El espia que surgió del frio (18 page)

Read El espia que surgió del frio Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El espia que surgió del frio
3.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ya lo ha dicho —comentó Fiedler—, y, desde luego, le creo.

—Me importa un pito que me crea o no —replicó Leamas, acalorado.

Fiedler sonrió.

—Me alegro. Ésa es su virtud —dijo—, ésa es su gran virtud. Es la virtud de la indiferencia. Un poco de resentimiento por aquí, un poco de orgullo por allá, pero eso no es nada: las deformaciones del sonido en su magnetófono. Es usted objetivo. Se me había ocurrido —continuó Fiedler, después de una leve pausa— que podría ayudarnos a averiguar si se ha cobrado alguna vez algo de ese dinero. No hay nada que le impida escribir a cada uno de esos Bancos pidiendo el estado de las cuentas. Podríamos decir que está usted en Suiza, y dar una dirección transitoria. ¿Ve alguna objeción a eso?

—Podría dar resultado. Depende de si Control ha mantenido correspondencia con el Banco independientemente, con mi firma falsa. Quizá no concordaría.

—No creo que tengamos mucho que perder.

—¿Qué tiene que ganar?

—Si el dinero se ha cobrado (lo cual estoy de acuerdo en que es dudoso), sabremos dónde estaba el agente en un día determinado. Saber eso me parece muy útil.

—Está soñando, Fiedler. Nunca le encontrará con esa clase de información. Una vez que esté en Occidente, él puede ir a cualquier consulado, incluso en una ciudad pequeña, y obtener un visado para otro país. ¿Cómo se va a enterar? Ni siquiera sabe si ese hombre es un alemán oriental. ¿Qué persigue?

Fiedler no contestó enseguida: miraba distraídamente al otro lado del valle.

—Dijo que estaba acostumbrado a saber sólo un poco, y no puedo responder a su pregunta sin decirle algo que no debería saber. —Vaciló—. Pero Piedra Movediza era una operación contra nosotros, se lo puedo asegurar.

—¿Nosotros?

—La República Democrática Alemana. La Zona, si prefiere; no soy tan picajoso.

Observaba ahora a Fiedler, con sus ojos oscuros posados reflexivamente en él.

—Pero, y de mí, ¿qué? —preguntó Leamas—. Suponga que no escribo las cartas —su voz se iba elevando—. ¿No es hora de hablar de mí, Fiedler?

Fiedler asintió.

—¿Por qué no? —contestó conciliatorio.

Hubo un momento de silencio, y luego Leamas dijo:

—Yo he cumplido mi parte, Fiedler. Usted y Peters, entre los dos, tienen todo lo que sé. Nunca convine en escribir cartas a Bancos: podría ser terriblemente peligroso un asunto así. Ya sé que eso no le preocupa. En lo que a usted toca, estoy para que saque partido de mí.

—Ahora permítame que le sea franco —contestó Fiedler—. Usted sabe que hay dos fases en el interrogatorio de un desertor. La primera fase, en su caso, casi está completada: nos ha dicho todo lo que podemos anotar razonablemente. No nos ha dicho si su Servicio prefiere alfileres o grapas para sujetar los papeles porque no se lo hemos preguntado y porque usted no ha considerado que la respuesta mereciera darse espontáneamente. Por ambas partes hay un proceso de selección inconsciente. Ahora, siempre es posible (y eso es lo que me preocupa, Leamas), siempre es por completo posible, que dentro de un mes o dos, de modo inesperado y desesperado, tengamos que saber lo de los alfileres y las grapas. De eso se trata normalmente en la segunda fase: la parte del acuerdo que usted rehusó aceptar en Holanda.

—¿Eso quiere decir que me van a conservar en hielo?

—La profesión de desertor —observó Fiedler, con una sonrisa— requiere mucha paciencia. Muy pocos resultan convenientemente adecuados.

—¿Cuánto tiempo? —insistió Leamas.

Fiedler quedó en silencio.

—¿Eh?

