania en 1959, el
Intelligence Service
británico jugó a la espera. Todavía estaba por demostrar que Mundt estuviera dispuesto a cooperar con ellos, de modo que le dieron instrucciones y esperaron, satisfechos con pagar su dinero y tener esperanzas de que todo fuera bien. Por aquel entonces, Mundt no era un alto funcionario de nuestro Servicio —ni de nuestro Partido—, pero veía mucho, y lo que veía le servía para informar. Desde luego, se comunicaba con sus amos sin tener ayuda. Hemos de suponer que se encontraban con él en el Berlín occidental, y que en sus breves viajes al extranjero, a Escandinavia y a otros sitios, entraban en contacto con él para interrogarle. Los ingleses al principio debieron de mostrarse desconfiados —¿quién no?—: sopesaron con mucho cuidado lo que él les daba, comparándolo con lo que ya sabían. Temían que hiciera un doble juego. Pero poco a poco se dieron cuenta de que habían encontrado una mina de oro. Mundt se aplicó a su traicionera labor con esa eficacia sistemática tan celebrada en él. Al principio —es una suposición mía, camaradas, pero se basa en una larga experiencia en este trabajo y en las declaraciones de Leamas—, en los primeros meses, no se atrevieron a establecer ninguna clase de red que incluyera a Mundt. Le dejaron como lobo solitario; le atendieron, le pagaron y le instruyeron aparte de su organización de Berlín. Establecieron en Londres, a cargo de Guillam (pues fue él quien reclutó a Mundt), una pequeña sección de cobertura cuya función no se conocía siquiera dentro del Servicio, salvo en un círculo muy selecto. Pagaron a Mundt por un sistema especial que llamaron “Piedra Movediza”, y no cabe duda de que trataron con enorme precaución la información que él les daba. Esto, ya lo ven, está de acuerdo con la insistencia de Leamas en que la existencia de Mundt le era desconocida, aunque —como verán— no sólo le pagaba, sino que al fin, recibía efectivamente de Riemeck y pasaba a Londres la información que obtenía Mundt.

»A finales de 1959, Mundt informó a sus amos de Londres que había encontrado en el Presidium a un hombre que actuaría como intermediario entre él y Leamas. Ese hombre era Karl Riemeck.

»¿Cómo encontró Mundt a Riemeck? ¿Cómo se atrevió a averiguar si Riemeck estaba dispuesto a cooperar? Deben recordar la excepcional posición de Mundt: tenía acceso a todos los expedientes de seguridad, podía controlar teléfonos, abrir cartas, emplear vigilantes; podía interrogar a cualquiera con derecho indiscutido, y tenía ante él el cuadro más detallado de su vida privada. Sobre todo, podía silenciar las sospechas en un momento volviendo contra el pueblo la misma arma —la voz de Fiedler temblaba de furia— que debía servir para su protección.

Volviendo sin esfuerzo a su anterior estilo racional, continuó:

—Ahora pueden ver lo que hicieron los de Londres. Conservando siempre en secreto la identidad de Mundt, estuvieron de acuerdo en alistar a Riemeck e hicieron posible que se estableciera contacto indirecto entre Mundt y el comando de Berlín. Ésa es la importancia del contacto de Riemeck con De Jong y Leamas. Así es como se habrían de interpretar las declaraciones de Leamas; así es como se habría de medir la traición de Mundt.

Se volvió y, mirando cara a cara a Mundt, gritó:

—¡Ahí está vuestro saboteador, vuestro terrorista! ¡Ahí está el hombre que ha vendido los derechos del pueblo!

»Casi he terminado. Sólo falta por decir una cosa. Mundt conquistó fama de leal y astuto protector del pueblo, e hizo callar para siempre a las lenguas que podían traicionar su secreto. Así mató en nombre del pueblo para proteger su traición fascista y hacer avanzar su carrera dentro de nuestro Servicio. No es posible imaginar un crimen más terrible que éste. Por eso, al fin, después de haber hecho todo lo que podía para proteger a Karl Riemeck de las sospechas que poco a poco le rodeaban, dio la orden de disparar contra él a vista. Por eso dispuso el asesinato de la amante de Riemeck. Cuando hayáis de dar vuestro veredicto al Presidium, no temáis reconocer toda la bestialidad del crimen de este hombre. Para Hans Dieter Mundt, la muerte es una pena misericordiosa.

XXI. El testigo

La presidente se volvió hacia el hombrecillo vestido de negro que se sentaba enfrente mismo de Fiedler.

—Camarada Karden, usted habla en representación del camarada Mundt. ¿Desea interrogar al testigo Leamas?

