Fiedler hizo una pausa, y miró a su alrededor, a toda la sala, con los ojos súbitamente encendidos de fervor. Leamas observaba, fascinado.
—¡Que esto sea una lección —gritó Fiedler— para aquellos otros enemigos del Estado cuyo delito es tan turbio que deben conspirar en las horas más secretas de la noche!
Un murmullo de aprobación se elevó entre el reducido grupo de espectadores que había al fondo de la sala.
—¡No escaparán a la vigilancia del pueblo cuya sangre tratan de vender!
Fiedler parecía dirigirse a una gran multitud, más bien que al puñado de funcionarios y guardias reunidos en la pequeña sala de blancas paredes.
Leamas se dio cuenta en ese momento de que Fiedler se protegía contra los peligros: la actuación del Tribunal, el fiscal y los testigos habían de ser políticamente impecables. Fiedler, sabiendo sin duda que en tales casos iba implicado el peligro de la contraacusación, defendía sus espaldas: la polémica quedaría en acto, y tendría que ser un valiente quien se pusiera a refutarla.
Fiedler abrió entonces el expediente que tenía ante él en la mesa.
—A fines de 1956, Mundt fue enviado a Londres como miembro de la Misión Siderúrgica de Alemania Oriental. Se le había encomendado además la tarea especial de emprender medidas antisubversivas contra grupos de exiliados. En el transcurso de su trabajo se expuso a grandes peligros —no cabe duda de ello—, y obtuvo resultados muy positivos.
A Leamas le llamaron la atención otra vez las tres figuras en el centro de la mesa. A la izquierda de la presidente había un hombre moreno, juvenil. Sus ojos parecían medio cerrados. Tenía el pelo lacio, desordenado, y el aspecto descolorido y delgado de un asceta. Sus finas manos jugueteaban incansables con el manojo de papeles que tenía delante. Leamas supuso que era el representante de Mundt; le hubiera resultado difícil decir por qué. Al otro lado de la mesa había un hombre ligeramente mayor, con tendencia a la calvicie, y de rostro abierto y agradable. A Leamas le pareció más bien un asno. Supuso que si el destino de Mundt estaba en vilo, el joven le defendería y la mujer le atacaría. Pensó que el otro hombre se sentiría cohibido por diferir en opinión y bando respecto a la presidente.
Fiedler hablaba otra vez:
—Al término de su servicio en Londres fue cuando tuvo lugar su reclutamiento. Ya he dicho que se expuso a grandes peligros: al hacerlo así, chocó con la policía secreta británica, que dio orden de detenerle. Mundt, que no tenía inmunidad diplomática (Gran Bretaña, por pertenecer a la NATO, no reconoce nuestra soberanía), se escondió. Se vigilaron los puertos; su fotografía y su descripción se distribuyeron por las Islas Británicas. Sin embargo, al cabo de dos días de escondido, el camarada Mundt tomó un taxi al aeropuerto de Londres y salió volando hacia Berlín. «Muy brillante», dirán ustedes, y así fue. Con todo el contingente de la policía británica en estado de alerta; con las carreteras, ferrocarriles y rutas aéreas y marítimas bajo constante vigilancia, el camarada Mundt toma un avión desde el aeropuerto de Londres. Brillante, desde luego. O quizá les parecerá, camaradas, con la ventaja de la experiencia posterior, que la escapatoria de Mundt desde Inglaterra fue un poco demasiado brillante, un poco demasiado fácil, y que sin la connivencia de las autoridades británicas jamás habría sido posible.
Otro murmullo, más espontáneo que el primero, se elevó desde el fondo de la sala.
—La verdad es ésta: Mundt fue hecho prisionero por los ingleses: en una entrevista histórica, le ofrecieron la alternativa clásica. ¿Iba a quedarse durante años enteros en una prisión imperialista, acabando una brillante carrera, o iba a volver dramáticamente a su país natal, contra todo lo esperado, para cumplir las promesas que había hecho concebir? Los ingleses, desde luego, pusieron como condición de su regreso que él les habría de proporcionar información, ellos le pagarían grandes cantidades de dinero. Con la zanahoria delante y el palo detrás, Mundt fue reclutado.