Fiedler habló con súbito apremio:

—Le doy mi palabra de que tan pronto como pueda, le daré la respuesta a su pregunta. Mire, podría mentirle, ¿no? Podría decir que un mes, o meses, sólo para tenerle tranquilo. Pero le digo que no lo sé porque ésa es la verdad. Nos ha dado algunas indicaciones: hasta que las hayamos aprovechado hasta la raíz no puedo oír hablar de dejarle suelto, pero después, si las cosas son como yo creo, necesitará usted un amigo, y ese amigo seré yo. Le doy mi palabra de alemán.

Leamas quedó tan sorprendido que guardó silencio un momento.

—Muy bien —dijo por fin—. Haré el juego, Fiedler, pero si me engaña, le cortaré el cuello, no sé cómo.

—Tal vez no haga falta —contestó Fiedler, con calma.

Un hombre que representa un papel, no delante de otros, sino a solas, está expuesto a evidentes peligros psicológicos. En sí mismo, el ejercicio del engaño no es especialmente fatigoso; es cuestión de experiencia de práctica profesional; es una facultad que la mayor parte de nosotros puede adquirir. Pero mientras que el que engaña en confianza, el actor de teatro o el jugador, puede regresar de su actuación a las filas de sus admiradores, el agente secreto no disfruta de tal alivio. Para él, engañar es ante todo una cuestión de defensa propia. Debe protegerse no sólo desde fuera, sino desde dentro, y contra los impulsos más naturales; aunque gane una fortuna, su papel le puede prohibir comprarse una hoja de afeitar; aunque sea un sabio, le puede tocar no murmurar más que trivialidades; aunque sea un padre y marido cariñoso, debe ser reservado en todas las circunstancias con aquellos en quienes debería confiar por naturaleza.

Dándose cuenta de las abrumadoras tentaciones que asaltan a un hombre permanentemente aislado en su engaño, Leamas recurrió al procedimiento que le proporcionaba mejores armas; incluso estando solo, se obligó a convivir con la personalidad que había asumido. Se dice que Balzac, en su lecho de muerte, preguntaba preocupado por la salud y prosperidad de los personajes que había creado. De un modo semejante, Leamas, sin abandonar la capacidad de invención, se identificó con lo que había inventado. Las cualidades que exhibía ante Fiedler, la incertidumbre constante, la arrogancia protectora para ocultar la vergüenza, no eran aproximaciones, sino ampliaciones de cualidades que efectivamente poseía, de ahí también el leve arrastrar de pies, el descuido del aspecto personal, la indiferencia a la comida, y una creciente entrega al alcohol y al tabaco. Cuando estaba solo, seguía fiel a esas costumbres. Incluso las exageraba un poco, murmurando para sí sobre las iniquidades de su Servicio.

Sólo muy raramente, como entonces, al acostarse esa noche, se permitía el peligroso lujo de admitir la gran mentira en que vivía.

Control había acertado espléndidamente. Fiedler andaba como un hombre llevado de la mano en su sueño, hasta la red que Control le había tendido. Era pavoroso observar la creciente identidad de intereses entre Fiedler y Control: era como si se hubieran puesto de acuerdo en el mismo plan, y Leamas hubiera sido enviado para llevarlo a cabo.

Quizá era ésa la respuesta. Quizá era Fiedler el interés especial que Control luchaba tan desesperadamente por conservar. Leamas no reflexionaba sobre esa posibilidad. No quería saberlo. En asuntos de este tipo no preguntaba en absoluto: sabía que de sus deducciones no podía resultar ningún provecho imaginable. Sin embargo, ponía su más profunda esperanza en que fuera cierto. Era posible, sólo posible en ese caso, que volviera a casa.

XIV. Carta a un cliente

Leamas estaba todavía en la cama, a la mañana siguiente, cuando Fiedler le llevó las cartas para que las firmase. Una estaba escrita en el fino papel azul de cartas del «Seiler Hotel Alpenblick», Lago Spiez, Suiza; y la otra desde el «Palace Hotel», Gstaad.

