El enredo de la bolsa y la vida (6 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
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Me entregó el envoltorio y se fue corriendo. Al abrirlo me encontré con un suculento menú compuesto de pan de gambas, won ton frito, fideos tres delicias y una rodaja de sandía. Antes de tener tiempo de emocionarme ya me lo había zampado todo. Estaba exquisito. Luego, restablecidas las fuerzas y reconfortado el ánimo, cerré la peluquería y decidí, como había hecho tantas veces a lo largo de mi vida, recurrir a mi hermana.

5. El misterioso propietario de un Peugeot 206

A despecho de la adversa coyuntura, Cándida y su marido vivían con cierta holgura fiduciaria y espacial, a raíz del fallecimiento de la madre de éste, un luctuoso suceso, ocurrido tres años atrás, que les exoneró de muchas cargas y preocupaciones y les permitió recuperar una alcoba y retirar de la puerta el rótulo que rezaba: cuidado con el perro. Tan dolorosa pérdida no les impedía seguir cobrando la pensión de la difunta, así como el subsidio a personas dependientes y una beca para cursar estudios en la Facultad de Telecomunicaciones al amparo del programa de educación de adultos. Gracias a estas pequeñas artimañas administrativas, mi cuñado no pegaba sello y mi hermana había dejado de hacer la calle.

La jubilación de Cándida debería haber sido para ella una fuente de alegría, pero no lo fue. Con tanta perseverancia como poco éxito, Cándida había ejercido la prostitución callejera desde la niñez, y aunque había cosechado más cuchufletas que piropos y más palos que propinas y había contraído un verdadero catálogo de enfermedades, no sólo venéreas sino de otra índole, como el escorbuto, la cataplexia, la aerofagia, la podagra, el beriberi, el tabardillo, la fiebre aftosa, el cretinismo, el vómito negro y varios hongos, el súbito abandono de lo que había constituido durante décadas su diario quehacer le produjo la depresión que acompaña a muchas jubilaciones. A ello contribuyó no poco el que los habituales del sector en que ella faenaba, al tener noticia de su retiro, organizaron una verbena con cava y cohetes que le dolió en el alma. De la consiguiente postración ni su marido ni yo hicimos nada por sacarla, porque cuando estaba eufórica ya era un trasto inútil, y deprimida, al menos, no decía nada. Con entereza admirable, ella misma salió del trance buscando consuelo en la religión. Iba a misa sin parar, hacía novenas y triduos y no había ceremonia sacra ni procesión a la que no aportara sus desafinados cantos, su fealdad y su peste. La dejamos hacer hasta que el coadjutor de la parroquia, aprovechándose de su reciente fanatismo y su congénita sumisión, empezó a explotarla haciéndole fregar la rectoría, lavar y planchar sus hábitos sacerdotales y su ropa de seglar, incluida la del gimnasio, y prestarle todo tipo de servicios sobre cuya naturaleza ni ella nos informó ni nosotros le preguntamos. Más tarde empezó a sacarle dinero a cambio de estampas y medallitas y acabó vendiéndole una muela de Juan XXIII por la exorbitante suma de cincuenta euros. Al día siguiente, mi cuñado y yo esperamos al coadjutor a la puerta de la parroquia, lo llevamos a un portal oscuro y le dijimos que si volvía a tener tratos con Cándida le meteríamos la lanza de Longinos por el culo. El tipo captó el mensaje y a partir de entonces, sin explicación ni previo aviso, la Iglesia dio a la incauta beata con la puerta en las narices. Sin guía espiritual y sin dinero para obras pías, Cándida se vio obligada a dar rienda suelta a su devoción a su aire y por sus medios, hasta que un día la pillaron en la catedral encendiendo pedos delante del altar de santa Rita y le prohibieron la entrada en todos templos y recintos consagrados de la cristiandad. Creo que ahora, después de probar con los evangelistas y los testigos de Jehová, practicaba el animismo. Huelga decir que estas experiencias no habían aumentado su sensatez, agudizado su inteligencia ni mejorado su carácter.

