Todo aquello le sonaba ridículamente inverosímil al oírse hablar a sí mismo.
—¿Era corriente ese procedimiento?
—No. Era un pago especial. Eso tenía una lista de acceso limitado.
—¿Qué es eso?
—Tenía un nombre convencional que muy pocos conocían.
—¿Cuál era ese nombre?
—Ya se lo dije: Piedra Movediza. La operación cubría pagos no regulares de diez mil dólares en diferentes divisas y distintas capitales.
—¿Siempre en capitales?
—Que yo sepa, sí. Recuerdo haber leído en la ficha que había habido otros pagos de Piedra Movediza antes de que yo entrara en la Sección, pero en esos casos la Sección Bancaria se lo encargaba al delegado local.
—Esos otros pagos que tuvieron lugar antes de que llegara usted, ¿dónde se hicieron?
—Uno en Oslo. No puedo recordar dónde fue el otro.
—¿El nombre falso del agente era siempre el mismo?
—No. Ésa era otra precaución adicional de seguridad. Después oí decir que habíamos copiado toda esa técnica de los rusos. Era el procedimiento de pago más complicado que encontré. Del mismo modo, yo usaba un nombre falso diferente, y, por supuesto, un pasaporte distinto en cada viaje.
—Eso debía gustarle; ayudarle a llenar los huecos.
»Esos pasaportes falsos que les daban a los agentes para que pudieran sacar el dinero, ¿sabía usted algo sobre ellos, cómo se hacían y cómo se entregaban?
—No. Ah, salvo que tenían que tener visados para el país donde estaba depositado el dinero. Y sellos de entrada en el país.
—¿Sellos de entrada?
—Sí. Yo supuse que los pasaportes no se usaban nunca en la frontera, sino que solamente se presentaban en el Banco para la identificación. El agente debía de haber viajado con su propio pasaporte, entrando de modo totalmente legal en el país donde estaba situado el Banco, y después usaba el pasaporte en el Banco. Esa era mi hipótesis.
—¿Sabe usted algún motivo por el que los pagos anteriores se hicieran por medio de los delegados, y los pagos posteriores por alguien que viajara desde Londres?
—Sé el motivo. Pregunté a las mujeres de la Sección Bancaria,
Jueves
y
Viernes
. Control estaba muy preocupado…
—¿Control? ¿Quiere decir que el propio Control manejaba el asunto?
—Sí, lo llevaba él. Temía que al delegado le pudieran reconocer en el Banco, de modo que usó un cartero: yo.
—¿Cuándo hizo esos viajes?
—A Copenhague, el quince de junio. Volví en avión esa misma noche… A Helsinki, a fines de setiembre. Me quedé allí dos noches, y volví en avión hacia el veintiocho. Me divertí un poco en Helsinki.
Sonrió, pero Peters no se fijó.
—¿Y los otros pagos, cuándo se hicieron?
—No puedo recordarlo. Lo siento.
—¿Pero uno fue con seguridad en Oslo?
—Sí, en Oslo.
—¿Cuánto tiempo hubo entre los dos primeros pagos, los pagos hechos por los delegados?
—No sé. No mucho, creo. Quizá un mes. Tal vez un poco más.
—¿Tuvo la impresión de que el agente llevaba algún tiempo actuando antes de que se hiciera el primer pago? ¿Lo indicaba el expediente?
—Ni idea. El expediente señalaba sólo los pagos efectivos. Primer pago, a principios del cincuenta y nueve. No había más datos en él. Ése es el principio que se aplica cuando se tiene una referencia limitada. Los diversos expedientes se refieren a diferentes aspectos de un solo caso. Sólo quien tenga el expediente general podrá reunirlo todo.
Peters escribía ahora continuamente. Leamas supuso que habría un magnetófono escondido en alguna parte del cuarto, pero la trascripción sucesiva requeriría tiempo. Lo que Peters anotaba ahora proporcionaría lo esencial para el telegrama de aquella tarde a Moscú, mientras en la Embajada soviética de La Haya las chicas pasarían toda la noche telegrafiando la trascripción verbal, relevándose en sus horarios.
—Dígame —dijo Peters—. Ésas son grandes cantidades de dinero. Los procedimientos para pagarlas eran muy complicados y muy caros. ¿Qué pensaba usted?
Leamas se encogió de hombros.
—¿Qué podía pensar yo? Pensaba que Control debía de tener alguna fuente fenomenal, pero nunca vi el material, así que no sé. No me gustaba el modo de hacerlo: era demasiado potente, demasiado complicado, demasiado astuto. ¿Por qué no se encontraban simplemente con él y le daban el dinero al contado? ¿Realmente le dejaban cruzar fronteras con su propio pasaporte, llevando otro falso en el bolsillo? Lo dudo —dijo Leamas.
Ya era hora de nublar el asunto, de echarle a perseguir una liebre.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que, por lo que yo sé, el dinero nunca se retiraba del Banco. Suponiendo que fuera un agente de elevada posición detrás del Telón, el dinero estaría en depósito para él cuando pudiera alcanzarlo. Eso es lo que imaginé, por lo menos. No pensaba gran cosa sobre ello. ¿Por qué habría de pensar? Forma parte de nuestro trabajo conocer sólo una parte del conjunto entero. Usted lo sabe. Si uno es curioso, Dios le proteja.
