Se llevó de nuevo la mano al bolsillo interior de la chaqueta, rebuscó y la sacó vacía. La metió en otro bolsillo, luego en otro y así hasta recorrer todos los bolsillos de la chaqueta y los pantalones, y aún siguió palpando por si había un descosido y el arma homicida se había quedado entre la tela y el forro. Al final renunció y en voz alta, pero como si hablara para sí, exclamó:
—¡Me cago en la leche, me he dejado la pistola en casa!
Hubo un silencio denso, casi violento; ni a Emilia ni a mí se nos ocurría nada que hacer o que decir para evitarle la frustración que a todas luces le embargaba. Sus ojos negros, enmarcados en largas pestañas, se inundaron de lágrimas. Durante unos segundos no movió un músculo. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y gotas salinas se quedaban suspendidas en la mandíbula inferior hasta ser empujadas por nuevas gotas que discurrían por el mismo cauce, y entonces caían sobre la solapa de la americana, formando un pequeño ruedo negruzco.
—Es el fin —balbució—, o, peor aún, el principio de un largo camino hacia el final. Podríamos llamarlo así: el ocaso de la vida.
Se me encogió el corazón al verlo tan derrotado, pero no podía hacer nada y a Emilia debía de sucederle otro tanto, a juzgar por su expresión y el leve temblor de sus facciones. Al final logró decir en un tono que quería ser amistoso pero resultó maternal:
—Debe de ser el estrés de estos últimos días.
Rómulo el Guapo la miró, entrecerró los párpados, como si estuviera haciendo un esfuerzo para reconocer a la persona que acababa de dirigirle la palabra, movió la cabeza de lado a lado, se limpió la cara con la manga, echó a andar con movimientos rígidos, como si fuera una máquina mal engrasada, y salió del piso sin dirigirnos siquiera la mirada.
No sé cuánto rato permanecimos sentados Emilia y yo en el mísero living de su piso, sin decir nada, tratando cada uno a su manera de reubicar en nuestras respectivas vidas la patética escena de la que acabábamos de ser testigos involuntarios. Una vez más fue ella la que rompió el silencio.
—¿Tú crees que está perdiendo la memoria? —dijo.
En la pregunta había una súplica implícita y no pude negarme a atenderla.
—Como todos —dije quitando importancia al hecho—. En esta ocasión, yo no atribuiría lo sucedido a insuficiencia neuronal, sino a lo que los psiquiatras y sus pacientes llamamos un acto fallido, en virtud del cual, cuando el superego le ordenó eliminar a los testigos del presunto delito, el subconsciente le puso trabas para no causarte ningún daño.
Con un suspiro de alivio, Emilia dio por buena la explicación científica y añadió:
—¿De verdad tengo la culpa de todo lo que ha pasado?
—No soy quién para juzgar la conducta ajena. Sin duda has obrado de buena fe. Pero en ciertos aspectos te has pasado, Emilia.
Asintió humildemente, pero de inmediato hizo un ademán como si espantara un insecto y exclamó:
—No quería ver cómo se volvía torpe, maniático, calvo y tripón. Y menos imaginarlo envejeciendo, en bata y zapatillas, en aquel piso tan cursi, en compañía de una mujer que va por el mundo con aires de sex-bomb cuando sólo es una vulgar ama de casa. Si no podía convertirse en el enemigo público número uno, al menos quería que tuviera un final glorioso, cuando todavía estaba de buen ver.
En sus palabras y actitud creí percibir el aroma de los celos y en su decisión, más pasión que rectas intenciones, pero nuevamente me abstuve de hablar: si lo que sentía por Rómulo el Guapo era algo más que el compañerismo de que ambos hacían gala, era mejor que ella misma no lo supiera, puesto que acababa de perderlo de un modo irremisible.
Lo cual, en última instancia, no era asunto mío, por lo que, en lugar de buscar frases de consuelo, me puse a buscar una fórmula para salir de allí sin parecer grosero.
No me hizo falta: del recibidor llegó un hondo sollozo indicativo de la presencia de un ser doliente en aquel piso que, pese a sus menguadas dimensiones, estaba de lo más concurrido. Emilia reconoció de inmediato la procedencia del sonido y se levantó como impulsada por uno de los muelles rotos de la cochambrosa butaca al tiempo que Quesito hacía su entrada en el living.
—¿Desde cuándo estás ahí? —preguntó la alarmada madre.
—Desde el principio —repuso Quesito—. Lo he oído todo. No desde el recibidor, donde habría sido descubierta fácilmente, sino desde la cocina.
—Yo te hacía en la peluquería —dije.