—Ya he cenado —grité a modo de saludo al ver que enarbolaba una plancha para darme con ella en la cabeza—. Sólo venía a interesarme por ti y a ver a Viriato, mi modelo en la vida.

Atocinado, zafio y sudoroso acudía el aludido al reclamo de mi voz y los denuestos de su consorte.

—¡Adelante! ¡Cuánto bueno! —dijo con mal fingida jovialidad—. ¿Y cómo va el negocio? ¿Eh?, ¿eh?

—Como nunca —respondí ambiguo. La peluquería era de su propiedad y yo, aunque hipotecado el local, pignorados los muebles y utensilios y hundida la razón social en irredimible bancarrota, siempre le presentaba un balance esplendoroso, no fuera a traspasarla y dejarme a mí en la calle—. Ello no obstante —agregué a renglón seguido—, una pequeña ampliación de capital no estaría de más, vista la agresividad de la competencia.

Después de una dura negociación, el miserable me prestó cuarenta euros al veinticinco por ciento de interés semanal. Eran más de las nueve cuando llegué jadeando a donde me esperaba petrificado el Pollo Morgan. Supuse que lo encontraría irritado por la tardanza e intransigente en cuanto al pago, pero con gran sorpresa mía me saludó agitando el cetro, saltó del pedestal y admitió haber recaudado una suma muy superior a las previsiones más optimistas.

—Al principio me miraban con extrañeza —dijo mientras iba guardando sus haldas en un hatillo hasta quedarse en tanga—, pero luego han debido de pensar que me había instalado aquí porque el barrio se está poniendo de moda y les ha dado un subidón. Pobre gente.

—No sabes cuánto me alegro. ¿Ha pasado algo interesante?

—Ca. Como en la mañana. Un poco más de movimiento al ponerse el sol. La tía buena salió y entró un par de veces. A las siete volvió el del Peugeot 206. Tuvo suerte y lo aparcó en la esquina. Ahora está en la casa.

—¿Tú crees que pernocta?

—No lo excluyo. Al entrar se iba tocando los huevos.

—¿Ha pasado por el bar?

—Sí. A tomarse una clara.

—Confío en que le hayan dado el recado. Me gustaría saber quién es. Tú vete a descansar. Mañana te quiero aquí a primera hora. Yo me quedaré un rato de vigilancia.

—Vale, pero no hagas de estatua. El sindicato no admite intrusos, y menos en zonas lucrativas.

—Descuida, Pollo, no tengo talento para el arte escénico.

Se fue y yo entré en
El Rincón del Gordo Soplagaitas
. Como la honradez del Pollo Morgan me había ahorrado el pago de sus servicios, tuve la tentación de pedir una Pepsi-Cola, porque me encanta y porque la comida china me había dado una sed infernal, pero preferí reservar los fondos para el futuro. Pedí agua del grifo y con eso me entretuve un par de horas, vigilando el portal y mirando de reojo videoclips en un televisor gigante colgado sobre la barra. El gordo seguía detrás de la barra pero no dio muestras de reconocerme y yo me abstuve de entablar conversación. Por el momento era mejor pasar inadvertido, cosa fácil toda vez que mis facciones sólo llaman la atención de los primatólogos, lo cual resulta muy ventajoso en ciertos momentos. En otros, francamente, no.

Hacia las once había cesado toda actividad en la calle y en el bar, vacío desde hacía un buen rato, habían apagado la televisión, la cafetera y todas las luces salvo una bombilla de bajo consumo. Dejé veinte céntimos en la barra y me fui. El Peugeot 206 seguía estacionado en el mismo sitio. La temperatura no había bajado, la humedad relativa había aumentado. Llegué a la puerta de casa sudoroso y exhausto. Antes de entrar llamé desde una cabina a Quesito pero su móvil me salió por peteneras diciendo estar apagado o fuera de cobertura. Subí, me lavé los calzoncillos y los calcetines, los tendí en la lámpara del comedor y me metí en la cama.