—Si el dinero no se cobraba, como sugiere usted, ¿por qué toda esa molestia con los pasaportes?
—Cuando yo estaba en Berlín, hicimos un arreglo para Karl Riemeck por si alguna vez necesitaba escaparse y no podía encontrarnos. Le guardábamos un pasaporte falso de Alemania Occidental en una dirección de Düsseldorf. En cualquier momento lo podía recoger siguiendo un procedimiento previamente establecido. No caducaba nunca: la Sección especial de Viajes renovaba el pasaporte y los visados conforme caducaban. No sé… es sólo una suposición.
—¿Cómo sabe usted con seguridad que se extendían los pasaportes?
—Había notas sobre la ficha entre la Sección Bancaria y la Sección especial de Viajes. Viajes es la Sección que preparaba documentos de identidad y visados falsos.
—Ya entiendo. —Peters pensó un momento y luego preguntó—: ¿Qué nombres usó usted en Copenhague y Helsinki?
—Robert Lang, ingeniero electricista, de Derby. Eso fue en Copenhague.
—Dígame con exactitud cuándo estuvo en Copenhague.
—Ya se lo dije, el quince de junio. Llegué por la mañana a eso de las once y media.
—¿Qué Banco usó?
—Caramba, Peters —dijo Leamas súbitamente irritado—, el Real Escandinavo. Ya lo tiene apuntado.
—Sólo quería estar seguro —contestó el otro con calma, y siguió escribiendo—. Y para Helsinki, ¿qué nombre?
—Stephen Bennett, ingeniero naval de Plymouth. Estuve allí —añadió en tono sarcástico— a fines de setiembre.
—¿Fue al Banco el día que llegó?
—Sí. Era el veinticuatro, o el veinticinco, no puedo estar seguro, como ya le dije.
—¿Llevaba usted mismo el dinero desde Inglaterra?
—Por supuesto que no. Simplemente, lo transferíamos en cada caso a la cuenta del delegado. El delegado lo sacaba, me recibía en el aeropuerto con el dinero en una cartera y yo lo llevaba al Banco.
—¿Quién es el delegado en Copenhague?
—Peter Jensen, un vendedor de la librería de la Universidad.
—¿Y cuáles eran los nombres que habían de usar los agentes?
—Horst Karlsdorf, en Copenhague. Creo que era eso, sí, sí que era, lo recuerdo: Karlsdorf. Yo me empeñaba en decir Karlshorst.
—¿Datos?
—Director de empresa, de Klagenfurt, Austria.
—¿Y el otro? ¿El nombre del de Helsinki?
—Fechtmann, Adolf Fechtmann, de Saint Gall, Suiza. Tenía un título… sí, eso es: doctor Fechtmann, archivero.
—Ya veo; los dos de lengua alemana.
—Sí, ya me fijé en eso. Pero no podía ser un alemán.
—¿Por qué no?
—Yo había sido jefe de la organización de Berlín, ¿no? Habría estado metido en ello. Un agente de alto nivel en Alemania Oriental tendría que ser dirigido desde Berlín. Yo lo habría conocido.
Leamas se levantó, se acercó al aparador y se sirvió whisky. No se preocupó de Peters.
—Dijo usted que había precauciones especiales, procedimientos especiales en este caso. Acaso ellos pensaban que no hacía falta que usted estuviera enterado.
—No sea idiota —replicó terminantemente Leamas—, por supuesto que lo habría sabido.
Ése era el punto a que se tenía que aferrar, por las buenas o por las malas; les haría sentir que ellos estaban mejor informados, daría credibilidad al resto de su información. «Querrán hacer deducciones “a pesar” de usted —había dicho Control—. Debemos darles el material y permanecer escépticos respecto a sus conclusiones. Confiar en su inteligencia y en su presunción, en sus sospechas mutuas… eso es lo que debemos hacer.»
Peters asintió como si confirmara una verdad melancólica.
—Es usted un hombre muy orgulloso, Leamas —señaló una vez más.
Peters se marchó poco después. Se despidió de Leamas y se fue andando por la carretera que bordeaba el mar. Era hora de almorzar.
Peters no apareció esa tarde, ni a la mañana siguiente. Leamas se quedó en la cama, esperando, con irritación creciente, algún recado, pero no llegó ninguno. Preguntó al ama de la casa, pero ella se limitó a sonreír y a encoger sus pesados hombros. A eso de las once y media de la mañana, decidió salir a pasear por la orilla del mar, compró unos cigarrillos y se quedó mirando absorto al mar.