—Señor, a estas alturas me sé de memoria todos sus trucos. Salí de casa, di una vuelta a la manzana, volví a entrar sin hacer ruido y me escondí. Como usted me enseñó, para descubrir un secreto hay que echarle cara y paciencia.
—Me siento orgulloso —dije—, pero has aprendido demasiado deprisa. Por lo demás, mi intención no era engañarte sin causa, sino ahorrarte el penoso espectáculo al que acabas de asistir.
Quesito me miró con la expresión de quien descubre una tarántula viva en la ración de albóndigas que le acaban de servir o, si la metáfora no resulta del todo aclaratoria, con una mezcla de aversión y pasmo.
—Toda la culpa es tuya —dijo con los dientes apretados y por ende de forma apenas inteligible—. Le has humillado y ya no le volveremos a ver más. —Al decir esto se evaporó su rabia repentinamente y, como si al enunciar las consecuencias del suceso adquiriese conciencia cabal de su significado, la sustituyó una aflicción acompañada de copioso llanto. Se cubrió la cara con las manos y corrió a refugiarse en otra habitación. Antes de cerrar la puerta de golpe la oímos gritar—: ¡Os odio a los dos!
Desbordados por la rapidez e intensidad de los acontecimientos, Emilia y yo volvimos a quedarnos mudos.
—Es la primera vez que me tutea —dije yo transcurrido un rato—. ¿Puedo considerarlo una buena señal?
—Yo no me haría muchas ilusiones —dijo Emilia—. Quesito adoraba a Rómulo el Guapo y nunca te perdonará que lo hayas convertido en un pobre hombre que sólo quiere sobrellevar tranquilamente su decrepitud.
—Yo no le he convertido en nada —protesté—. Él actuó conforme a su criterio, sin consultarme siquiera.
—Primero te pidió ayuda y le dijiste que nones, y ahora lo has puesto en evidencia delante de las únicas personas que todavía creían en él. Rómulo no era un héroe, pero hizo lo que pudo para salvar su reputación. Si Quesito le hubiera dado por muerto, habría guardado de él un recuerdo novelesco, habría superado la pérdida en un par de semanas y habría buscado una figura paterna de sustitución; un honor dudoso para el que tú encabezabas las candidaturas. Ahora lo has echado todo a rodar, ¿y sabes por qué? Por envidia. Porque Rómulo el Guapo siempre fue guapo y por eso tenía una mujer que en su día estuvo como un tren. Y porque supo ganarse el cariño de Quesito. Y el mío. Y para colmo es un pobre hombre que vale menos que tú.
—No me eches tú también todas las culpas de lo ocurrido —dije batiéndome en retirada—. Entre tú y Rómulo el Guapo llenasteis la cabeza de Quesito de fabulaciones y quimeras. Yo sólo soy un peluquero de señoras con un crédito de la Caixa: no se puede ser menos dionisíaco.
—Nada mitifica tanto como la ausencia —replicó Emilia—. ¿Dónde estabas cuando te necesitábamos las dos?
—¡Emilia, no me digas eso! ¡Sabes muy bien que me volvieron a encerrar!
—Sí, claro: unos van presos, a otros los matan, otros vuelven con su mujer. Quizá haya una diferencia moral; desde el punto de vista práctico, es lo mismo. Me dejaste sola. ¿Le llenamos la cabeza de fantasías? Bueno, ¿y qué? Él se parecía a Tony Curtis y yo no he hecho otra cosa que fregar suelos desde que te fuiste. Las cosas son como son. No vengas ahora a pedirnos cuentas.
Hube de reconocer que algo de razón tenía. Me levanté y me dirigí a la puerta. En el recibidor me detuve y volví sobre mis pasos. Emilia seguía sentada, con la mirada fija en la pantalla del televisor apagado.
—¿Me vas a dejar sumido en la incertidumbre? —le pregunté.
—Sí —respondió sin apartar la mirada del objeto de su escrutinio—. Es mi pequeña venganza; y tú tampoco sabrías qué hacer con la verdad. —Ya estaba en el rellano cuando añadió en un tono más amistoso—: El tiempo es cruel, pero también es terapéutico. Cuando empiece el curso y Quesito esté en el colegio, ven a hacerme una visita si tienes ganas. Después de todo, aquella vez no lo pasamos tan mal.
Ya en la calle busqué una alcantarilla y, asegurándome de no ser visto, arrojé la pistola que le había pispado a Rómulo el Guapo del bolsillo de la chaqueta cuando apareció de improviso y yo corrí a darle un abrazo de bienvenida. La había tenido a mano todo el rato, por lo que pudiera pasar, pero ahora ya no la necesitaba y era mejor hacerla desaparecer sin que nadie más que yo supiera de su existencia. Y porque no era cosa de que se me cayera en el autobús al sacar la tarjeta de anciano venerable.
