El clima de Barcelona, constante, temperado, húmedo y penetrado de efluvios salinos, goza de merecida fama entre los virus y las bacterias. El resto de los seres vivos lo soportamos como podemos, pero hay consenso en que, de todo el insalubre discurrir de las estaciones, el verano es con mucho la más ignominiosa y despiadada. Y aquél estaba siendo un verano especialmente malo. El que podía despegar los zapatos del asfalto se había largado a otros parajes y si por las zonas céntricas o pintorescas de la ciudad deambulaban algunos turistas andrajosos y deshidratados, ninguno venía a desparramar sus fofas nalgas por el vandalizado mobiliario urbano del barrio donde habito y trabajo. De lo que cabe inferir que mi negocio iba de mal en peor. En vano me ponía a la puerta del establecimiento exhibiendo mi más falsa sonrisa y haciendo juegos malabares con el instrumental propio de mi oficio; en vano pregonaba en vistosos rótulos descuentos y ofertas, obsequios y sorteos. Monótonas pasaban las horas y los días y en la peluquería sólo se personaba de tanto en tanto un empleado de la Caixa reclamando pagos y profiriendo insultos y amenazas. Por eso aquel mediodía achicharrado, cuando el susurro de unos pasos turbó mi modorra y en la entrada se perfiló una figura, me limité a mascullar:
—Dígale al jefe que pasaré a pagar el lunes sin falta.
Estas promesas nunca convencen, pero suelen surtir un efecto dilatorio. Sólo una vez un meritorio deseoso de ascender sacó un espray y pintó en la fachada: cerdo moroso. Pero en aquella ocasión la figura siguió adentrándose en el local y escudriñando la penumbra.
—¿Está usted ahí? —preguntó una voz femenina e infantil.
—Sí, ¿qué se le ofrece?
Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y distinguió mi bulto en el rincón donde me había estirado en busca de un frescor inexistente.
—Se lo diré si me presta un poco de atención. No le haré perder mucho tiempo. Y si viene algún cliente, me esperaré tanto rato como haga falta. —Hizo una pausa y luego, como si percibiera mis dudas, añadió—: Vengo de parte de Rómulo el Guapo.
Había en su dicción un deje de humildad y de angustia que ahuyentó mi sopor. Me levanté, fui al lavabo, me remojé la cara y mientras me pasaba un peine por las greñas la observé con detención en el espejo. No debía de contar más de trece años de edad ni era muy alta, ni en exceso flaca. Sin ser de facciones regulares, tenía una cara simpática, con los ojos muy juntos, como predispuestos al estrabismo. Los dientes, más grandes que la boca, la obligaban a adoptar una sonrisa perpetua, aunque en aquel momento su mirada reflejara inseguridad y turbación. Llevaba un vestido veraniego muy sencillo, probablemente comprado en un bazar oriental.
—¿Qué le pasa a Rómulo el Guapo? —pregunté.
—No lo sé —repuso—, pero me temo lo peor. Por eso he venido a buscarle. Usted es su amigo. Y él le tenía mucho aprecio. Me hablaba a menudo de los tiempos en que compartieron alojamiento. Siempre elogiaba sus virtudes, encomiaba su ingenio y celebraba su valor. Muchas noches, de pequeña, me dormí oyendo a Rómulo el Guapo referir las fascinantes historias que usted había protagonizado y que él recordaba con detalle y narraba con entusiasmo. De este modo aprendí a conocerle sin haberle visto y en mi imaginación me lo representaba como Batman o como el Increíble Hulk. Recuerdo vivamente algunos casos extraordinarios, como el de la cripta embrujada o el laberinto de las aceitunas. Y me emocioné al oír cómo había resuelto el asesinato en el comité central.
—Sí, ahí me lucí. ¿Dices que Rómulo el Guapo te contaba historias antes de dormir?
—Sí, señor. Rómulo el Guapo fue como un padre para mí. Yo nunca conocí al mío, ¿sabe?
