—El muchacho tiene razón. Alguna vez tendremos que confesarlo ¿No crees? Y no vamos a salir de ésta sin ayuda—. El poderoso batería esperó la corroboración de Alex como el que aguarda el visto bueno de un superior.
—Está bien —suspiró el muchacho e inmediatamente añadió su condición—. Pero lo haré a mi manera.
—Todo tuyo.
Alex se aclaró la garganta antes de dirigirse a los misteriosos ocupantes de la prisión... su nerviosismo era visible a simple vista. No podía ocultar que pasaba un mal rato. Por su cabeza se pasearon las mil maneras con la que empezar una conversación. Ninguna le parecía la más idónea. Pero ¡diablos! Tenía que comenzar con alguna.
Se acercó hacia Gharin, el rubio de los cabellos rizados, tal vez le daba más seguridad que su adormilado compañero. Nosotros observábamos sus movimientos, expectantes, esperando el desenlace, desde el rincón que nos había servido de improvisada sala de reunión. Falo nos miraba con cierta repulsión, como si fuésemos a gastar energías en vano. Cuando creyó haber reunido la pregunta correcta y el valor necesario, Alex comprobó que las palabras no afloraban de su boca.
—Y... y... vosotros ¿Qué habéis hecho para acabar aquí? —dijo al fin. Gharin, que por un instante había apartado su rostro de nosotros, retornó sus relucientes pupilas hasta él. También se percató del incipiente miedo de Alexis, pero no hizo comentario alguno. Se limitó a contestar. Al otro lado escuchamos la risa ahogada de Allwënn. Se diría que la pregunta de Alex había despertado algún irónico recuerdo. Gharin miró a su amigo durante unos segundos y se volvió para responder.
—Digamos... que un golpe de mala fortuna. En los tiempos que corren no hace falta hacer nada para que te encierren, chico —anunció el joven—. Lo que a mí me sorprende es cómo os habéis dejado coger vosotros.
—Nosot... nosotros no somos de aquí. No sabemos qué lugar es éste—. Alexis pensó que ya había pasado la parte más difícil. El muchacho de los ojos azules volvió la cara hacia los barrotes, mirando al exterior. El desolado valle rojizo era ahora pasto de las sombras.
—Esto son los Páramos.
—Es un inicio —pensó Alex para sí.
—Una desolada extensión sin vida. Venimos de Alas Trianum a orillas del Dar. Imagino cruzaremos los Páramos hasta Ker-Hörrston —Gharin volvió la vista hacia Alex—. Lo que ignoro es si han levantado alguna fortificación en las áridas tierras de este lugar.
No. No había entendido la verdadera intención de la pregunta del músico. Pero como él mismo se decía, al menos era un principio.
—Quiero decir. Quiero decir que no somos de éste lugar. De... ¡Maldita sea! Estamos aquí por error y... —Allwënn abrió los ojos, pero ese fue todo su movimiento. No alteró ningún otro músculo de su cuerpo.
—Todo lo que ocurre es un gran error. Pero eso les importa poco a los que conducen esta carreta.
Alex, al igual que el resto de nosotros, incluido Gharin, volvimos la vista hacia el sucio joven de tan largos y oscuros cabellos. Sus ojos verdes habían vuelto a quedar enterrados bajo sus párpados. Sin embargo, fue a él a quien se dirigía Alex esta vez.
—No, no. No me refiero a eso. Digo que no somos de este mundo, que hemos aparecido aquí sin saber por qué. Sin... sin... sin saber cómo, ni cómo volver—. ¡Ya está! Lo había confesado. Lo había dicho.
—Volver ¿A dónde? —preguntó desganado el de ojos verdes.
—A nuestro mundo —Alex se sintió ridículo diciendo aquello. Esta vez Allwënn se incorporó con una expresión escéptica bañando su cara.
—¿A vuestro mundo? Allwënn tenía el rostro fruncido como quien cree que está siendo objeto de una tomadura de pelo—. Revisa tu dieta, muchacho. Demasiados hongos—. Gharin también parecía extrañado.
