Trazó con una regla varias líneas en una hoja de papel de escribir, hizo unas columnas para el nombre, dirección y edad, y escribió al pie de la página:
«Todos los candidatos serán personalmente entrevistados. Escriban a la dirección acostumbrada indicando cuándo y dónde desean ser encontrados. Las solicitudes serán estudiadas dentro de siete días. C.R.»
Metió la hoja de papel dentro del libro. Leamas fue al sitio de costumbre, siempre en el coche de De Jong, y dejó el libro en el asiento de pasajeros con cinco billetes usados de quinientos dólares dentro de la tapa. Cuando volvió Leamas, el libro había desaparecido, y en su lugar había una cajetilla de tabaco. Contenía tres rollos de película. Leamas los reveló esa noche: una película contenía, como de costumbre, las actas de la última reunión del Presidium, la segunda mostraba un borrador sobre la revisión de las relaciones de Alemania Oriental con el COMECON; y la tercera, un esquema del servicio de espionaje de Alemania Oriental, completo, con funciones de departamentos y detalles de personalidades.
Peters interrumpió:
—Un momento —dijo—. ¿Quiere decir que toda esa información procedía de Riemeck?
—¿Por qué no? Ya sabe cuánto veía él.
—Apenas es posible —observó Peters, casi para sí mismo—; debe haber tenido quien le ayudara.
—Lo tuvo después; a eso voy.
—Ya sé lo que me va a decir. Pero ¿nunca tuvo la sensación de que recibía ayuda desde arriba, tanto como por parte de los agentes que luego adquirió?
—No. No; nunca; nunca se me ocurrió.
—Volviendo a considerarlo ahora, ¿parece probable?
—No mucho.
—Cuando envió todo ese material a Cambridge Circus, ¿no le sugirieron nunca que, incluso para un hombre de la posición de Riemeck, la información era fenomenalmente completa?
—No.
—¿Preguntaron alguna vez de dónde había sacado Riemeck su cámara fotográfica, y quién le había enseñado a fotografiar documentos?
Leamas vaciló.
—No… Estoy seguro de que nunca preguntaron.
—Es curioso —observó Peters con sequedad—. Perdón, siga; no quería adelantarme a lo que va a decir.
Una semana más tarde, continuó Leamas, volvió en coche al canal. Esta vez se puso nervioso. Al dar la vuelta en la carretera a medio construir, vio tres bicicletas tumbadas en la hierba, y, doscientos metros más abajo, en el canal, tres hombres pescando. Salió del coche como de costumbre y empezó a andar hacia la línea de árboles del otro lado del campo. Había recorrido unos veinte metros cuando oyó un grito. Volvió los ojos y vio que uno de los hombres le hacía señas. Los otros dos se habían vuelto y también le miraban. Leamas llevaba un impermeable viejo, tenía las manos en los bolsillos y ya era demasiado tarde para sacarlas. Sabía que los hombres que estaban a los lados protegían al de en medio, y que si sacaba las manos de los bolsillos, probablemente dispararían contra él: iban a creer que llevaba un revólver en el bolsillo. Leamas se detuvo a diez metros del hombre de en medio.
—¿Quiere algo? —preguntó Leamas.
—¿Es usted Leamas?
Era un hombre bajo, regordete, muy sólido. Hablaba en inglés.
—Sí.
—¿Cuál es el número de su documento de identidad británico?
—PRT guión L 58003 guión uno.
—¿Dónde pasó usted la noche de la victoria sobre los japoneses?
—En Leyden, en Holanda, en el taller de mi padre, con unos amigos holandeses.
—Vamos a dar un paseo, señor Leamas. No va a necesitar el impermeable. Quíteselo y déjelo en el suelo, donde está. Mis amigos cuidarán de él.
Leamas vaciló, se encogió de hombros y se quitó el impermeable. Luego caminaron juntos rápidamente.