—Sí, sí, me gustaría hacerlo dentro de un momento —contestó él, poniéndose laboriosamente de pie y pasando sobre las orejas las patillas de sus gafas con cerco de oro. Era una figura amable, un poco rústica, con el pelo blanco.

—La afirmación del camarada Mundt —empezó, con su benigna voz gratamente modulada— es que Leamas miente, que el camarada Fiedler, por su intención o por su mala suerte, ha sido atraído a una conspiración para destrozar la Abteilung y hacer caer en descrédito los organismos de defensa de nuestro Estado socialista. No discutimos que Karl Riemeck fuera un espía británico: está demostrado. Pero discutimos que Mundt estuviera en alianza con él, o aceptara dinero por traicionar a nuestro Partido. Decimos que no se puede demostrar objetivamente esta acusación, y que el camarada Fiedler está envenenado por sueños de poder y cegado al pensamiento racional. Afirmamos que Leamas, desde el momento en que volvió de Berlín a Londres, vivió fingiendo un papel, que simuló una rápida caída en la degeneración, en el alcoholismo y el endeudamiento; que atacó a un tendero a plena vista de la gente y ostentó sentimientos antiamericanos, todo ello únicamente para atraer la atención de la Abteilung. Creemos que la Intelligence británica ha tejido deliberadamente en torno al camarada Mundt una madeja de indicios circunstanciales: el pago de dinero a bancos extranjeros, retirado en coincidencia con la presencia de Mundt en los países en cuestión; la casual indicación de oídas, por parte de Peter Guillam; la reunión secreta entre Control y Riemeck, en que se discutieron asuntos que Leamas no podía escuchar: todas estas cosas han proporcionado una falsa cadena de pruebas, aceptada por el camarada Fiedler, con cuyas ambiciones contaban con tanta seguridad los ingleses; y así entró a formar parte de una conspiración monstruosa para hundir —para asesinar, en realidad, pues Mundt ahora está en riesgo de perder su vida— a uno de los más celosos defensores de nuestra República.

»El hecho de que los ingleses discurrieran esta conspiración, ¿no está de acuerdo con su historia de sabotajes, subversión y tráfico humano? ¿Qué otro camino les queda, ahora que se ha construido el bastión a través de Berlín, y se ha controlado el flujo de espías occidentales? Hemos sido víctimas de su conspiración; el camarada Fiedler, en el mejor de los casos, es culpable de un error muy grave: en el peor de los casos, de connivencia con espías imperialistas para minar la seguridad del Estado de los trabajadores y verter sangre inocente.

»Tenemos también un testigo —inclinó la cabeza amablemente hacia el tribunal—. Sí, también nosotros tenemos un testigo. Pues ¿suponen ustedes realmente que durante todo ese tiempo el camarada Mundt ha ignorado la febril conspiración de Fiedler? ¿Lo suponen de veras? Durante meses, se ha dado cuenta del cambio de ánimo de Fiedler. Fue el propio camarada Mundt quien autorizó el acercamiento a Leamas en Inglaterra… ¿Creen ustedes que se hubiera arriesgado tanto si él mismo hubiera de estar implicado?

»Y cuando llegaron al Presidium los informes del primer interrogatorio de Leamas en La Haya, ¿suponen que el camarada Mundt tiró el suyo sin leerlo? Y después que Leamas llegó a nuestro país y Fiedler se embarcó en el interrogatorio por su cuenta, ¿creen ustedes que el camarada Mundt, al ver que no llegaban más informes, fue tan tonto que no comprendió lo que incubaba Fiedler?

»Cuando llegaron de La Haya los primeros informes de parte de Peters, Mundt no tuvo más que mirar las fechas de las visitas de Leamas a Copenhague y Helsinki para darse cuenta de todo el asunto para colocar pruebas falsas; pruebas para desacreditar al propio Mundt. En efecto, esas fechas coincidían con las visitas de Mundt a Dinamarca y a Finlandia: las habían elegido en Londres por esa misma razón. Mundt había conocido esas “tempranas indicaciones”, igual que Fiedler; recuérdenlo. También Mundt buscaba un espía entre los altos cargos de la Abteilung…

»Y así, cuando Leamas llegó a la Alemania Democrática, Mundt observó con fascinación cómo Leamas alimentaba las sospechas de Fiedler con sugerencias e indicaciones oblicuas: jamás exageradas, ya entienden, jamás acentuadas, sino dejadas caer acá y allá con pérfida sutileza. Y para entonces, el terreno ya estaba preparado; el hombre del Líbano, con el milagroso “pisotón” a sus noticias, pareciendo confirmar la presencia de un espía en un alto puesto de la Abteilung…

»Se hizo maravillosamente bien. Podría haber convertido —podría convertir todavía— en notable victoria la derrota que sufrieron los ingleses con la pérdida de Karl Riemeck.