—No... No quiero que penséis que estamos chiflados. Sólo es que... necesitamos ayuda.
—Sí. Mucha ayuda y urgente, por lo que intuyo —Los maléficos iris verdes de Allwënn volvieron a inundar la estancia en una mirada intensa y penetrante. Con su voz modulada y grave preguntó muy despacio...
—¿De dónde habéis salido vosotros?
—¡¡Eso es lo que os intento contar, maldita sea!!
Allwënn miraba a Gharin mezclándose por un instante el enigmático color de sus ojos. Alex aún no había acabado de narrarles nuestro periplo, pero el recelo ya era parte habitual en sus rasgos y expresiones. Al menos le dejaron concluir. Hubo un instante de silencio. Un instante en el que todos aguardábamos las primeras palabras de alguno de ellos.
—Bueno... Todo lo demás ya lo conocéis.
Ambos personajes volvieron a mirarse cruzando, esta vez, miradas de corroboración. Como si uno ratificara en el otro la opinión que les había sugerido la charla de nuestro amigo. Fue la elegante voz del muchacho de rubios cabellos la primera en dejarse oír.
—Esto... comprendemos que tenéis que estar asustados. Sabemos que vuestra situación no es fácil. La caminata ha sido dura. Debéis estar cansados.
—¿Cansados? —Alexis se sintió algo ofendido.
—Si. Deberíais descansar un poco —apuntó rápidamente Allwënn—.
—¿Descansar? ¡Maldita sea! ¡Ya os dije que no nos creerían! —Exclamó con ira golpeando furioso los barrotes de metal que tenía a su lado.
—Tenéis que creernos— rogó Claudia, que avanzó desde su posición hasta llegar a pocos centímetros de los chicos— Sois las únicas personas con las que hemos podido hablar desde que llegamos aquí. Tenéis que ayudarnos—. Allwënn, a quien había terminado mirando, detuvo sus pupilas en la chica.
—Lo siento, Alteza, pero estoy metido en el mismo agujero que tú —afirmó mostrando los grilletes que aprisionaban sus manos. Alex levantó la vista hacia ellos. Sus ojos mostraban una extraña mezcla de enfado y decepción.
—No te esfuerces, Claudia, no han creído una palabra de la historia—. La chica se retiró de ellos como impulsada por una fuerza invisible y quedó mirándolos esperando encontrar en sus facciones ese resquicio delator que terminara dando la razón a Alexis. Los rostros de los misteriosos muchachos no tardaron en complacerla.
—Esperaba que fuerais más comprensivos —musitó al par que tornaba sus ojos hacia el suelo.
—¡Basta, dejémonos de chiquilladas! —exclamó Allwënn con cierta dureza alzando los brazos encadenados por las muñecas hasta la altura de su faz—. Vuestra historia no tiene el más mínimo sentido. Antes me creería un cuento de cuna, podéis estar seguros. Así que prefiero pensar que todo ha sido producto del delirio de una jornada agotadora antes que suponer que tanta majadería haya podido surgir de una mente equilibrada y en su sano juicio. No me parecéis locos, aunque esa pudiera ser una aceptable calificación después de lo que acabo de escuchar. Quizá un puñado de humanos trastornados por el calor. He ahí mi comprensión. Deberíais de estar agradecidos—. Balanceó su cabeza en negativas de incomprensión, obligando así al extenso torrente de su cabello a ondear hasta las puntas—. Esperar que alguien se crea semejante sandez... ¡Eso sí es una auténtica locura!
La espalda del muchacho se dejó caer sobre el muro de barrotes de la jaula. Manifestaba bien claro su posición al respecto del tema. Una posición que nos dejaba como al principio.
—Entonces... no podemos esperar ayuda de vosotros ¿verdad? —comentó amargamente Alex, que ya había asumido su papel de portavoz. Allwënn torció el cuello para mirarle. Como ya parecía habitual en él, esperó unos instantes ensartándole con su mirada, antes de contestarle.