—Vayamos por partes. ¿Quién eres?
—Es verdad, no me he presentado. Son los nervios. Hace días que le busco. No me ha sido fácil localizarle. Ni siquiera sabía que trabajaba en una peluquería. ¿Es suya?
—Tengo un socio. Absentista. ¿Cómo te llamas?
—Todos me llaman Quesito.
—Es ridículo. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Marigladys.
—Bueno, después de todo, Quesito no está tan mal. Continúa.
Trece años atrás, la madre de Quesito, según me contó ésta, había tenido una fugaz aventura amorosa con un desaprensivo que desapareció sin dejar rastro y del que ella quedó embarazada de Quesito. Sin familia ni medios de fortuna y con escasos estudios y aptitudes, ambas sobrevivieron con el magro producto de los trabajos ocasionales de la madre de Quesito, el último de los cuales, como empleada en una empresa de limpieza de inmuebles, le permitió conocer a Rómulo el Guapo, a la sazón conserje del edificio de cuya limpieza se encargaba la madre de Quesito. Pese a la diferencia de rango entre un conserje uniformado y una simple fregona, entre ésta y aquél surgió una buena relación de camaradería. Rómulo el Guapo estaba casado con una mujer muy hermosa que, sin embargo, no colmaba sus anhelos. Por su parte, ella, la madre de Quesito, le hizo partícipe de sus dificultades materiales y Rómulo el Guapo, conmovido y solidario, la socorrió en la medida de sus posibilidades, bien ayudándola a abrillantar metales, cambiar bombillas fundidas, llevar la basura a su correspondiente contenedor y otras labores compatibles con la dignidad de un conserje, bien mediante ocasionales aportaciones en efectivo. Por todo ello, Rómulo el Guapo nunca pidió ninguna compensación, salvo la satisfacción de haber hecho el bien y de haber ayudado a una madre soltera en apuros. Como en aquella época, dada su posición y su nivel de ingresos, Rómulo el Guapo poseía un automóvil, muchas tardes acompañaba a la madre de Quesito al domicilio de ésta, no sin antes pasar a recoger a la pequeña por la puerta de la escuela pública donde cursaba sus estudios. De este modo surgió entre Quesito y Rómulo el Guapo un tierno afecto que duraba hasta el presente. Cuando Rómulo el Guapo se quedó sin empleo, siguió visitando a la madre y a la hija y, no obstante la precariedad de su situación económica, nunca aceptó la ayuda que la madre de Quesito le ofrecía con insistencia; por el contrario, siempre acompañaba las visitas de pequeños y delicados obsequios, como revistas femeninas, golosinas, frutas de temporada y complementos, sin duda adquiridos en algún bazar oriental del tres al cuarto.
Al concluir este relato, los ojos de Quesito estaban empañados y yo luchaba inútilmente contra la modorra.
—Pero todo esto ha cambiado inesperada y repentinamente —dije para reconducir la conversación a sus orígenes.
Las incipientes lágrimas que empañaban los ojos de Quesito se convirtieron en copioso llanto. Esperé un rato, le tendí un trozo de papel higiénico para que se sonara y la insté a seguir, preguntando con afectado desinterés:
—¿Qué le pasa a Rómulo el Guapo?
—No lo sé —dijo ella—, pero me temo lo peor. Hace unos días encontré en el buzón una carta de Rómulo dirigida a mi nombre. Al principio pensé que me enviaba algo: una foto, un recorte, quizá entradas para un musical. Antes nunca se había comunicado conmigo por este medio tan antiguo. Pero al abrir el sobre… —Rebuscó en una bolsita que llevaba colgada en bandolera, sacó un sobre y me lo tendió—. Léala usted mismo.
