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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (17 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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Leamas se encogió de hombros.

—Me sentiría incómodo —dijo—; eso ha pasado otras veces. Recibe usted una indicación, quizá varias, de que hay un espía en un departamento o a cierto nivel. ¿Y qué? No puede uno detener a todo el servicio gubernamental. No se pueden tender trampas a todo un departamento. Uno se sienta al acecho y espera más. No lo olvide. Con Piedra Movediza ni siquiera se puede saber en qué país está actuando.

—Usted es un realizador, Leamas —observó Fiedler con una carcajada—, no un evaluador. Eso está claro. Permítame hacerle algunas preguntas elementales.

Leamas no dijo nada.

—El expediente…, el expediente que se usa en la operación Piedra Movediza, ¿de qué color era?

—Gris con una cruz roja; eso indica que es de acceso limitado.

—¿Había algo sujeto por fuera?

—Sí, la señal de precaución: es la etiqueta de acceso limitado; con una inscripción que decía que cualquier persona no autorizada, que no esté nombrada en esa etiqueta, si encuentra el expediente en su posesión debe devolverlo sin abrir a la Sección Bancaria.

—¿Quién estaba en la lista de acceso limitado?

—¿Para Piedra Movediza?

—Sí.

—Pues el personal de Control, el propio Control, la secretaria de Control; la Sección Bancaria, la señorita Bream, de Registro Especial, y Satélites Cuatro. Eso es todo, me parece. Y Despacho Especial, supongo…, no estoy seguro de éstos.

—¿Satélites Cuatro? ¿Qué hacen?

—Los países del Telón, excluyendo la Unión Soviética y China. La Zona.

—¿Quiere decir Alemania Oriental?

—Quiero decir la Zona.

—¿No es un poco raro que una sección entera esté en la lista de acceso limitado?

—Sí, probablemente. No sabría decir…, nunca había manejado antes material de acceso limitado. Salvo en Berlín, desde luego; allí todo era diferente.

—¿Quién estaba entonces en Satélites Cuatro?

—Ah, vaya; Guillam, Haverlake, De Jong, creo. De Jong acababa de volver de Berlín.

—¿A todos ellos se les permitía ver ese expediente?

—No sé, Fiedler… —dijo Leamas, irritado—; y si fuera usted…

—Entonces, ¿no es extraño que toda una sección esté en la lista de acceso limitado, mientras el resto de los indicados son individuos?

—Ya le digo que no lo sé, ¿cómo iba a saberlo? Yo no era más que un burócrata en todo esto.

—¿Quién llevaba el expediente desde uno de los autorizados a otro?

—Las secretarias, supongo…, no puedo recordarlo. Hace ya muchos meses desde entonces…

—Entonces, ¿por qué no estaban las secretarias en la lista? La secretaria de Control sí estaba.

Hubo un momento de silencio.

—No, tiene razón; ahora me acuerdo —dijo Leamas, con una nota de sorpresa en la voz—; la pasábamos a mano.

—¿Quién más de Bancaria manejaba esos expedientes?

—Nadie. Fue mi tarea especial cuando me incorporé a la Sección. Una de las mujeres lo había hecho antes, pero cuando yo llegué, me ocupé de ello, y a ellas las quitaron de la lista.

—Entonces, ¿usted solo entregaba el expediente en mano al siguiente que lo leía?

—Sí…, sí, supongo que sí.

—¿A quién se lo pasaba?

—Yo… no puedo recordarlo.

—¡«Piense»!

La voz de Fiedler no se había elevado de tono, pero contenía un apremio repentino que cogió por sorpresa a Leamas.

—Creo que al personal de Control, para hacer ver qué resolución habíamos tomado o recomendado.

—¿Quién traía el expediente?

—¿Qué quiere decir?

La voz de Leamas sonó como si le hubieran sorprendido en desventaja.

—¿Quién le traía a usted el expediente para verlo? Alguno de la lista tenía que traérselo.

Leamas se tocó la mejilla con los dedos un momento, con involuntario gesto nervioso.