»El camarada Mundt tomó una sola precaución, mientras los ingleses, con ayuda de Fiedler, planeaban asesinarle.

»Mandó que se hicieran escrupulosas averiguaciones en Londres. Examinó todos los pequeños detalles de esa doble vida que llevaba Leamas en Bayswater. Buscaba, ya comprenden, algún error humano en un proyecto de sutileza casi sobrehumana. En algún sitio, pensaba, en la larga permanencia de Leamas en el desierto, habría quebrantado la fidelidad a su juramento de pobreza, embriaguez y degeneración, y sobretodo, de soledad. Necesitaría algún compañero, una amante, quizá: anhelaría el calor del contacto humano, anhelaría mostrar una parte de la otra alma que guardaba en el pecho.

»El camarada Mundt tuvo razón, ya lo verán. Leamas, ese agente hábil y experto, cometió un error tan elemental, tan humano, que… —Sonrió—. Oirán al testigo. Pero todavía no. El testigo está aquí: lo ha traído el camarada Mundt. Fue una precaución admirable. Después llamaré… a ese testigo —hizo una expresión un poco maliciosa, como diciendo que había que permitírsele una bromita—. Mientras tanto, si puedo, me gustaría hacer una pregunta o dos a este acusador de mala gana, el señor Alec Leamas.

—Dígame —empezó—, ¿es usted hombre de medios?

—No venga con majaderías —dijo Leamas, con brusquedad—; ya sabe cómo me recogieron.

—Sí, desde luego —afirmó Karden—, aquello fue magistral. ¿Quiere decir eso, entonces, que no tiene dinero en absoluto?

—En efecto.

—¿Tiene usted amigos que le presten dinero, que se lo den quizá, que paguen sus deudas?

—Si los tuviera, no estaría aquí.

—¿No los tiene? ¿Podemos imaginar que algún benévolo bienhechor, acaso alguien de quien se ha olvidado usted, se preocupara tal vez de ponerle en pie… pagando las deudas a los acreedores y toda esa clase de cosas?

—No.

—Gracias. Otra pregunta: ¿conoce a George Smiley?

—Claro que sí. Estaba en Cambridge Circus.

—¿Se ha marchado ahora de la Intelligence británica?

—Hizo el petate después del caso Fennan.

—Ah, sí…, el caso en que estuvo implicado Mundt. ¿Le ha visto usted alguna otra vez?

—Una vez o dos.

—¿Le ha visto después de marcharse usted de Cambridge Circus?

Leamas vaciló.

—No —dijo.

—¿No le visitó en la cárcel?

—No. Nadie me visitó.

—¿Y antes de entrar en la cárcel?

—No.

—Después de salir de la prisión, concretamente el día que le pusieron en libertad, ¿no es verdad que se lo llevó consigo uno llamado Ashe?

—Sí.

—Almorzó con él en Soho. Después de separarse de él, ¿adónde fue usted?

—No lo recuerdo. Probablemente fui a un bar. Ni idea.

—Permítame que le ayude. Acabó por ir a Fleet Street y cogió un autobús. A partir de allí, parece haber ido en zigzag, en autobús, en metro y en coche particular, de un modo un tanto inexperto para un hombre de su experiencia, hasta Chelsea. ¿Lo recuerda? Le puedo mostrar el informe si quiere: lo tengo aquí.

—Probablemente tiene razón. ¿Y qué?

—George Smiley vive en Bywater Street, casi en la esquina con King’s Road, eso es lo que quiero decir. Su coche se metió por Bywater Street, y nuestro agente ha informado que se bajó en el número 9. Da la casualidad de que ésa es la casa de Smiley.

—Eso son bobadas —dijo Leamas—. Yo creo más bien que iría al «Ocho Campanas»; es uno de mis bares favoritos.

—¿En coche particular?

—Eso también es una tontería. Seguramente fui en taxi, supongo. Cuando tengo dinero, lo gasto.

—Pero ¿por qué todo ese correr dando vueltas, antes?

—Eso es una idiotez. Seguramente se habrían equivocado y seguirían a otro. Eso sería típico.

—Volviendo a mi pregunta del principio, ¿no puede imaginar que Smiley se hubiera tomado algún interés por usted, después de marcharse usted de Cambridge Circus?

—No, demonios.

—¿Ni en su bienestar, después que le metieron en la cárcel, ni que gastara dinero por sus familiares, ni que quisiera verle después de encontrar a Ashe?

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