El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (29 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—¡Ah, Gossington Hall! ¡Cómo ha cambiado aquello en poco tiempo! Lo mismo que todo. Sólo hay que ver esa nueva urbanización. Nunca creí que Saint Mary Mead evolucionase tanto.

Al llegar a Gossington Hall, miss Marple llamó al timbre y solicitó ver al señor Jason Rudd.

El sucesor de Giuseppe, un hombre de edad, de aspecto tembloroso, mostróse algo indeciso.

—El señor Rudd no recibe a nadie sin previa cita, señora —objetó—. Especialmente hoy...

—No estoy citada con él, pero aguardaré —declaró miss Marple.

Y entrando en el vestíbulo con un brusco ademán, tomó asiento en una silla.

—Temo que esta mañana será imposible que la reciba, señora.

—En ese caso, aguardaré hasta la tarde —insistió miss Marple.

El nuevo mayordomo se retiró contrariado. A poco, presentóse un joven de agradables modales y acento ligeramente americano.

—Nos hemos visto antes, ¿verdad? —exclamó miss Marple—. En el Ensanche. Me preguntó usted el camino a la Blenheim Close.

Hailey Preston sonrió afablemente.

—Supongo que hizo usted lo que pudo, pero no me orientó bien.

—¡Cielos! ¿De veras? ¡Hay tantas calles allí! ¿Puedo ver al señor Rudd?

—Ahora es un mal momento —repuso Hailey Preston—. El señor Rudd está siempre muy ocupado... y... especialmente esta mañana no puede ser molestado.

—Ya me figuro que está muy ocupado. Por ese mismo motivo, he venido aquí dispuesta a aguardar todo el tiempo que sea necesario.

—Permítame sugerirle —profirió Hailey Preston— que es preferible que me diga usted cuál es el motivo de su visita. Yo soy el encargado de atender a todos los visitantes del señor Rudd, ¿sabe usted? Antes deben hablar conmigo. —Temo que con el que deseo hablar es con el señor Rudd personalmente —instó miss Marple—. Y aguardaré aquí hasta que lo consiga —agregó, arrellanándose más a su gusto en la gran silla de roble.

Hailey Preston titubeó, murmuró unas palabras y, dando media vuelta, subió la escalera.

A los pocos minutos, apareció con un hombre alto y robusto, vestido con un traje de «tweed».

—Le presento al doctor Gilchrist, miss...

—Miss Marple.

—¡Ah! —exclamó el doctor Gilchrist, observándola con visible interés—. ¿Es usted miss Marple?

Hailey Preston retiróse discretamente.

—El doctor Haydock me ha hablado de usted —declaró el doctor Gilchrist.

—El doctor Haydock es un viejo amigo mío.

—En efecto. Me han dicho que desea usted ver al señor Rudd. ¿Por qué razón?

—Porque es absolutamente necesario que le vea —respondió miss Marple.

—¿Y piensa usted acampar aquí hasta que lo consiga? —interrogó el doctor Gilchrist, escrutándola con la mirada.

—Ni más ni menos.

—La creo perfectamente capaz de hacerlo —suspiró el doctor Gilchrist—. En este caso, le diré por qué no puede usted ver al señor Rudd. Su esposa murió anoche durante el sueño.

—¿Qué murió? —farfulló miss Marple, asombrada—. ¿Cómo?

—A consecuencia de una dosis excesiva de soporífero. No queremos que la noticia trascienda a la Prensa en unas horas. Por eso le pido que se la reserve usted por el momento.

—Descuide. ¿Fue un accidente?

—Ésa es, definitivamente, mi opinión —declaró Gilchrist.

—Podría ser suicidio.

—Sí... pero es improbable.

—O que alguien le hubiese administrado la droga.

Gilchrist encogióse de hombros.

—Eso constituye una remotísima contingencia, y en todo caso —agregó con firmeza—, algo absolutamente imposible de probar.