Leamas leyó la primera carta:

Sr. Director del Banco Real Escandinavo,

Copenhague.

Muy señor mío:

Llevo unas semanas viajando y no he recibido correo de Inglaterra. Por consiguiente, no he recibido respuesta a mi carta del 3 de marzo solicitando un estado de las cuentas que tengo juntamente con
Herr
Karlsdorf. Para evitar mayores demoras, le ruego que tenga la amabilidad de enviarme una nota por duplicado a la siguiente dirección, donde permaneceré dos semanas a partir del 21 de abril:

c/o Madame Y. de Sanglot,

13 Avenue des Colombes,

Paris XII, Francia.

Excusándome por la molestia, les saluda atentamente,

Robert Lang.

—¿Qué es todo eso de la carta del 3 de marzo? —preguntó—. Yo no les he escrito ninguna carta.

—No, no la ha escrito. Que nosotros sepamos, nadie la ha escrito. Eso preocupará al Banco. Si hay algún desacuerdo entre la carta que les mandamos ahora y las cartas que hayan recibido de Control, supondrán que la solución se ha de encontrar en la carta perdida del 3 de marzo. Su reacción más natural será enviarle el estado de cuentas que pide, con una nota adjunta lamentando no haber recibido su carta del día 3.

La segunda era igual que la primera, sólo que los nombres eran diferentes. La dirección de París era la misma. Leamas cogió un pedazo de papel en blanco y la estilográfica y escribió media docena de veces en letra muy suelta «Robert Lang»; entonces firmó la primera carta. Echando la pluma hacia atrás, ensayó luego la segunda firma hasta que quedó satisfecho de ella, y entonces escribió «Stephen Bennett» al pie de la segunda carta.

—Admirable —observó Fiedler—, admirable.

—¿Qué hacemos ahora?

—Las echarán al correo mañana, en Interlaken y Gstaad. Nuestra gente de París me telegrafiará las respuestas tan pronto lleguen. Tendremos respuesta dentro de una semana.

—¿Y hasta entonces?

—Tendremos que hacernos compañía constantemente. Sé que eso le resulta desagradable, y me excuso. Pensaba que podríamos dar paseos, salir en coche un poco por los montes, matar el tiempo. Quiero que repose y hable; que hable de Londres, de Cambridge Circus y del trabajo en el Departamento; que me cuente los cotilleos, que me hable de los salarios, los permisos, los cuartos, el papeleo y la gente. Los alfileres y las grapas para el papel. Quiero saber todas las cositas sin importancia. Por cierto… —Un cambio de tono.

—¿Qué?

—Aquí tenemos comodidades para la gente que… para la gente que pasa el tiempo con nosotros. Comodidades de diversión, y cosas así.

—¿Me ofrece una mujer? —preguntó Leamas.

—Sí.

—No, gracias. A diferencia de usted, no he llegado aún al punto de necesitar un celestino.

Fiedler pareció indiferente a la respuesta. Continuó de prisa:

—Pero en Inglaterra tenía una mujer, ¿no? ¿La chica de la Biblioteca?

Leamas se volvió hacia él, con las manos abiertas a los lados.

—¡Una cosa!… —gritó—. Sólo ésta: no vuelva a mencionar eso, ni de broma, ni como amenaza, ni para apretarme los tornillos, Fiedler, porque no dará resultado, jamás. Me dejaré consumir, ya verá; nunca me sacarán otra maldita palabra mientras viva, Fiedler, dígaselo a Mundt y a Stammberger, o a cualquier gato de callejón que le dijera que hablase de eso. Dígales lo que he dicho.

—Se lo diré —contestó Fiedler—; se lo diré. Quizá sea tarde.

Después del almuerzo, salieron otra vez a pasear. El cielo estaba oscuro y pesado, y el aire caliente.

—Sólo he estado en Inglaterra una vez —indicó Fiedler de paso—, fue de paso hacia el Canadá, con mis padres, antes de la guerra. Estuvimos dos días.