—Usted sabe tan bien como yo quién era —dijo Leamas fatigosamente—: el tercer hombre en el Ministerio del Interior, secretario del Presidium del Partido Socialista Unificado de Alemania Oriental, jefe del Comité de Coordinación para la Protección del Pueblo. Supongo que por eso sabía cosas de mí y de De Jong: habría visto nuestras fichas de contraespionaje en la Abteilung. Tenía tres cuerdas para su arco: el Presidium, la política estrictamente interna, con los informes económicos, y acceso a las fichas del Servicio de Seguridad de Alemania Oriental.
—Pero sólo un acceso limitado. Nunca iban a dejarle a uno de fuera recorrer todas sus fichas —insistió Peters.
Leamas se encogió de hombros.
—Sí que le dejaron —dijo.
—¿Qué hizo con su dinero?
—Después de esa tarde, no le di más. Cambridge Circus se ocupó enseguida de eso. Se le pagó por medio de un Banco de Alemania Occidental. Incluso me devolvió lo que yo le había dado. Londres se lo ingresó en un Banco.
—¿Cuánto contó usted a Londres?
—Todo, después de eso. Tenía que hacerlo: entonces Cambridge Circus se lo contó a los Departamentos. Luego —añadió Leamas venenosamente—, fue sólo cuestión de tiempo hasta que la cosa estalló. Con los Departamentos en la espalda, Londres se puso ávido. Empezaron a apremiarnos pidiendo más, y querían que le diéramos más dinero. Por último, tuvimos que sugerir a Karl que reclutara otras fuentes y las tomamos para formar una red. Era algo asquerosamente estúpido: puso tenso a Karl, le creó peligros y minó su confianza en nosotros. Fue el principio del fin.
—¿Cuánto le sacó usted?
Leamas vaciló.
—¿Cuánto? Demonios, no sé. Duró un tiempo excesivamente largo. Creo que ya le habían hecho saltar antes de cazarle. El nivel bajó los últimos meses: creo que empezaron a sospechar de él y lo alejaron del buen material.
—En total, ¿qué le dio? —insistió Peters.
Por partes, Leamas volvió a contar en todo su alcance el trabajo de Karl Riemeck. Peters comprobó gratamente que su memoria era sorprendentemente exacta, considerando lo mucho que bebía. Era capaz de dar fechas y nombres, de recordar las reacciones de Londres, el modo de confirmación cuando lo había. Era capaz de recordar las sumas de dinero pedido y pagado, las fechas de reclutamiento de otros agentes de la red.
—Lo siento —dijo Peters por fin—, pero no creo que un solo hombre, por muy alto que estuviese, por cuidadoso e industrioso que fuera, pudiese haber adquirido un conocimiento tan detallado en ese campo. Por otra parte, aun suponiéndolo, nunca habría sido capaz de fotografiarlo.
—Sí que era capaz —insistió Leamas, irritado de pronto— lo hacía fenomenalmente bien, y eso es todo.
—¿Y Cambridge Circus nunca le dijo que averiguara de él exactamente cuándo y cómo veía todo este material?
—No —cortó Leamas—; Riemeck era suspicaz en eso, y Londres se contentó con dejar marchar la cosa.
—Bueno, bueno —caviló Peters. Al cabo de un momento dijo—: A propósito, ¿ha oído hablar de esa mujer?
—¿Qué mujer? —preguntó con vivacidad Leamas.
—La amante de Karl Riemeck, la que se pasó a Berlín Oeste la noche que mataron a Riemeck.
—Bueno, ¿y qué?
—La encontraron muerta hace una semana. Asesinada. Le dispararon desde un coche cuando salía de su piso.
—Era mi piso —dijo Leamas maquinalmente.
—Quizá —sugirió Peters— ella sabía más que usted de la red de Riemeck.
—¿Qué demonios insinúa? —preguntó Leamas.
Peters se encogió de hombros.
—Es todo muy raro —precisó—. No sé quién pudo matarla.