—Comprendo —murmuró miss Marple, lanzando un profundo suspiro—. Lo siento, pero ahora es más necesario que nunca que vea al señor Rudd.

Gilchrist la miró atentamente.

—Aguarde aquí un momento —dijo, al fin.

Capitulo XXIII

Jason Rudd levantó los ojos al oír entrar al doctor. —Hay una anciana abajo —anunció éste—. Parece centenaria. Desea verle a usted. Se niega a marcharse sin ser recibida y afirma que aguardará. No me sorprendería que esperase hasta la noche, y creo que es muy capaz de pasar la noche aquí. Según ella, tiene algo muy importante que decirle. En su lugar, la recibiría.

Jason Rudd levantó la vista del escritorio. Tenía el semblante pálida y tenso.

—¿Está excitada?

—No, en lo más mínimo.

—No comprendo por qué he de... En fin, está bien. Mándela subir. ¿Qué importa ya?

Gilchrist asintió en silencio. Luego, saliendo del despacho, llamó a Hailey Preston. A poco, éste reapareció en el vestíbulo, diciendo:

—El señor Rudd puede concederle unos minutos, miss Marple.

—Gracias —murmuró la anciana, poniéndose en pie—. El señor Rudd es muy amable. ¿Lleva usted mucho tiempo con él?

—Hace dos años y medio que trabajo con el señor Rudd. Por lo regular, mi cargo es el de relaciones públicas.

—¡Ah, caramba! —exclamó miss Marple, mirándole, pensativa—. Me recuerda usted mucho a un antiguo conocido mío llamado Gerald French.

—¿De veras? ¿Y qué hizo Gerald French?

—Poca cosa —respondió miss Marple—, pero era un excelente conversador. Había tenido un pasado muy desgraciado —añadió, suspirando.

—No me diga —masculló Hailey Preston, algo molesto—. ¿Qué clase de pasado?

—No quisiera repetirlo —repuso miss Marple—. A él no le gustaba que se comentara.

Jason Rudd levantóse de su escritorio y miró sorprendido a la enjuta viejecita que avanzaba hacia él.

—¿Deseaba usted verme? —preguntó—. ¿En qué puedo servirla?

—Siento muchísimo la muerte de su esposa —profirió miss Marple—. Comprendo que habrá sido un duro golpe para usted y tengo empeño en manifestarle que no me hubiese atrevido a molestarle ni a darle mi condolencia en estos momentos a no ser absolutamente necesario. Pero hay cosas que deben ser aclaradas cuanto antes para evitar que un hombre inocente pague las consecuencias.

—¿Un hombre inocente? No la comprendo.

—Me refiero a Arthur Badcock —le explicó miss Marple—. Ahora está en la policía, sometido a interrogatorio.

—¿Interrogado en relación a la muerte de mi esposa? ¡Pero eso es absurdo, completamente absurdo! Nunca ha venido aquí para nada. Ni siquiera la conocía.

—Sí la conocía —replicó miss Marple—. Tiempo atrás estuvo casado con ella.

—¿Quién? ¿Arthur Badcock! ¡Pero si... si era el marido de Heather Badcock! ¿No estará usted equivocada? —agregó amablemente con aire de disculpa.

—Estuvo casado con las dos —aseguró miss Marple—. Primero con su esposa Marina Gregg, cuando ésta era muy joven y no trabajaba aún en el cine.

—El primer marido de mi esposa fue un individuo llamado Alfred Beadle —replicó Jason Rudd, con un ademán negativo—. Era corredor de fincas. No se avenían y se separaron casi inmediatamente.

—Pero luego Alfred Beadle se cambió de nombre y se puso Badcock —declaró miss Marple—. Aquí también ejerce la misma profesión. Es curioso que ciertas personas no quieran cambiar de oficio y sigan trabajando en lo mismo. Me figuro que ésta fue la razón por la cual Marina Gregg comprendió que nunca se avendría. Él era incapaz de ponerse a la altura.

—Es realmente sorprendente lo que acaba usted de decirme.