Conocedor de las costumbres de la juventud de hoy día, no quise volver a llamar a Quesito a primera hora de la mañana siguiente y perder tontamente otra moneda. Por eso me causó muy buena impresión verla entrar bastante temprano en la peluquería para contarme que la víspera, a la hora de cenar, había telefoneado un individuo para un asunto relacionado con un vehículo y una compañía aseguradora.

—¡Qué suerte! —exclamé—. ¿Quién era?

—No lo sé. Le dije que no sabía de qué me estaba hablando y colgó.

—¡Maldición! Hemos perdido el contacto otra vez.

—Bueno, al menos sabemos su número de teléfono.

—¿Te lo dio?

—No, pero quedó registrado en mi móvil.

—¡Admirable invención!

Llamé desde la cabina y respondió una voz femenina sobre una música acariciadora.

—La verdadera paz está en nuestro interior. Si desea meditar en catalán, pulse uno; si desea meditar en castellano, pulse dos; para otros asuntos, manténgase a la espera. —Transcurrido un rato, amenizado con flautas y sonajas, la misma voz dijo en tono agrio—: ¿Qué coño quiere?

—Hablar con el encargado de la entidad —respondí suavemente.

—El swami no puede atenderle en este momento. Está reunido con el Dalai Lama. En el plano espiritual, se entiende. ¿Desea que le dé hora para una primera consulta? Son cien euros.

—El swami bien los vale. Anóteme e indíqueme el lugar adonde debo guiar mis venturosos pasos.

Me dio hora para el lunes siguiente y una dirección en la calle Calabria.

—Es muy caro —exclamó Quesito cuando hube finalizado la llamada y le hube referido lo hablado—. ¿Va usted a ir?

—Como paciente, no. Pero en cuanto pueda le haré una visita de otra índole. Y no estaría de más que te acercaras a esa dirección y echaras un vistazo. Esta tarde vuelves y me das el parte. Pero no metas la pata. Sólo mirar, desde fuera.

Se fue muy decidida. Yo no confiaba mucho en la utilidad de su información, pero me pareció bien hacerla trabajar un poco. Por más que careciera de experiencia en estas lides, no parecía tener un pelo de tonta.

Poco antes del mediodía, cuando las tripas ya llevaban rato haciendo ruido, entró en la peluquería una mujer joven, no muy alta, de constitución maciza, facciones regulares y expresión resuelta. En cuanto me puse a dar chicuelinas con la bata, levantó la mano y en un tono de leve sarcasmo dijo:

—Descansa, maestro. Vengo a otra cosa.

—Podemos hablar mientras le lavo y le marco —insinué para ganar tiempo, porque para entonces ya sabía a quién me enfrentaba. Ella sacó una foto del bolsillo interior de la cazadora y me la mostró. Se trataba del retrato de un hombre cuya identidad me resultaba desconocida, especialmente sin gafas.

—¿Lo conoces? ¿Le has visto?

—Ni una cosa ni otra —dije—. Salgo poco. ¿Quién es?

—Yo pregunto. Tú contestas.

—Lo hacía para ayudar.

—Pues vuelve a mirar la foto y haz memoria. Cuento hasta cinco y luego te arreo. Cuatro y cinco, ¡toma!

Me largó un bofetón. Como conozco la broma de antiguo, me aparté lo justo para no recibir el golpe en plena cara.

—De haberlo visto, se lo diría —dije—. Si revisa mi expediente verá que siempre me mostré cooperativo.

Dejó la foto sobre la repisa y me dirigió una sonrisa torcida.

—He leído lo que dejó escrito sobre ti el comisario Flores, que Dios tenga en su gloria.