»Ahora interesaba a los ingleses estimular la carrera de Mundt. Todavía no podemos demostrar que el éxito de Mundt al liquidar agentes occidentales secundarios fuera obra de sus amos imperialistas traicionando a sus propios colaboradores —a aquellos que valía la pena consumir—, para realzar el prestigio de Mundt. No podemos demostrarlo, pero es una suposición creíble por lo evidente que resulta.
»Desde 1960 (el año en que el camarada Mundt llegó a ser jefe de la Sección de Contraespionaje de la Abteilung) nos han llegado indicaciones desde todas las partes del mundo de que había un espía de elevada posición en nuestras filas. Ya sabéis todos que Karl Riemeck era un espía: cuando él fue eliminado, creímos que el mal estaba liquidado. Pero los rumores continuaron.
»A fines de 1960, un antiguo colaborador nuestro se acercó a un inglés del Líbano que se sabía estaba en contacto con el
Intelligence Service
, y le ofreció —poco después lo averiguamos— una descripción completa de las dos secciones de la Abteilung, para la que había trabajado antes. Su oferta, después de ser transmitida a Londres, fue rechazada. Eso fue una cosa muy curiosa. Sólo podía significar que los ingleses ya poseían la información que se les ofrecía, y que estaba al día.
»Desde mediados de 1960 en adelante, perdimos colaboradores en el extranjero en una proporción alarmante. A menudo eran detenidos pocas semanas después de ponerles en acción. A veces el enemigo intentó volver contra nosotros a nuestros propios agentes, pero no con frecuencia; era como si apenas se quisieran molestar.
»Y entonces —a principios de 1981, si no me falla la memoria— tuvimos un golpe de suerte. Por medios que no describiré, obtuvimos un sumario de la información que tenía el
Intelligence Service
inglés sobre la Abteilung. Era completa, exacta y asombrosamente puesta al día. Se lo enseñé a Mundt, claro está: era mi superior. Me dijo que para él no era una sorpresa: tenía entre manos ciertas indagaciones y que yo no debía emprender acción alguna, no fuera a ponerlas en peligro. Confieso que en ese momento me cruzó por la mente el pensamiento, aun fantástico y remoto como era, de que el propio Mundt hubiera proporcionado la información. Había también otros indicios.
»Apenas necesito decirles que la última persona, la última en absoluto, de quien se puede sospechar de espionaje es el jefe del Contraespionaje. La idea es tan tremenda, tan melodramática, que pocos la abrigarían, cuanto más para expresarla. Confieso que yo mismo he sido culpable de excesiva resistencia a llegar a una deducción tan aparentemente fantástica. Eso fue un error.
»Pero, camaradas, la prueba definitiva ha llegado a nuestras manos. Propongo ahora que se pida esta declaración.
Se volvió, lanzando una mirada al fondo de la sala.
—Hagan avanzar a Leamas.
Los guardias, a sus dos lados, se levantaron, y Leamas se abrió paso al borde de la fila hasta el tosco pasillo, que no tenía mas de sesenta centímetros de ancho, en medio de la sala. Un guardia le indicó que debía ponerse de cara a la pared. Fiedler estaba apenas a un par de metros de él. Ante todo, le dirigió la palabra la presidente.
—Testigo, ¿cómo se llama usted? —preguntó.
—Alec Leamas.
—¿Edad?
—Cincuenta años.
—¿Casado?
—No.
—Pero lo ha estado.
—Ahora no soy casado.
—¿Profesión?
—Auxiliar bibliotecario.
Fiedler intervino irritadamente.
—Antes estuvo empleado por la Intelligence inglesa, ¿no? —dijo con brusquedad.
—Es verdad. Hasta hace un año.
—El Tribunal ha leído los informes de su interrogatorio —Fiedler continuó—. Quiero que les hable otra vez de la conversación que tuvo con Peter Guillam hacia mayo del año pasado.
—¿Quiere decir cuando hablamos de Mundt?
—Sí.