Leamas asintió.

—Ahora se lo puedo decir —continuó Fiedler—. Estuve a punto de ir allá hace pocos años. Iba a sustituir a Mundt en la Misión Siderúrgica; ¿sabía usted que él estuvo una vez en Londres?

—Lo sabía —contestó Leamas, con aire reservado.

—Siempre me pregunté qué habría sido ese trabajo.

—El juego acostumbrado de mezclarse con otras misiones del Bloque, supongo. Algún contacto con los negocios ingleses…, poco de eso.

Leamas parecía aburrido.

—Pero Mundt se las arregló muy bien: lo encontró muy fácil.

—Eso he oído decir —dijo Leamas—, incluso se las arregló para matar a un par de personas.

—¿De modo que también había oído decir eso?

—A través de Peter Guillam. Él se ocupó de eso, con George Smiley. Mundt casi mató a George también.

—El caso Fennan —reflexionó Fiedler—. Fue sorprendente que Mundt se las arreglara para escapar de algún modo, ¿no?

—Supongo que sí.

—Uno pensaría que un hombre cuya fotografía y detalles personales estaban fichados por el Foreign Office como miembro de una misión extranjera, no tenía grandes probabilidades contra toda la Seguridad británica.

—De todas maneras, por lo que yo he oído decir —dijo Leamas—, no tuvieron demasiado empeño en cazarle.

Fiedler se detuvo bruscamente.

—¿Qué ha dicho usted?

—Peter Guillam me dijo que él no contaba con que quisieran cazar a Mundt; eso es todo lo que dijo. Entonces teníamos una organización diferente (un Consejero en vez de un Control de Operaciones), un hombre llamado Maston. Maston había enredado lamentablemente el caso Fennan desde el principio, eso es lo que dijo Guillam. Peter suponía que si cazaban a Mundt, la cosa se pondría muy maloliente, le procesarían y le ahorcarían probablemente. Los asuntos sucios que iban a salir en el proceso acabarían con la carrera de Maston. Peter nunca supo muy bien lo que pasó, pero estaba completamente seguro de que no se buscó a fondo a Mundt.

—¿Está usted seguro de eso? ¿Está seguro de que Guillam se lo dijo con esas palabras? ¿No se le buscó a fondo?

—Claro que estoy seguro.

—¿No sugirió nunca Guillam otra razón por la que hubieran dejado escapar a Mundt?

—¿Qué quiere decir?

Fiedler movió la cabeza y siguieron andando por el sendero.

—La Misión Siderúrgica se cerró después del caso Fennan… —observó Fiedler, un momento después—; por eso no fui yo.

—Mundt debía de estar loco. Uno puede salir adelante con asesinatos en los Balcanes, o aquí, pero no en Londres.

—Sin embargo, salió adelante, ¿no? —intervino rápidamente Fiedler—. Y también hizo un buen trabajo.

—¿Como reclutar a Kiever y a Ashe? ¡Dios le guarde!

—Ellos se aprovecharon bastante tiempo de la mujer de Fennan.

Leamas se encogió de hombros.

—Dígame algo más sobre Karl Riemeck —empezó otra vez Fiedler—. Una vez conoció a Control, ¿no?

—Sí, en Berlín, hace cerca de un año, tal vez un poco más.

—¿Dónde se reunieron?

—Nos reunimos todos en mi piso.

—¿Por qué?

—A Control le gustaba meterse en mi éxito. Habíamos recibido un montón de buen material de Karl… Supongo que la cosa había caído muy bien en Londres. Vino en un viaje rápido a Berlín y me pidió que les arreglara una reunión.

Other books

Butterfly Swords by Jeannie Lin
Revenge of a Chalet Girl: by Lorraine Wilson
Tell No One Who You Are by Walter Buchignani
Scrapbook of Secrets by Cox Bryan, Mollie
Studio Sex by Liza Marklund
Enemy Women by Paulette Jiles