Cuando hubieron agotado el caso Karl Riemeck, Leamas pasó a hablar de otros agentes menos espectaculares, y luego de los procedimientos de su oficina de Berlín, sus comunicaciones, su personal, sus ramificaciones secretas: pisos, transporte, equipo fotográfico y sonoro. Hablaron hasta altas horas de la noche y durante todo el día siguiente, y cuando por fin Leamas se fue a la cama tropezando, sabía que había traicionado todo lo que conocía del espionaje aliado en Berlín y que se había bebido dos botellas de whisky en dos días.
Una cosa le desconcertaba: la insistencia de Peters en que Karl Riemeck debió de haber tenido alguna ayuda, un colaborador de alto nivel. Control le había hecho la misma pregunta, ahora lo recordaba; Control había preguntado sobre los accesos de que disponía Riemeck. ¿Cómo podían entonces estar tan seguros de que Karl no se las arregló solo? Había tenido auxiliares, desde luego, como los que le protegían junto al canal el día en que Leamas se encontró con él. Pero eran de poca monta: Karl le había hablado de ellos. Sin embargo, Peters —y Peters, después de todo, sabría con exactitud en qué pudo Karl meter las manos— se negó a creer que Karl se las había arreglado solo. En este punto, Peters y Control estaban evidentemente de acuerdo.
Tal vez fuese cierto. Quizá había alguien más. Acaso era ése el Interés Especial a quien Control estaba tan empeñado en proteger de Mundt. Eso significaría que Riemeck había colaborado con ese Interés Especial, proporcionando lo que los dos juntos habían obtenido. Tal vez eso era de lo que Control le había hablado a Karl, a solas, aquella noche, en el piso de Leamas en Berlín.
De cualquier modo, mañana se vería. Mañana jugaría sus cartas.
Se preguntó quién habría matado a Elvira. Y se preguntó «por qué» la habrían matado. Desde luego, —ahí había un punto de apoyo, una explicación posible—, Elvira, por conocer la identidad del colaborador especial de Riemeck, había sido asesinada por ese colaborador… No, eso era demasiado arriesgado. Pasaba por alto la dificultad de cruzar del Este al Oeste: al fin y al cabo, Elvira había sido asesinada en Berlín occidental.
Se preguntó por qué Control no le dijo que Elvira había sido asesinada. ¿Para que pudiera reaccionar debidamente cuando Peters se lo dijera? Eran especulaciones inútiles. Control tendría sus motivos: solían ser tan condenadamente tortuosos que se tardaba una semana en averiguarlos.
Al dormirse, murmuró:
—Karl era un idiota; esa mujer le hundió, estoy seguro.
Ahora Elvira había muerto, y bien que lo merecía. Se acordó de Liz.
Peters llegó a las ocho a la mañana siguiente, y, sin ninguna ceremonia, se sentaron a la mesa y empezaron.
—Así que volvió a Londres. ¿Qué hizo allí?
—Me pusieron en conserva. Comprendí que estaba liquidado cuando aquel burro de Personal me recibió en el aeropuerto. Tuve que ir derecho a Control para informarle sobre Karl. Había muerto; ¿qué más quedaba por decir?
—¿Qué hicieron con usted?
—Al principio me dijeron que podía quedarme en Londres y esperar hasta que estuviera en condiciones para una pensión adecuada. Fueron tan asquerosamente escrupulosos con eso que me irrité: les dije que si tanto afán tenían de echarme dinero encima, por qué no hacían lo más naturalmente posible y me contaban todo el tiempo, en vez de gruñir tanto sobre el servicio interrumpido. Entonces, cuando les dije eso, lo tomaron a mal. Me metieron en la Sección Bancaria, con mujeres. De eso no puedo recordar mucho… empecé a empinar el codo un poco. Pasé una temporada bastante mala.
Encendió un cigarrillo. Peters asintió.