Dentro del sobre había una hoja doblada. La desdoblé: estaba escrita a mano por una sola cara, con renglones irregulares y letra temblorosa. Busqué las gafas, me las puse y leí:
Quesito: ésta será con certeza la última noticia que tendrás de mí, quiero decir de mi puño y letra, porque es muy probable que en breve mi nombre circule por los medios de difusión con vilipendio. No hagas caso, y menos de lo que digan en la televisión. Ya sabes cómo les gusta criticar y chinchar, especialmente al que tienen delante, a veces de un modo soez y desconsiderado. No sé cómo lo aguantan, aunque me han dicho que en estos programas hay mucho teatro y que los participantes cobran por zaherir y ser zaheridos. Lo único que te pido es que me recuerdes siempre con tanto cariño como el que ahora me profesas. Yo también te quiero como si fueras mi propia hija. Pero no sufras por mí. Nunca te oculté que tenía un pasado violento. Creía haberlo dejado atrás, pero tarde o temprano el pasado vuelve a presentarnos su factura. Y lo mismo cabe decir de los programas deportivos, llenos de gritos, insultos y mala educación, ¡y qué vocabulario, madre mía! Cada minuto que pasa siento acercarse el peligro, a cada ruido que oigo se me para el corazón. Ojalá tenga tiempo de terminar esta carta y de echarla al buzón. Si la recibes, no se la enseñes a tu madre. Adiós, Quesito. Tú no sabes quién era Franco, con él no había libertades ni justicia social, pero daba gusto ver la televisión. Te quiere
Rómulo el Guapo
Volví a leer la carta con detenimiento, la doblé, la metí en el sobre y se la devolví a Quesito.
—En efecto, da que pensar —reconocí—. ¿Cuándo recibiste la carta?
—El lunes.
—¿Y cuándo viste a Rómulo el Guapo por última vez?
—Hace dos semanas.
—La última vez que le viste, ¿dijo o hizo algo inusual, remarcable o revelador? ¿Parecía preocupado, nervioso o impaciente?
—Ninguna de estas cosas. Claro que, en la difícil etapa de la preadolescencia, sólo estoy pendiente de mí misma.
—¿Quién más ha leído la carta?
—Aparte de usted y yo, nadie. Rómulo pedía expresamente que no se la enseñara a mi madre y no lo he hecho. ¿Debo enseñársela? No me gusta tener secretos con mi madre. Estamos muy compenetradas.
—No. De momento es mejor mantener el secreto. Ahora te haré una pregunta indiscreta. Has de contestarme la verdad. ¿Qué tipo de relación había entre tu madre y Rómulo el Guapo?
—¿Qué tiene que ver eso con la carta? —respondió enrojeciendo y frunciendo los labios a la par que el ceño.
—No lo sé, pero no me parece que debamos pasar por alto este aspecto de la cuestión. Lo que pueda haber habido entre ellos no me incumbe, pero si he de ayudarte, he de saber todo lo posible sobre las circunstancias del caso. Y la pregunta no es baladí: Rómulo el Guapo es un hombre muy atractivo y tu madre es ligera de cascos, o no estarías tú en el mundo.
—Eso ocurrió hace muchos años —repuso ella con firmeza—. Ahora mi madre es una mujer muy mayor. No tanto como usted, pero sí lo suficiente como para comportarse con cordura. No, mi madre y Rómulo sólo eran buenos amigos. Si hubiera habido algo más, yo lo habría advertido. No soy tan ingenua. Rómulo solía venir a casa de vez en cuando, a última hora de la tarde, pero nunca se quedaba mucho rato. Antes de cenar se iba, porque seguía viviendo con su mujer.
—¿Y sabe ésta de la amistad de su marido con vosotras?
Se encogió de hombros. Nunca le había parecido importante este detalle y se estaba aburriendo del interrogatorio. Miró su reloj de pulsera.
—He de irme —dijo—. Encontrará a Rómulo, ¿verdad? No puede abandonarlo: son amigos.
Reflexioné con rapidez y tomé una determinación.
