Se marchó con tanto sigilo como había venido y yo me quedé pensando en lo ocurrido. Con ayuda de las gafas leí la tarjeta de visita de la subinspectora
SUBINSPECTORA VICTORIA ARROZALES
SERVICIOS ESPECIALES DE SEGURIDAD DEL ESTADO
NEGOCIADO DE TERRORISMO Y ATENTADOS
y un número de teléfono. A continuación examiné la foto: la calidad no era muy buena, pero se distinguía perfectamente su aspecto rudo, su piel oscura, su cabello ensortijado y, en general, los rasgos de un extranjero, y no precisamente de los que dan vueltas en el bus turístico. Desde luego, algo muy extraño había en todo aquello. A juzgar por la especialidad de la subinspectora, se trataba de un asunto por completo ajeno a mi mundo y a mi experiencia, no sólo actuales, sino pretéritos. Por qué, entonces, después de tantos años, en lugar de venir a preguntarme por los pequeños delitos propios de un barrio como aquél y los chorizos y bandas de jovencitos descarriados con quienes, dicho sea de paso, no tenía ningún contacto, porque a ninguno de ellos se le ocurría venir a cortarse el pelo a mi establecimiento, mi colaboración era solicitada con apremio en relación nada menos que con un presunto terrorista. Todo me sumía en la confusión, incluida la necesidad de poner o no un signo de interrogación al final del párrafo precedente. Por suerte, con estas cábalas se me pasó el tiempo sin sentir y estaba absorto en ellas, o quizá dormido, cuando me devolvió a la realidad la voz de Quesito, que venía a dar cuenta de sus diligencias matutinas.
Siguiendo mis indicaciones, había acudido a la dirección de la calle Calabria y en ésta a un edificio de pisos, en uno de los cuales tenía su sede un centro de yoga y meditación, según anunciaba un rótulo en el portal que decía:
CENTRO DE YOGA DEL SWAMI PASHMAROTE PANCHA
El rótulo no especificaba el contenido de las actividades que allí se realizaban. Averiguado esto, y como no había portera a la que interrogar, Quesito se había limitado a montar guardia frente al edificio. En ello había invertido la mañana entera, salvo una breve interrupción para ir a comprar un Magnum, que había saboreado en el puesto de observación. Tanto tiempo y tanto desvelo habían dado muy poco rendimiento, porque, dadas las fechas y la temperatura, poca gente había entrado y salido del edificio, prefiriendo todo el mundo postergar cualquier actividad para otra estación más benigna, y los pocos que habían entrado, salido o hecho ambas cosas tenían un aspecto muy normal, por lo que había resultado imposible saber si dichas entradas y salidas guardaban relación con el local objeto de vigilancia.
—Al final —concluyó con abatimiento—, ya no sabía qué estaba haciendo allí. Sólo sabía que, fuera lo que fuese, no tenía el menor sentido.
—Esto que acabas de describir —le dije— se llama trabajar. Conseguirlo requiere estudio, esfuerzo, tesón y mucha suerte. Conservarlo, lo mismo. Confío en que la práctica te haya servido de estímulo. En cuanto a lo de hoy, has hecho lo que has podido. Me gustaría saber si el tipo del Peugeot 206 rojo trabaja en el centro de yoga. Lo cierto es que llamó desde ese número. Ya lo averiguaremos. Ahora vete a tu casa, dúchate, que buena falta te hace, y come lo que te den sin rechistar ni dejar nada en el plato. Te puedo asegurar que yo haré lo mismo, salvo la ducha, pues carezco de ella.
—¿He de volver a montar guardia esta tarde? —preguntó—. Había quedado con una amiga para ir al cine.
—Está bien. Procura ver una película educativa, no una mamarrachada con efectos especiales. Y ten el móvil siempre conectado. Si llaman, no hagas como otras veces y entérate de algo. Si no hay novedad, yo te llamaré mañana por la mañana para darte nuevas instrucciones. Y no te olvides del dinero.
Prometió hacer algo al respecto sin demasiada convicción. No me importó: tras la ominosa incorporación de la subinspectora a la trama, prefería mantener a Quesito alejada del teatro de operaciones. No quería que corriera peligro, de haberlo, y, de todos modos, no me iba a ser de ninguna utilidad. En su lugar, decidí recurrir, como se debe hacer siempre, a profesionales acreditados.
Al bajar del autobús no soplaba una gota de aire y las Ramblas presentaban un aspecto desolado. Apenas media docena de turistas se arrastraban de sombra en sombra, dispuestos a amortizar el costo del forfait. Hice de tripas corazón y emprendí la travesía. Por suerte, no tuve que caminar mucho para dar con el sujeto objeto de mi búsqueda.
—¿Cómo te va, Juli?