—Le aseguro que no miento ni imagino novelas. Lo que pasa con estas cosas extrañas es que nadie las ignora en un pueblo como éste, ¿sabe usted?, aunque tarden un poco más en llegar a Gossington Hall.

—Bien —balbució Jason Rudd, sin saber qué decir.

Luego, aceptando la evidencia, preguntó:

—¿Y qué quiere usted de mí, miss Marple?

—Si no es pedir demasiado, quisiera que me llevase al lugar de la escalera donde usted y su esposa recibieron a sus invitados el día de la fiesta.

Rudd lanzóle una rápida y recelosa mirada. ¿No sería su visitante una de aquellas personas siempre a la caza de sensaciones? Pero el rostro de miss Marple denotaba gravedad y compostura.

—No tengo inconveniente, si tal es su deseo —accedió, al fin, el dueño de la casa—. Acompáñeme, por favor.

Acto seguido, la condujo a lo alto de la escalera y se detuvo en la sala improvisada allí.

—Han hecho ustedes muchas reformas en esta casa desde que la habitaban los Bantry —comentó miss Marple—. Me gusta eso. Veamos. Supongo que las mesas estaban aquí, y usted y su esposa...

—Mi esposa estaba aquí —especificó Jean Rudd, mostrando el lugar—. Subía gente por la escalera, ella les estrechaba la mano y luego me los pasaba a mí.

—De modo que ella estaba aquí —susurró miss Marple adelantándose a colocarse en el punto indicado.

Por espacio de unos instantes, permaneció allí inmóvil. Jason Rudd la observaba, perplejo pero interesado. La anciana levantó ligeramente la diestra como si estrechase la mano a alguien y miró hacia la parte baja de la escalera como para ver a la gente imaginaria que ascendía por ella.

Luego levantó la vista, miró ante sí. En la pared que se alzaba a media escalera había un gran cuadro, reproducción de un antiguo maestro italiano. A ambos lados de él abríanse dos estrechas ventanas, de las cuales una daba al jardín y otra al tejado de los establos y a la veleta. Pero miss Marple no miraba a ninguna de las dos. Sus ojos permanecían fijos en el cuadro.

—No cabe duda que la primera versión es siempre la más fidedigna —profirió la anciana—. La señora Bantry me contó que su esposa clavó la vista en ese cuadro y que su rostro quedóse como «petrificado», según expresión de mi amiga. Contemplaba el suntuoso atavío azul y rojo de la Madonna, una Madonna con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, sonriendo al Niño que sostenía en sus brazos. La Madonna risueña, de Giacomo Bellini —declaró—. Una pintura religiosa, mas también la representación de una feliz madre con su hijito. ¿No es eso, señor Rudd?

—Aseguraría que sí.

—Ahora lo comprendo todo, absolutamente todo —murmuró miss Marple—. La cosa es muy sencilla, ¿no le parece? —preguntó, mirando a Jason Rudd.

—¿Sencilla?

—Creo que usted sabe perfectamente hasta qué punto es sencilla —musitó miss Marple.

En aquel momento, alguien llamó a la puerta de la planta baja.

—No estoy seguro de comprenderla a usted —masculló Jason Rudd, mirando hacia el fondo de la escalera.

Procedente de abajo, llegaba un murmullo de voces.

—Conozco esa voz —exclamó miss Marple—. Es la del inspector Craddock, ¿verdad?

—Si, parece el inspector Craddock.

—Él también quiere verle a usted. ¿Le importaría que se reuniese con nosotros?

—No. Si él está de acuerdo...

—Creo que lo estará —dijo la anciana—. Ya no hay mucho tiempo que perder. Hemos llegado al momento en que podemos comprender cómo sucedió todo.

—Pensé que decía usted que era sencillo —repuso Jason Rudd.

—Tan sencillo —corroboró miss Marple—, que resultaba difícil verlo.

El enfermizo mayordomo se presentó en lo alto de la escalera.