—Por eso me dieron la patada, realmente. No les gustó que bebiera.
—Dígame todo lo que recuerde sobre la Sección Bancaria —sugirió Peters.
—Era un montaje lamentable… Nunca me sentí hecho para un trabajo burocrático, ya lo sabía. Por eso me aferraba a Berlín. Sabía, cuando me llamaron, que me pondrían en conserva, pero ¡demonios…!
—¿Qué hacía usted?
Leamas se encogió de hombros.
—Sentarme sobre mi trasero, en el mismo cuarto que un par de mujeres, Thursby y Larrett. Yo las llamaba
Thursday
y
Friday
,
Jueves
y
Viernes
.
Sonrió de modo bastante estúpido. Peters miraba sin entender.
—No hacíamos más que remover papel. Bajaba una carta de Finanzas: «Se autoriza un pago de setecientos dólares a Fulano con cargo a Zutano. Sírvanse realizarlo», ése era el meollo de todo.
Jueves
y
Viernes
le daban unas cuantas vueltas, lo archivaban, lo sellaban, y yo firmaba un cheque o hacía que el Banco lo transfiriera.
—¿Qué Banco?
—Blatt y Rodney, un pequeño Banco muy distinguido en la City. En Cambridge Circus existe la teoría de que los etonianos son discretos.
—En realidad, entonces, ¿usted sabía los nombres de todos los agentes del mundo?
—No exactamente. En eso consistía la astucia. Yo firmaba el cheque, ya ve, o la orden al Banco, pero dejábamos un espacio para el nombre del destinatario. La carta de cobertura, o lo que fuera, quedaba toda firmada, y entonces el expediente volvía a los del Despacho Especial.
—¿Quiénes son ésos?
—Los que tienen todos los datos de los agentes. Ellos ponían los nombres de los agentes y enviaban la orden. Condenadamente astuto, tengo que decirlo.
Peters parecía decepcionado.
—¿Quiere decir que no podía enterarse de los nombres de los que recibían los pagos?
—Habitualmente, no.
—Pero ¿de vez en cuando?
—De vez en cuando andábamos muy cerca del asunto. Todos los enredos entre Bancaria, Finanzas y el Despacho Especial llevaban a escapes. Era demasiado complicado. Además, algunas veces nos metíamos en material especial que nos iluminaba un poco la vida.
Leamas se levantó.
—He hecho una lista —dijo— de todos los pagos que puedo recordar. Está en mi cuarto. La voy a buscar.
Salió del cuarto, con los andares más bien arrastrados que había tomado desde su llegada a Holanda. Cuando volvió, llevaba en la mano un par de hojas de papel rayado arrancadas de una agenda barata.
—Los apunté anoche —dijo—; pensé que eso nos ahorraría tiempo.
Peters cogió las notas y las leyó despacio y con cuidado. Parecía impresionado.
—Bien —dijo—, muy bien.
—Además, lo que mejor recuerdo es una cosa llamada Piedra Movediza. Hice un par de excursiones por ella. Una a Copenhague y otra a Helsinki. Nada más que meter dinero en Bancos.
—¿Cuánto?
—Diez mil dólares en Copenhague, cuarenta mil marcos en Helsinki.
Peters dejó el lápiz.
—¿Para quién? —preguntó.
—Dios sabe. Manejábamos Piedra Movediza con un sistema de cuentas en depósito. El
Service
me dio un pasaporte británico falso; fui al Banco Real Escandinavo, en Copenhague, y al Banco Nacional de Finlandia, en Helsinki deposité el dinero y saqué un talonario de cuenta indistinta: para mí, con mi nombre falso, y para alguien más; el agente, supongo, con su nombre falso. Yo di a los Bancos una muestra de la firma del otro titular, que había recibido de la Oficina de Jefatura. Después le daban al agente el talonario y un pasaporte falso que enseñaba en el Banco cuando sacaba el dinero. Lo único que sabía yo era su nombre falso.