—Ya se lo he dicho. Fue en Cambridge Circus, la oficina de Londres, nuestro cuartel general. Yo me tropecé con Peter por el pasillo. Sabía que había andado metido en el caso Fennan, y le pregunté qué había sido de George Smiley. Luego nos pusimos a hablar de Dieter Frey, que murió, y de Mundt, que andaba mezclado en el asunto. Peter dijo que él creía que Maston (efectivamente, Maston estaba entonces encargado del asunto) no había querido que cogieran a Mundt.
—¿Cómo interpretó eso? —preguntó Fiedler.
—Yo sabía que Maston había enredado demasiado el caso Fennan. Supuse que no quería revolver el fango con la aparición de Mundt en el Juzgado criminal.
—Si hubieran detenido a Mundt, ¿le habrían acusado legalmente? —intervino la presidente.
—Eso depende de quien le detuviera. Si le detenía la policía, había que informar al Ministerio del Interior. Después de todo, no hay poder en el mundo que le impidiera ser acusado.
—¿Y si le hubiera detenido su Servicio? —preguntó Fiedler.
—Ah, ése es un asunto diferente. Supongo que le habrían interrogado y luego habrían tratado de canjearle por alguno de nuestra gente que estuviera detenido aquí; o si no, le habrían dado billete.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que se lo habrían quitado de encima.
—¿Le habrían liquidado?
Ahora todas las preguntas las hacía Fiedler, y los miembros del Tribunal escribían diligentemente en los papeles que tenían delante.
—No sé lo que hacen. Yo nunca he estado mezclado en ese juego.
—¿No podían haber intentado reclutarlo como agente suyo?
—Si, pero no lo consiguieron.
—¿Cómo lo sabe?
—Ah, demonios, ya se lo he dicho muchas veces. No soy una maldita foca amaestrada… He sido jefe del comando de Berlín durante cuatro años. Si Mundt hubiera sido de nuestra gente, yo lo hubiera sabido. No habría podido dejar de saberlo.
—Claro.
Fiedler pareció contentarse con esa respuesta, quizá confiando en que el resto del Tribunal no se contentara. Entonces dirigió su atención hacia la Operación «Piedra Movediza», e hizo pasar otra vez a Leamas por las especiales complicaciones de seguridad que se aplicaban en la circulación del expediente, las cartas a los bancos de Estocolmo y Helsinki, y la única respuesta que había recibido Leamas. Dirigiéndose al tribunal, Fiedler comentó:
—No tuvimos respuesta desde Helsinki. No sé por qué. Pero permítanme que les recapitule esto. Leamas depositó dinero en Copenhague el quince de junio. Entre los papeles que tienen delante está la fotocopia de una carta del Banco Real Escandinavo dirigida a Robert Lang. Robert Lang era el nombre que usó Leamas para abrir la cuenta en depósito en Copenhague. Por esa carta (es el duodécimo documento en su expediente) verán que la suma total —diez mil dólares— fue retirada una semana después por el otro signatario de la cuenta. Imagino —continuó Fiedler, señalando con la cabeza la figura inmóvil de Mundt, en la fila de delante— que el acusado no discutirá que estuvo en Copenhague el veintiuno de junio, nominalmente ocupado en actividades secretas a favor de la Abteilung.
Hizo una pausa y luego siguió:
—La visita de Leamas a Helsinki (la segunda visita que hacía para depositar dinero) tuvo lugar hacia el veinticuatro de setiembre —elevando la voz, se volvió para mirar de frente a Mundt—. El tres de octubre, el camarada Mundt hizo un viaje clandestino a Finlandia: una vez más, pretendidamente, por intereses de la Abteilung.
Hubo un silencio. Fiedler se volvió lentamente, dirigiéndose de nuevo al Tribunal. Con una voz al mismo tiempo contenida y amenazadora, preguntó:
—¿Se quejan ustedes de que las pruebas son circunstanciales? Permítanme recordarles algo más.
Se volvió a Leamas:
—Testigo, durante sus actividades en Berlín, usted entró en asociación con Karl Riemeck, que fue secretario del Presidium del Partido Socialista Unificado. ¿Cuál fue el carácter de esa asociación?
—Era agente mío, hasta que le mataron a tiros los hombres de Mundt.