—Yo no he dicho eso —comentó muy despacio—. Sólo he dicho que no me creo tu historia. Sácame de aquí, y te ayudaré en lo que pueda. Te doy mi palabra.
La noche avanzaba con paso lento pero decisivo y a medida que se sumaban las horas, nuestro sueño también iba creciendo hasta llegar a vencernos. No debíamos llevar mucho tiempo presos en las garras de la inconsciencia cuando Allwënn percibió cómo un leve sonido metálico rasgaba el fino tul de su inconsciencia. Un leve golpear de hierro, sordo, rítmico, apagado, martilleaba sus tímpanos. En la oscuridad, sus ojos verdes brillaron como astros en el cielo cuando se desprendieron del cortinaje de sus párpados. Miró alrededor sin alterar ningún músculo de su cuerpo. Descubrió que todos dormíamos. La noche despedía tranquilidad y quietud. Ya no se escuchaba el usual eco de los orcos. Frente a él, dentro de la jaula que le mantenía preso, una silueta se recortaba cerca de la puerta. Estaba sentada. Golpeaba los gruesos barrotes de hierro con un objeto de metal que despedía brillo a la escasa luz de la luna y la fogata.
Falo no podía dormir, como la mayoría de las noches. Ésta no la pasaría buscando líos con los amigos hasta altas horas de la madrugada. Tampoco aguantando las frecuentes borracheras de su padre. Esta noche, simplemente no conseguía conciliar el sueño. Habían pasado demasiadas cosas que no podía entender. Mucho menos, como era su costumbre, dominar. Se había criado en la misma ciudad que nosotros pero no en sus mismas calles. Sólo había visto la otra cara de la moneda. La de «sálvate a ti mismo» «pega o te pegarán». Hoy, todos sus esquemas se habían derrumbado. El tipo duro, el superviviente nato de la jungla de cemento, el que no dudaría en matar si con ello se ganaba el respeto había sentido un miedo atroz. Verdadero pánico. El horror más intenso en su vida. Había visto la cara de la muerte reflejándose en los colmillos negruzcos de aquellos seres, en la desproporcionada hoja de metal de un hacha. Ninguno de nosotros le mostraba el respeto y la consideración que presuntamente le debíamos. Estaba acostumbrado a mandar, a hacer su voluntad, a pisotear. Y sin embargo, se había encontrado vapuleado, increpado por la mayoría e ignorado por todos. No le gustaba todo aquello, no le gustaba lo que estaba pasando. Y nos culpaba a nosotros. Se preguntaba qué le había impedido darnos una lección, demostrarnos qué clase de tipo teníamos ante nosotros. Usar con firmeza esa superioridad de la que tanto alardeaba.
Dejó la navaja abierta en el suelo, cesando durante un instante el golpear de los barrotes y echó mano en busca del paquete de tabaco que se alojaba enterrado en uno de sus bolsillos. No tuvo la oportunidad de hacerlo. Por el ángulo muerto del ojo percibió la fugaz sombra. Ni siquiera tuvo tiempo de protegerse ante la embestida. Un empujón terrible lo puso con la espalda contra el suelo. Su cabeza golpeó contra el piso de madera de la jaula, dejando escapar un quejido. Un peso descomunal lo atenazaba. Algo se le había echado encima sin que ni siquiera hubiese sido capaz de advertir que estaba siendo atacado. Un fuerte antebrazo obstruía el cuello impidiendo tanto articular palabras como el paso de aire nuevo a sus pulmones. Una mano sujetaba como los dientes de una tenaza uno de sus brazos contra la madera de la carreta mientras que el otro pendía inofensivo de los eslabones que lo unían al primero. El roce hormigueante de unos cabellos sobre sus facciones, compungidas y arrugadas por el esfuerzo, le hizo mirar hacia arriba para asistir a un descubrimiento que le volvería el corazón.