—El inspector Craddock está abajo, señor —anunció el mayordomo pausada y respetuosamente, con expresión interrogante.

—Dígale que se reúna con nosotros aquí, por favor —ordenó Jason Rudd.

El mayordomo desapareció y, a los pocos instantes subió Dermot Craddock.

—¿Usted aquí? —exclamó al ver a miss Marple—. ¿Cómo ha venido?

—En Inch —respondió miss Marple, creando el habitual efecto desorientador que producía esa palabra—. Decía al señor Rudd... —prosiguió miss Marple—. Por cierto, ¿se ha ido ya ese mayordomo...?

—Sí —contestó Dermot Craddock, echando una ojeada al fondo de la escalera—. No tema usted, no escucha. El sargento Tiddler se encargará de evitarlo.

—En ese caso, podemos continuar —decidió miss Marple—, Naturalmente, podríamos haber ido a hablar a una habitación, pero prefiero hacerlo aquí. Nos hallamos en el mismo lugar donde sucedió la cosa y eso nos ayudará a comprenderla mejor.

—¿Se refiere usted el día de la fiesta, al día en que Heather Badcock fue envenenada? —interrogó Jason Rudd.

—En efecto —confirmó miss Marple—, y decía que todo es muy sencillo si se considera desde el debido ángulo. Todo empezó a raíz del peculiar carácter de Heather Badcock. De hecho, era inevitable que algún día le sucediera una desgracia así.

—No comprendo lo que quiere usted significar —replicó Jason Rudd—. No comprendo una palabra.

—Es natural. La cosa requiere una pequeña explicación. Verá usted. Cuando mi amiga la señora Bantry me describió la escena del día de la recepción, citó un fragmento de un poema que me gustaba horrores en mi juventud, un poema de mi admirado lord Tennyson, titulado La Dama de Shalott.

Y levantando un poco la voz recitó:

Voló la telaraña y flotó lejos.

El espejo se rajó de parte a parte; —La maldición ha caído sobre mí —exclamó la Dama de Shalott.

—Eso es lo que vio, o creyó ver, la señora Bantry —prosiguió miss Marple—, aunque, de hecho, cambió una palabra diciendo «condenación» en lugar de «maldición», vocablo quizá más ajustado a las circunstancias. Vio a su esposa hablando con Heather Badcock y oyó a Heather Badcock hablando con su esposa, y sorprendió esa expresión trágica en el rostro de esta última.

—¿No cree usted que ya hemos insistido bastante sobre este punto? —objetó Jason Rudd.

—Sí —convino miss Marple—; pero debemos tenerlo en cuenta una vez más. Como iba diciendo, su esposa adoptó esa expresión y no miraba a Heather Badcock, sino a ese cuadro de ahí enfrente. A un cuadro representando a una madre feliz y risueña con su alborozado niño en sus brazos. El error de apreciación consistió en que, aun cuando el semblante de Marina Gregg expresaba condenación, ésta no recaía en su persona, sino en la de Heather. Heather quedó condenada desde el primer momento que empezó a hablar y alardear de un incidente acaecido en el pasado.

—¿No podría usted expresarse con más claridad? —le instó Dermot Craddock.

—Naturalmente —asintió miss Marple, volviéndose hacia él—. En realidad, no sabe usted nada de esto. No puede saberlo porque nadie le ha contado lo que dijo Heather Badcock en realidad.

—¡Pues claro que me lo han contado! —protestó Dermot—. ¡Infinidad de veces y en diferentes versiones!

—Sí —convino miss Marple—; pero usted no lo sabe porque Heather Badcock no se lo contó.

—¿Cómo iba a contármelo si estaba muerta cuando llegué aquí? —arguyó Dermot.

—Por supuesto, no podía hacerlo —suspiró miss Marple—, Todo cuanto sabe usted es que, estando enferma, se levantó de la cama para ir a una fiesta en que tomaba parte Marina Gregg, con intención de hablar con ella y pedirle un autógrafo que, en efecto, consiguió.

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