—Muy bien. Le mataron los hombres de Mundt. Uno de los varios espías que fueron liquidados sumariamente por el camarada Mundt antes que pudieran ser interrogados. Pero, antes de que le mataran los hombres de Mundt, ¿fue agente del Servicio Secreto británico?
Leamas asintió.
—Tenga la bondad de describir la reunión de Riemeck con el hombre a quien llama Control.
—Control llegó a Berlín desde Londres a ver a Karl. Karl era uno de los agentes más productivos que teníamos, creo, y Control quería conocerle.
Fiedler intervino:
—Entonces, ¿era también uno de los de más confianza?
—Sí, oh, sí. Londres quería mucho a Karl; nada de lo que él hiciera estaría mal. Cuando llegó Control, yo me las arreglé para que Karl viniera a mi piso, y cenamos los tres juntos. La verdad es que a mí no me gustó que Karl fuera allí, pero no se lo podía decir a Control. Es difícil explicarlo, pero en Londres se forman ideas raras; están muy lejos de ello, y a mí me asustaba que encontraran alguna excusa para ocuparse ellos mismos de Karl; son muy capaces.
—Así que se las arregló para que se reunieran los tres —intervino Fiedler con sequedad—. ¿Qué pasó?
—Control me pidió de antemano que me ocupara de dejarle un cuarto de hora a solas con Karl, de modo que durante la reunión fingí que se me había acabado el whisky. Salí del piso y fui a ver a De Jong. Tomé un par de tragos allí, le pedí prestada una botella y volví.
—¿Cómo les encontró?
—¿Qué quiere decir?
—¿Seguían hablando Control y Riemeck? Y en ese caso, ¿de qué hablaban?
—No hablaban en absoluto cuando volví.
—Gracias. Puede sentarse.
Leamas volvió a su asiento al fondo de la sala. Fiedler se volvió hacia los tres miembros del Tribunal y empezó:
—Quiero hablar primero del espía Riemeck, muerto a tiros; Karl Riemeck. Tienen ustedes delante una lista de toda la información que Riemeck pasó a Alec Leamas en Berlín, en lo que puede recordar Leamas. Es un formidable expediente de traición. Permítanme que se lo resuma. Riemeck dio a sus amos una descripción detallada del trabajo y las personalidades de la Abteilung entera. Fue capaz, si hemos de creer a Leamas, de describir las actuaciones de nuestras sesiones más secretas. Como secretario del Presidium, dio copias de sus deliberaciones más secretas.
»Eso le fue fácil; él mismo redactaba el acta de todas las reuniones. Pero el acceso de Riemeck a los asuntos secretos de la Abteilung es un asunto diferente. ¿Quién, a fines de 1959, presentó a Riemeck en coopción para el Comité para la Protección del Pueblo, ese vital subcomité del Presidium que coordina y discute los asuntos de nuestros organismos de seguridad? ¿Quién propuso que Riemeck tuviera el privilegio del acceso a los expedientes de la Abteilung? ¿Quién, en todas las etapas de la carrera de Riemeck, «desde 1959» (el año en que Mundt volvió de Inglaterra, ya recuerdan), le eligió para puestos de responsabilidad excepcional? Yo se lo diré —proclamó Fiedler—: el mismo hombre que tenía una posición única para defenderle en sus actividades de espionaje: Hans Dieter Mundt. Recordemos cómo Riemeck entró en contacto con las agencias occidentales de información en Berlín; cómo buscó el coche de De Jong, cuando merendaba en el campo, y le puso dentro la película. ¿No les sorprende el conocimiento previo que tenía Riemeck? ¿Cómo podía haber sabido dónde encontrar ese coche, y en ese día preciso? Riemeck no tenía coche no podía haber seguido a De Jong desde su casa de Berlín occidental. Había sólo un modo de que pudiera saberlo por mediación de nuestra propia policía de seguridad, que informaba sobre la presencia del coche de De Jong, siguiendo la costumbre, en cuanto el coche pasaba el puesto de control del Sector Internacional. Este conocimiento estaba disponible para Mundt, y Mundt lo ponía a disposición de Riemeck. Ésta es la acusación contra Hans Dieter Mundt: ¡les digo que Riemeck era su personaje, el eslabón entre Mundt y sus amos imperialistas!