Con un gesto imperceptible para una audiencia inexistente señaló un platillo colocado a sus pies, en cuyo centro relucía una solitaria moneda de un euro, seguramente puesta allí por el propio Juli a modo de incitación. Kiwijuli Kakawa, por todos llamado el Juli, era un hombre sin suerte y lo fue desde el día de su nacimiento, ocurrido en el seno de una tribu del África occidental que no dispensaba un trato preferente a los albinos. Después de una odisea ardua, larga y cara, consiguió ganar a nado la playa de Salou, para regocijo de los bañistas. Sin papeles ni esperanza de obtenerlos, adquirió una licencia falsificada para ejercer de estatua viviente en la Rambla de las Flores sólo por las mañanas. Suponiéndole más prestigio local del que en realidad goza, optó por encarnar a don Santiago Ramón y Cajal. Con dinero prestado compró el vestuario y el equipo. Los profesionales de éxito contratan a uno o varios ayudantes para que persigan a los desalmados que a veces intentan pispar la recaudación prevaliéndose de la inmovilidad de la parte perjudicada. El Juli no podía permitirse pagar a nadie, con lo que no sólo se quedaba casi siempre sin el escaso monto acumulado en el platillo, sino que al cuarto día de trabajo le robaron también el microscopio. Como no podía comprar otro ni cambiar de personaje, puso un cartel que decía:
DON SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL EN EL MOMENTO DE DESCUBRIR LA POLARIZACIÓN DINÁMICA DE LAS NEURONAS A SIMPLE VISTA.
—Puedes ganar el doble —dije señalando el euro y simulando creer en su legítima procedencia— si haces lo mismo en la calle Calabria.
Durante un rato no modificó el estudiado gesto de asombro ante el portentoso descubrimiento científico; luego movió los labios para decir:
—¿No podría ser en la calle Villarroel? Cerca del Clínico pasa más gente.
—No. Ha de ser delante de un edificio concreto. Quiero vigilancia ininterrumpida. Y Calabria está muy bien: hay muchas tiendas abiertas. Con la crisis, este verano no se ha ido nadie de vacaciones.
Era mentira, pero no me costó demasiado convencerle, porque se lo creía todo. Lo dejé preparando el traslado y aún tuve tiempo de comprar un cactus de oferta en un tenderete para no presentarme de vacío en casa de la familia Siau.
Desafiando las radiaciones solares, el abuelo, el padre, la madre y el pequeño Quim me esperaban formados a la puerta del bazar y recibieron mi sudorosa aparición con una sincronizada reverencia, salvo el abuelo, que a causa de la artritis ya llevaba la reverencia puesta. Contesté con una inclinación tan profunda que me pinché la cara con el cactus.
—Oh, no debería haberse molestado —dijo el señor Siau—. Aquí tenemos miles de cactus. De plástico. Por sólo 0,99 euros; con olor a fresa 1,19 euros. Pero pase usted, póngase cómodo y tome posesión de nuestro humilde hogar. El honorable pollo está a punto y el arroz lleva apelmazado desde las ocho de la mañana.
No me hice de rogar y, no obstante la dificultad inicial de los palillos, que la señora Siau, alarmada, solventó yendo a buscar un tenedor y una cuchara, al cabo de unos minutos ni el buitre más concienzudo habría podido arrancar un vestigio del reluciente esqueleto. Me deshice en elogios con una vehemencia que provocó un surtidor de granos de arroz y el señor Siau, mientras su mujer y su hijo volvían a doblar las servilletas de papel y las metían en su correspondiente paquete para ponerlo a la venta, me dijo:
—No quisiera pecar de inmodestia, pero yo lo pienso y sus sinceros elogios lo corroboran: mi honorable esposa cocina como los ángeles, según su religión, o como los demonios, según la nuestra. Es una lástima que no pueda hacerlo profesionalmente. Sé que eso la haría feliz: además de llevar los pies vendados, una mujer ha de realizarse ejercitando sus habilidades en otros campos. Por no hablar de las ganancias que se podrían obtener.
—No haga caso de mi humilde marido —dijo la interesada sumándose a la conversación—. Exagera por amor y también por gran codicia.
—¡Kia! —replicó él—. Lo de hoy no ha sido nada. Espere a probar la ternera en salsa de ostras o el pato lacado o…
—¡Las cocletas de la mama! —gritó el pequeño Quim, con muestras de entusiasmo y de ejemplar integración a las costumbres locales.
—Incluso había pensado —prosiguió el emprendedor marido— ampliar el negocio poniendo unas mesas en la acera, con una pérgola de bambú de plástico y por la noche con farolitos a pilas y servir un menú sencillo, barato y nutritivo.
—Con permiso de General Tat —terció el abuelo.
—Pues por mi parte —dije levantándome de la mesa— sólo puedo desearles fortuna en sus proyectos. Ahora, por desgracia, debo volver a mi trabajo. Gran peluquería no admite holganza. Si desean cortarse el cabello y si usted, señora, desea teñirse de rubio o hacerse la permanente para diferenciarse de otras mujeres de su raza, no duden en venir sin necesidad de pedir hora. Les haré descuento.
Reiterando las reverencias, volví al horno donde me esperaban largas horas de inacción, una parte de las cuales invertí provechosamente en una siesta.