—Y allí lo guarde por los siglos de los siglos. Tuve el honor de trabajar con el comisario Flores en varios casos. Eran otros tiempos, claro. Ahora los métodos han cambiado.

—No te hagas ilusiones.

—¿Puedo preguntarle su nombre de usted? Para manifestarle el respeto y la obediencia que en su día derroché con el llorado comisario Flores.

—Para ti, subinspectora Malaspulgas.

—¿Seguro que no quiere que le recorte las puntas, subinspectora? El deber y el coraje no están reñidos con la estética. Y es gratis.

Leí la duda en sus ojos. Pocas personas se resisten a una oferta semejante.

—¿Tardarías mucho en arreglarme las greñas? He quedado para comer a las dos.

—Estaremos listos en un periquete. Tiene usted un cabello muy maleable y de muy buena calidad. No necesita potingues. Póngase cómoda. Si quiere, le guardo la pipa en la trastienda.

Se quitó la cazadora y la colgó del perchero. En camiseta perdía autoridad, pero ganaba atractivo. En vez de sobaquera, llevaba la pistola en la rabadilla, entre la falda y las bragas. La dejó también sobre la repisa, al lado de la foto.

—Si me haces un trasquilón vas a la trena.

—Pierda cuidado. ¿Por qué lo buscan? Al de la foto.

—Eso no te incumbe.

—Sin embargo, usted ha venido directamente a preguntarme si le he visto. ¿Cuál sería, de haberla, la conexión?

—Estamos al comienzo de las pesquisas. No debemos avanzar conclusiones.

—Pero sí trabajar sobre hipótesis, como solía decir el comisario Flores, que ahora nos mira desde el cielo. Vayamos por partes, si me lo permite. Yo soy un honrado peluquero. Y ese tipo, ¿qué es?

—Lo sabrás cuando proceda. Y tu condición la decidimos nosotros. De momento, oído al parche. Te dejaré la foto por si al volverla a ver se te refresca la memoria. Y mi móvil.

Se levantó, descolgó la cazadora de la percha, sacó una tarjeta de visita y me la entregó. Sin tratar de leer su contenido, para no poner de manifiesto mis dioptrías, la dejé en la repisa, junto a la foto. En aquel momento se metió en la peluquería algo parecido a una bolsa de basura en zapatillas y dijo:

—Disculpen molestia. Estaba dando imprudente paseo a pleno sol y sentí mareo. Para no pillar insolación decidí refugiarme en gran peluquería. Ignoraba que tuviera honorable clienta. —Hizo una dificultosa reverencia a la subinspectora y añadió dirigiéndose a ella—: Elegante chaqueta. Hermosa fisonomía. Grandes melones. Ya me voy.

—No hace falta —dijo la subinspectora—. La que toca el pirandó es mi menda.

Se puso la cazadora, se volvió a mirar al espejo, se sonrió a sí misma y, sin dirigirme una mirada, fue hacia la puerta. Al pasar junto al anciano amagó un puntapié mientras decía con gracejo:

—¿Kung fu, abuelete?

—No, señora. Kung fu en películas. En mi pueblo levantábamos piedras, como en Vascongadas.

Cuando se hubo ido, ofrecí asiento y un vaso de agua al abuelo Siau.

—No se moleste —dijo éste—. Insolación es mentira. Estaba delante de puerta de bazar y vi entrar mujer en gran peluquería. Como tardaba en salir, vine para echar mano. Con policía nunca se sabe. ¿Qué venía buscando?

—Información. Nada que ver conmigo. No volverá. Pero le agradezco la buena intención. ¿Cómo adivinó que era policía?

—En todas partes misma jeta. Desconfíe de policía. Siempre esconden algo. Nunca sueltan presa. ¿Le gusta comida oriental? Mi nuera está preparando pollo cantonés. Para chuparse dedos. Será un honor si acepta compartir nuestra humilde mesa. Dos y media en punto. Ciao.

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