Unos larguísimos cabellos negros enmarcaban un rostro fruncido y mal encarado del que se distinguían, como las luces que avisan en la mar de la posición de los navíos, los endiablados ojos verdes. Su captor era Allwënn. Sus orbes felinos le atravesaban al igual que lo hace, salvajemente, la hoja de un cuchillo en el cuerpo de la víctima. Intentó zafarse, pero pronto entendió que su oponente no sólo le superaba ampliamente en fuerza; también comprendió, al instante, que no era la primera vez que luchaba de aquella forma. Parecía conocer sus reacciones antes siquiera de que aquellas surcasen su mente.
—Tenías un arma—. Sus palabras cortaban como el filo de un cristal. Tan helado como el mismísimo aliento de Valhÿnnd —. ¡Tenías un arma! —le repitió con violencia golpeando la cabeza de Falo contra el suelo. El preso comenzó a forcejear con más intensidad. En uno de sus arrebatos alcanzó el cuerpo de Alexis que dormía cerca de él. Sobresaltado, el muchacho se levantó de un salto. El ruido del altercado comenzó a desvelar al resto de los ocupantes de la lóbrega prisión. Antes de que nadie lograra estar despejado del entumecimiento que sigue al sueño como para atestiguar cómo llegó hasta allí; Gharin se encontraba consciente y cerca de su amigo. Falo se arrastró como pudo lejos del alcance de Allwënn. Éste ya había perdido todo interés en él y lo había centrado en el cuchillo que yacía a pocos centímetros de su brazo. Llegó tosiendo, a bandazos, hasta el extremo más alejado y oscuro de la carreta, donde se puso de pie.
—¡¡Allwënn, Allwënn ¿Qué ocurre?!! —Con una mano en el hombro Gharin hizo erguir al extraño personaje de ojos verdes que enseguida mostró a su amigo y al resto, los centímetros mortales de metal de la navaja de Falo.
—El cuchillo—. Nosotros, aún turbados, mirábamos incrédulos. Sasi tuvimos que hacer un esfuerzo por intentar reconstruir la escena. Aún toda aquella dramática y alterada situación nos seguía pareciendo un tanto sin sentido.
—No sé cómo diablos habrá hecho para conservarlo —seguía diciendo el muchacho de sucios cabellos negros gesticulando amplios ademanes de incomprensión.
—Un cuchillo —interrumpió Gharin—. Así que el muy bastardo tenía un cuchillo.
—Llevamos horas durmiendo y el maldito crío tenía un afilado y puntiagudo filo de acero, ¿Puedes creerlo? —Para nuestra sorpresa las palabras de Allwënn no iban impregnadas de dureza, como habría sido de esperar. Su faz no estaba endurecida por la cólera. Muy al contrario, ofrecía un rostro sonriente. Poseía esa sonrisa extraña y boba, fruto del desconcierto y la sorpresa que siguen a una buena noticia no esperada.
Falo no se veía, se intuía por entre la densa cortina de sombras que dominaba aquella alejada porción de la carreta. Sin embargo, llegaba hasta nosotros su respiración, sonora y excitada. No sabíamos si por culpa del trago pasado o de la ira. Odín creyó adivinar el sentido de los comentarios de los chicos.
—Es un bocazas, ya intentó usarla conmigo.
—¿Qué pasa, calvo mamón? Que no has tenido huevos de venir a quitármela tú solo, que te has buscado nuevos amigos —Falo elevaba la voz. Era obvio que aquel provocador nato estaba ya muy caliente. El resto de nosotros entendió enseguida que aquella situación reventaría con el próximo que le dirigiese la palabra. Falo sólo buscaba una excusa para descargar su ira y allí había armas de por medio. No obstante, aquellos dos sucios personajes no parecían interesarse en absoluto por la creciente escala de vehemencia del irritable pandillero. De hecho, Gharin levantó la vista de la punzante hoja que las encalladas manos de su amigo sostenían y sus orbes azules turquesa se clavaron directamente en los ojos de Falo. Parecía que fuese capaz de verle al través de la maraña impenetrable de tinieblas.