—Sí, tenía que ser uno de ellos. Es difícil, ya ve, Fiedler; en aquel tiempo yo bebía mucho —su tono era extrañamente conciliatorio—: no se da cuenta usted de lo difícil que es…

—Se lo vuelvo a decir: piense. ¿Quién le traía el expediente?

Leamas se sentó a la mesa y movió la cabeza.

—No puedo recordarlo. Quizá me venga a la memoria. Por el momento no puedo recordar, de veras que no. Es inútil intentarlo.

—No podía ser la secretaria de Control, ¿verdad que no? Usted siempre devolvía el expediente al personal de Control. Lo ha dicho así. De modo que los de la lista debían de haberlo visto antes que Control.

—Si, supongo que así es.

—Luego está además el Registro Especial, la señorita Bream.

—Ésa no era sino la mujer que llevaba la sala de cajas fuertes con los ficheros de listas de acceso limitado.

—Entonces —dijo Fiedler, sedoso—, debía de ser Satélites Cuatro quien se lo trajera.

—Sí, supongo que sí —dijo Leamas, inerme, como si no estuviera a la altura de la brillantez de Fiedler.

—¿En qué piso trabajaba Satélites Cuatro?

—En el segundo.

—¿Y Bancaria?

—En el cuarto. Junto a Registro Especial.

—¿Recuerda quién se lo traía? ¿O recuerda, por ejemplo, haber bajado las escaleras alguna vez para ir a recoger el expediente de ellos?

—¡Sí, sí, claro que sí! ¡Yo lo recibía de Peter! —Leamas parecía haber despertado: tenía la cara sofocada, excitada—. Eso es: una vez recogí el expediente en el despacho de Peter. Charlamos sobre Noruega. Habíamos servido juntos allí, ya ve.

—¿Peter Guillam?

—Sí, Peter: me había olvidado de él. Había vuelto de Ankara unos meses antes. ¡Él estaba en la lista! Peter estaba, ¡por supuesto! Eso es. Era Satélites Cuatro, y P. G. entre paréntesis, las iniciales de Peter. Alguien lo había hecho antes que él, y Registro Especial había pegado un papelito blanco encima del nombre antiguo, poniendo las iniciales de Peter.

—¿Qué territorio tenía a su cargo Guillam?

—La Zona. Alemania Oriental. Asuntos económicos; dirigía una pequeña sección, una especie de charca inmóvil. Él era el tipo; él me subió el expediente también una vez, ahora lo recuerdo. Pero él no dirigía agentes: no sé bien cómo se había metido en eso… Peter y un par más hacían alguna investigación sobre la escasez de alimentos. Valoraciones, en realidad.

—¿No lo discutía usted con él?

—No, eso es tabú. No se hace, con los expedientes de acceso limitado. Recibí un sermón acerca de eso, de la mujer de Registro Especial, Bream; nada de discusión, ni preguntas.

—Pero, si se tienen en cuenta las complicadas precauciones de seguridad que rodeaban lo de Piedra Movediza, ¿no es probable realmente que el presunto trabajo de investigación de Guillam incluyera el manejo parcial de ese agente, Piedra Movediza?

—Ya se lo dije a Peters —casi gritó Leamas, golpeando la mesa con el puño—; es una majadería imaginar que se pudiera hacer ninguna operación contra Alemania Oriental sin que lo supiera yo, sin el conocimiento de la organización de Berlín. Yo lo habría sabido, ¿no comprende? ¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¡Yo lo hubiera sabido!

—Desde luego —dijo Fiedler suavemente—, por supuesto que lo hubiera sabido.

Se puso en pie y se acercó a la ventana.

—Debería ver esto en otoño —dijo, asomándose—. Es espléndido cuando las hayas cambian de color.

XIII. Alfileres o grapas

A Fiedler le gustaba hacer preguntas. A veces, por ser abogado, las hacía sólo por el placer de mostrar la discrepancia existente entre las declaraciones y la verdad absoluta. Poseía, sin embargo, esas persistentes ganas de averiguar que son un fin en sí mismas entre los periodistas y abogados.