—Antes —respondí—. Ahora ya no. Además, tengo mis propios problemas y no quiero líos. Y tú habrías de hacer como yo. Te voy a dar un consejo, Quesito. No soy quién para dártelo y acabamos de conocernos, pero no tienes padre y alguien te lo ha de dar. Estudia, sé aplicada y obediente, no te metas en líos, ve a la universidad, saca buenas notas y no te preocupes de los demás. Y menos de los mayores. Tu madre friega suelos por culpa de una calentura, Rómulo el Guapo es un delincuente y a mí no hay más que verme. Tómanos como ejemplo de lo que no hay que hacer. Y si acabamos mal, no es asunto tuyo. Nosotros nos lo hemos buscado. ¿Lo has entendido? En cuanto a la carta, llévasela a la policía. No te harán ni caso, pero si luego pasa algo, tú habrás cumplido. Y ahora, si no tienes nada más que decirme, me voy a comer.
Me miró de hito en hito. Por un momento pensé que se iba a poner a llorar, pero en el último momento se contuvo, se levantó de la silla y fue hacia la puerta. Allí se dio media vuelta.
—Oyendo a Rómulo hablar de usted, yo le hacía más altruista —susurró.
—Uno se cansa —respondí.
Salió. Al cabo de unos segundos volvió a entrar.
—¿Hay algo abierto por aquí? —preguntó—. Me muero de hambre y me gustaría comprarme un Magnum.
—Saliendo a la derecha hay un bar. Pero tendrías que comer algo más saludable y nutritivo.
—Eso mismo dice mi madre. En cambio Rómulo me daba todos los caprichos. Mire, por si cambia de opinión, le daré mi número de móvil. O dígame el suyo y yo le llamaré.
—Lo siento —respondí—. Sigo usando las cabinas.
Sin desalentarse sacó del bolso un bolígrafo y una agenda, arrancó una página, anotó un número, dejó el papel sobre la repisa y abandonó la peluquería sin despedirse ni volver la vista atrás.
Al cabo de unos segundos salí a la calle y la estuve siguiendo con la mirada. Era una simple medida de precaución, pero al verla alejarse con paso lento por el calor y desgarbado por su edad y complexión, un vago sentimiento de conmiseración me impulsó a llamarla. No me costó mucho vencer la tentación y, cuando se metió en el bar que yo le había recomendado, decidí dar por zanjado el incidente. Antes de entrar de nuevo en la peluquería, advertí que en la acera de enfrente, a unos cuantos metros a la izquierda, el propietario, gerente o encargado del bazar oriental había salido a la puerta de su establecimiento y se abanicaba con un paipái. Nos conocíamos de vista únicamente pero como en aquel momento no había nadie más en la calle, se sintió obligado a saludarme y a esbozar una sonrisa que venía a significar: vaya calda, ¿eh? Era un hombre de mediana estatura, delgado, debía de frisar la treintena. Sabía, por chismes oídos aquí y allá, que se llamaba Bling Siau, o algo por el estilo, y que tenía una mujer y un hijo. El bazar tenía una puerta estrecha de cristal y un escaparate minúsculo abarrotado de objetos de diversos tamaños, materiales y colorines que competían entre sí en fealdad, inutilidad y baratura. Sobre la puerta y el escaparate un gran cartel rezaba así:
BAZAR LA BAMBA
TODO PARA EL HOGAR – ARTÍCULOS DE OFICINA
MATERIAL ESCOLAR
MODA FASHION DE MUJER
OBJETOS PRENSILES (PARA LLEVAR) Y MÁS
¡AY, ARRIBA Y ARRIBA!
Respondí al mudo comentario de mi vecino con un ademán de asentimiento y levanté las cejas en señal de resignación frente al clima. En realidad oteaba el firmamento para ver si caía un rayo y lo fulminaba a él y reducía el bazar a escombros, pero las nubes se habían ido a descargar a otra parte dejándonos a merced de la canícula. Irritado por este aciago encuentro entré en la peluquería, me quité la ropa, me tendí en el suelo y esperando la llegada de la eventual clientela me quedé roque.