Había una muchacha, de pie en la playa, echando pan a las gaviotas. Le daba la espalda. El viento marino jugaba con su largo pelo negro y tiraba de su abrigo, convirtiendo su cuerpo en un arco tenso hacia el mar. Supo entonces qué era lo que le había dado Liz: lo que tendría que volver a encontrar si regresaba alguna vez a Inglaterra: era el preocuparse de las cosas pequeñas, la fe en la vida corriente, la sencillez que le hace a uno partir un pedazo de pan en una bolsa de papel, bajar a la playa y echárselo a las gaviotas. Era ese respeto por lo sencillo que nunca le habían permitido tener: fuera pan para las gaviotas o fuera amor, fuera lo que fuera, volvería para encontrarlo; haría que Liz se lo encontrara. Una semana, dos semanas quizá, y estaría de vuelta. Control había dicho que se podía quedar con lo que le pagaran, y ya sería bastante. Con quince mil libras, una gratificación y una pensión de Cambridge Circus, uno puede permitirse —como decía Control— retirarse del frío.
Dio un rodeo y volvió a la casa a las doce menos cuarto. La mujer le hizo entrar sin decir una palabra, pero cuando volvió al cuarto de atrás, la oyó descolgar el teléfono y marcar un número. Sólo habló unos segundos A las doce y media le trajo el almuerzo y, para su complacencia, unos periódicos ingleses, que leyó satisfecho, hasta las tres. Leamas, que normalmente no leía nada, leía los periódicos despacio y concentrándose. Aprendía detalles, como los nombres y direcciones de la gente que aparecían en las pequeñas noticias. Lo hacía casi inconscientemente, como una especie de ejercicio de mnemotécnica personal, que le absorbía por entero.
A las tres llegó Peters, y tan pronto como le vio Leamas, comprendió que pasaba algo. No se sentaron a la mesa: Peters no se quitó el impermeable.
—Traigo malas noticias para usted —dijo—; le buscan en Inglaterra. Lo he sabido esta mañana. Vigilan los puertos.
Leamas respondió impasible.
—¿Bajo qué acusación?
—Oficialmente, por no presentarse en una comisaría pasado el intervalo reglamentario después de salir de la cárcel.
—¿Y en realidad?
—Corre el rumor de que se le busca por algún delito contra la ley de Secretos Oficiales. Viene su fotografía en todos los periódicos de la tarde de Londres. Los pies de foto son muy ambiguos.
Leamas permanecía muy tranquilo. Había sido Control. Control había hecho circular el rumor. No había otra explicación. Aunque hubieran agarrado a Ashe o Kiever, aunque hubieran hablado… incluso entonces, la responsabilidad del rumor seguía siendo de Control. «Un par de semanas —había dicho—; supongo que le llevarán a algún sitio para el interrogatorio, tal vez al extranjero. Sin embargo, en un par de semanas debería estar en paz. Luego, la cosa marchará por sí sola. Tendrá que agazaparse por aquí mientras la reacción llega a su término por sí misma. Pero no le importará, estoy seguro. He decidido conservarle con subsidio de operaciones hasta que eliminen a Mundt.» Esto parecía lo más decente.
Y ahora esto. Esto no formaba parte del acuerdo; esto era diferente. ¿Qué demonios tenía que hacer? Si abandonaba ahora, si rehusaba seguir adelante con Peters, arruinaba la operación. No era imposible que Peters mintiera, que ésta fuera la prueba; una razón más para que él estuviera de acuerdo en marchar. Pero si iba, si accedía a ir al Este, a Polonia, a Checoslovaquia, a Dios sabe dónde, no había ninguna buena razón para que le dejaran escapar nunca; y tampoco resultaba razonable que él mismo quisiera escaparse, puesto que oficialmente era un hombre perseguido en Occidente.
Control era el causante; estaba seguro. Las condiciones habían sido demasiado generosas; lo había notado durante todo el tiempo. No tiraban el dinero por ahí de esa manera por nada, a no ser que pensaran que le podían perder a uno. Un dinero así era un consuelo para los posibles peligros e incomodidades que Control no quería reconocer francamente. Una tal cantidad de dinero era una señal de aviso; Leamas no había hecho caso de esa señal.
—Pero ¿cómo diablos —preguntó sosegadamente— han podido llegar a eso? —Un pensamiento pareció cruzar por su ánimo, y dijo—: Su amigo Ashe ha podido contárselo, desde luego, o Kiever…
—Es posible —contestó Peters—. Usted sabe igual que yo que tales cosas son siempre posibles. No hay seguridades en nuestro trabajo. El hecho es —añadió con algo parecido a la impaciencia— que a estas horas en todos los países de Europa Occidental le estarán buscando.
Leamas parecía no haber oído lo que decía Peters.
—Ahora me tiene en el anzuelo…, ¿eh, Peters? —dijo—. Su gente se debe estar muriendo de risa. ¿O han hecho la denuncia ellos mismos?
—Exagera usted su propia importancia —dijo Peters, agriamente.
—Entonces, ¿por qué me han seguido, dígame? Salí a dar un paseo esta mañana. Dos hombrecitos de traje oscuro, uno a veinte metros detrás del otro, me siguieron a lo largo de la orilla del mar. Cuando volví, la dueña de la casa le telefoneó.
—Atengámonos a lo que sabemos —sugirió Peters—. Cómo las autoridades de su país han averiguado lo suyo, no nos importa excesivamente en este momento. El hecho es que lo saben.
—¿Ha traído usted consigo los periódicos de la tarde de Londres?