Aquella tarde salieron a dar un paseo, siguiendo el camino de grava hasta el valle, y luego desviándose hacia el bosque a lo largo de un ancho sendero hundido, bordeado de troncos cortados.

Mientras tanto, Fiedler hacía probaturas, sin conceder nada: sobre el edificio de Cambridge Circus y la gente que trabajaba en él. «¿De qué clase social procedían, en qué barrios de Londres vivían?» «¿Trabajaban matrimonios en los mismos departamentos? Le preguntó sobre el salario, la jubilación, la moral, el restaurante; le preguntó sobre su vida amorosa, sus cotilleos, su ideología.

Para Leamas, ésa era la pregunta más difícil de todas.

—¿Qué quiere decir con ideología? —replicó—. No somos marxistas, no somos nada. Gente, sencillamente.

—Entonces, ¿son cristianos?

—No muchos, diría yo. No sé de muchos que lo sean.

—Entonces, ¿qué les ha incitado a meterse en esto? —insistió Fiedler—; deben de tener alguna ideología.

—¿Por qué han de tenerla? Quizá no lo saben; incluso, ni les importa. No todo el mundo tiene una ideología —contestó Leamas, un poco inerme.

—Entonces, dígame: ¿cuál es su ideología?

—Bueno, ya está bien, caramba —cortó Leamas, y caminaron un rato en silencio. Pero Fiedler no se dejaba desanimar.

—Si no saben lo que quieren, ¿cómo pueden estar tan seguros de que tienen razón?

—¿Quién demonios ha dicho que lo están? —replicó Leamas, irritado.

—Pero entonces, ¿cuál es la justificación? ¿Cuál es? Para nosotros es fácil, como le decía anoche. La Abteilung y demás organizaciones son la extensión natural del brazo del Partido. Están en la vanguardia de la lucha por la Paz y el Progreso. Son respecto al Partido lo que el Partido es respecto al socialismo: son la vanguardia. Ya lo dijo Stalin —sonrió secamente—; no está de moda citar a Stalin, pero una vez dijo «Medio millón de liquidados es una estadística— un hombre muerto en accidente de circulación es una tragedia nacional.» Se reía, ya ve, de las sensiblerías burguesas de la masa. Era un gran cínico. Pero lo que quería decir sigue siendo verdad: un movimiento que se protege de la contrarrevolución difícilmente puede detenerse ante la explotación (o la eliminación, Leamas) de unos pocos individuos. Es la misma cosa; nunca hemos pretendido estar por completo metidos en el proceso de racionalizar la sociedad. Algún romano lo dijo, ¿no?, en la Biblia cristiana: «Es conveniente que muera un hombre por el bien de muchos.»

—Eso me imagino —contestó Leamas, fatigado.

—Entonces, ¿qué piensa? ¿Cuál es su ideología?

—Creo que todos ustedes son una pandilla de hijos de perra —dijo Leamas, furioso.

Fiedler asintió:

—Ese punto de vista lo comprendo. Es primitivo, negativo y muy estúpido; pero es un punto de vista, existe. Pero ¿y qué sobre los demás de Cambridge Circus?

—No sé. ¿Cómo iba a saberlo?

—¿Ha discutido alguna vez de ideología con ellos?

—No. No somos alemanes. —Vaciló, y luego añadió con vaguedad—: Supongo que no les gusta el comunismo.

—¿Y eso justifica, por ejemplo, suprimir vidas humanas? ¿Eso justifica la bomba en el restaurante atestado…, eso justifica su proporción de agentes eliminados… y todo eso?

Leamas se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

—Ya ve, para nosotros sí —continuó Fiedler—; yo mismo pondría una bomba en un restaurante si eso nos permitiera avanzar en el camino. Después sacaría el saldo: tantas mujeres, tantos niños, y tanto hemos avanzado en el camino. Pero los cristianos —y su sociedad es cristiana— no deben de sacar ese saldo.

—¿Por qué no? Tienen que defenderse, ¿no?