De la que desperté poseído de una terrible angustia. A ella contribuía, dejando aparte la temperatura, la humedad, el ruido, las tufaradas procedentes del alcantarillado, los Moskitos (anofeles, tigres y normales), las chinches, las cucarachas y otras alimañas pendientes de clasificación, la opulenta comilona en cuya digestión mi organismo se afanaba acusando lo inusual de los ingredientes y la falta de costumbre. Pero fuere cual fuese el combustible de aquella angustia, su razón principal era muy otra y se me presentaba con una claridad meridiana: Rómulo el Guapo estaba en peligro, sólo mi actuación rápida y certera podía evitar un desenlace fatal y por el momento mis pesquisas no avanzaban en ningún sentido.
Faltaba un rato para la hora del cierre, pero no me vi capaz de acallar el desasosiego. Me vestí, salí y cerré, no sin haber colgado en la puerta este cartel: Horario de verano. Se hacen excepciones por encargo.
Encontré al Juli en su puesto. Al advertir mi presencia con el rabillo del ojo, masculló:
—Cabrón. Me has engañado. Por aquí no pasan ni las ánimas del purgatorio.
—Ya pasarán. Los principios siempre son duros. Por eso he venido. Puedes dejarlo por hoy. ¿El euro es el mismo de la mañana?
—Sí. Está soldado al platillo. En este barrio de gente cabal no hace falta, pero en las Ramblas, ni te cuento. ¿De veras puedo dejarlo?
—Sí. Te daré los dos euros igualmente. Y si vienes conmigo, recogemos al Pollo Morgan y nos vamos a cenar los tres. Yo invito.
—¿Y ese rumbo?
—Consejo de guerra. No hace falta que te cambies. Hay prisa y así vestido estás muy bien. Por el camino me contarás qué has visto.
—Desde esta posición, poco se puede hacer. Además, los albinos somos cegatos durante el día. En cambio vemos por la noche, como los conejos. Los gatos y los conejos. Las liebres no. De todos modos, el centro de yoga está en la tercera planta. Lo he deducido al ver al swami asomarse a la ventana varias veces. Por el calor, supongo. Pero una vez en la ventana, miraba al cielo y juntaba las manos, como si aplaudiera despacito. Sólo verle quedé edificado y en paz conmigo mismo y con el cosmos.
—¿Cómo sabes que era el swami?
—Por la pinta: un tipo alto, enjuto, con gafas redondas, barba cana hasta la cintura, túnica blanca. O era el swami o era Valle-Inclán saliendo de la ducha.
Por sus orígenes africanos, el calor no afectaba al Juli, ni siquiera vestido con terno de franela y cuello de celuloide. En cambio, el Pollo Morgan había sufrido varias lipotimias a lo largo de la jornada. Estoicamente había recompuesto la figura e integrado los desmayos al personaje exclamando: ¡Muero por defender el honor de Portugal! Aun así, estaba débil y quejumbroso. Ni siquiera la perspectiva del convite le cambió el humor.
El restaurante, situado en las inmediaciones del Paralelo y oculto de la curiosidad de los viandantes por grandes contenedores de basura, se llamaba
Se vende perro
y el origen de este nombre, poco usual en los anales de la hostelería, era el siguiente: cuando su actual dueño, el señor Armengol, arrendó el local para abrir en él su restaurante, encontró en la puerta un rótulo, seguramente puesto por el anterior arrendatario, que decía lo transcrito, y el señor Armengol decidió conservarlo y dar de alta el establecimiento con ese nombre para no tener que pensar ni gastar más dinero. Esta muestra de negligencia, junto con otras, sirvieron para preservar el restaurante de críticas favorables, recomendaciones y modas y lo convirtieron en un lugar tranquilo, de precios muy ajustados y en el que no hacía falta reservar mesa con antelación por estar siempre libres todas.
Como aquella noche no era excepcional y al entrar nosotros no había otros comensales ni los habría cuando nos fuéramos, el señor Armengol nos saludó con deferencia, sin mostrar asombro al verme acompañado de un científico decimonónico y una reina con bigote que caminaba haciendo eses. Nos sentamos y nos presentó el menú del día:
Una zanahoria
— o —
Nada
— o —
Un plátano (mín. dos personas)
Con protestas airadas y un suplemento de 1,50 euros por barba se llegó a un KFC y trajo dos Crispy Strips y un cubilete de salsa. Después del banquete del mediodía yo no tenía hambre, pero quería quedar bien con los muchachos.
En el curso de la cena, el Pollo Morgan, tras maldecir el clima, las condiciones de trabajo y la caída en picado de sus ingresos una vez disipada la novedad de su implantación en el nuevo barrio, pasó a informar de los movimientos observados, tanto en el edificio como en
El Rincón del Gordo Soplagaitas
. El atestado era tan largo e insustancial como los anteriores, pese a lo cual anoté escrupulosamente las entradas y salidas de cada ente. Lo único interesante era el reiterado visiteo del tipo del Peugeot 206. Le pregunté si sus rasgos físicos coincidían con los del swami y respondió que para nada.