—Pero creen en la santidad de la vida humana. Creen que cada persona tiene un alma que puede salvarse. Creen en el sacrificio.

—No sé. Ni me importa mucho —añadió Leamas—. A Stalin tampoco le importaba, ¿verdad?

Fiedler sonrió.

—Me gustan los ingleses —dijo, casi para sí—; a mi padre también le gustaban. Quería mucho a los ingleses.

—Eso me da una sensación muy grata de calor —replicó Leamas, y volvió a sumergirse en el silencio.

Se detuvieron mientras Fiedler le daba a Leamas un cigarrillo y se lo encendía.

Ahora subían una cuesta pronunciada. A Leamas le gustaba el ejercicio, avanzar a largos pasos, con los hombros echados hacia delante. Fiedler le seguía ligero y ágil, como un perrito detrás de su amo. Debían de llevar una hora andando, quizá más, cuando de repente se abrieron los árboles ante ellos y apareció el cielo. Habían alcanzado la cima de una colina, y veían allá abajo la masa continua de pinares, interrumpida sólo, acá y allá, por espesuras grises de hayas. Al otro lado del valle, Leamas distinguía el pabellón de caza, encaramado al pie de la cima de la colina de enfrente, bajo y oscuro entre los árboles. En medio del claro había un tosco banco junto a un montón de leños y los húmedos restos de un fuego para hacer carbón.

—Nos sentaremos un momento —dijo Fiedler—; luego tenemos que volver. —Hizo una pausa—. Dígame: ese dinero, esas grandes cantidades en Bancos extranjeros, ¿para qué cree que eran?

—¿Qué quiere decir? Ya le he dicho que eran pagos para un agente.

—¿Un agente de detrás del Telón de Acero?

—Sí, me parece que sí —contestó Leamas, fatigado.

—¿Por qué lo cree así?

—Ante todo, era una burrada de dinero. Luego, las complicaciones de pagarlo, las seguridades especiales. Y, desde luego, el que Control anduviera mezclado en ello.

—¿Qué cree que hacía el agente con el dinero?

—Mire, ya se lo he dicho: no lo sé. Ni siquiera sé si lo cobró. No sé nada…, yo no era más que un maldito recadero.

—¿Qué hacía con los talonarios de las cuentas?

—Los entregaba tan pronto como volvía a Londres, junto con mi falso pasaporte.

—Los Bancos de Copenhague y Helsinki, ¿le escribieron alguna vez a Londres, quiero decir, a su nombre falso?

—No sé. Supongo que cualquier carta habría pasado directamente a Control.

—Las firmas falsas que usaba para abrir las cuentas, ¿tenía Control muestra de ellas?

—Sí, yo las había ensayado mucho, y ellos tenían muestras.

—¿Más de una?

—Sí. Páginas enteras.

—Ya veo. Entonces, podían haber mandado cartas a los Bancos después que abriera las cuentas. No hacía falta que usted lo supiera. Las firmas podían ser falsas, y las cartas se podían mandar sin que usted lo supiera.

—Sí. Eso es verdad. Supongo que eso es lo que pasó. También firmé un montón de hojas en blanco. Siempre suponía que alguien se ocupaba de la correspondencia.

—Pero ¿nunca supo efectivamente nada sobre tal correspondencia?

Leamas sacudió la cabeza.

—Lo coge todo al revés —dijo—: lo ha desproporcionado. Había mucho papel dando vueltas: eso era solamente parte del trabajo diario. No era cosa que me preocupara mucho. ¿Por qué habría de preocuparme? Todo iba en secreto, pero me he pasado toda la vida en asuntos en que uno sabía sólo un poco y otro sabía lo demás. Además, el papeleo me aburre mucho. Yo no perdía el sueño por ello. Me gustaban los viajes, desde luego, sacaba subvenciones de operación que me venían bien. Pero yo no me pasaba todo el día sentado a la mesa meditando sobre Piedra Movediza. Además —añadió con cierta vergüenza—, yo me estaba abandonando un poco a la bebida.

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