Al llegar a la peluquería encontré en su interior a dos individuos de traje y corbata tomando medidas con un teodolito y un cartabón. Al advertir mi presencia me dijeron con buenos modos pero de forma tajante que no se podía acceder a la obra sin casco y mientras ellos estuvieran allí, ni siquiera con casco. El local estaba vacío; en la acera había un contenedor metálico en cuyo interior se amontonaban el sillón, el espejo, la palangana y su grifería, la bata, las tijeras, el peine, el champú, la loción y los demás útiles en diferente estado de herrumbre, enmohecimiento y descomposición, y por el bordillo, insectos, gusanos, roedores y bacilos iniciaban la amarga caravana del exilio. Volví a entrar y pregunté si en la remoción habían encontrado un billete de diez euros que yo había dejado en el local la noche anterior. Como quien no puede perder tiempo en discusiones fútiles, uno de los agrimensores sacó del bolsillo del pantalón un billete de cinco euros y me lo tendió sin apartar el ojo de su aparato.
De camino a casa entré en una cafetería con aire acondicionado y pedí una hamburguesa y una Pepsi-Cola light sin cafeína. Me preguntaron si también iba a tomar gazpacho, ensalada y postre del día y al rechazar yo amablemente la oferta, apagaron el aire acondicionado.
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La languidez inherente al estío, los rigores del clima y una sensación generalizada de que las vacaciones de Navidad están a la vuelta de la esquina impiden que nada empiece, nada siga y nada acabe en Barcelona desde la Pascua Florida hasta mediados de febrero. No fue éste, sin embargo, el caso de mi difunta peluquería. El proyecto de transformación ya debía de estar hecho y visado mientras yo le hacía arrumacos a la señora Merkel, porque tras la fugaz y ya descrita aparición del equipo técnico, entró una brigada de veinte o treinta obreros contratados por el señor Siau, que, en tan poco espacio, trabajaban como hormigas de las ocho de la mañana a las ocho de la noche, hora en la que, tras una breve pausa, entraba otra brigada y continuaba trabajando con el mismo ahínco hasta las ocho de la mañana siguiente, y así sucesivamente en perpetua rotación. Como al principio la querencia me llevaba a merodear por el local todos los días, acabé descubriendo que los obreros del primer turno y los del segundo turno eran las mismas personas. Con semejante empeño, la obra estuvo terminada en un tiempo récord y el restaurante abrió al público a principios de septiembre para aprovechar el regreso de los barceloneses a sus hogares, sus trabajos y sus embrutecimientos habituales.
Durante aquella etapa de ocio forzoso, visité a diario a mi hermana en el hospital. Más hecha a las palizas que a los mimos, Cándida se recuperaba con celeridad, si bien es cierto que para volver al estado en que estaba antes del sartenazo no había de recorrer un largo trecho. También supe por una enfermera que Mahnelik había salido pronto del hospital y, alegando haberle quedado una pierna más corta que la otra por la parte de dentro, había solicitado la incapacidad permanente para realizar un trabajo del que, por lo demás, ya le habían despedido. Dudo de que prosperara su solicitud, porque nunca había cotizado en la seguridad social, pero tanto si consiguió la pensión como si no, no me preocupa el futuro del muchacho, pues le sobran cualidades para sobrevivir, siempre y cuando no se suba a una moto. El Juli, como de costumbre, tuvo menos suerte: fue puesto en libertad y consiguió que no lo repatriaran pero no le dieron permiso de residencia ni de trabajo y, para colmo, en su ausencia otra estatua viviente había ocupado su lugar, y con más éxito de público. Ahora no sé por dónde anda. En cambio, el Pollo Morgan sigue de jefe de protocolo en el Ayuntamiento y, según dicen, se ha convertido en la mano derecha del alcalde, que no suelta el timón ni a tiros y confía en ser reelegido ad nauseam, no por buen alcalde o buen gestor, sino por haberse ganado al electorado con una oratoria tan arrebatadora que la prensa local le llama «el nuevo Alcibíades». La Moski volvió a tocar el acordeón por los restaurantes, chiringuitos y bares de tapeo de las zonas marítima y terrestre de nuestra ciudad, hasta que un buen día se cansó de esperar la consigna del partido para salir a la calle, lió el acordeón y se fue a Corea del Norte; allí le fue mal, porque poco antes de su llegada el presidente Kim Jong Un sacó un disco de boleros y para evitar la competencia la hizo encarcelar a perpetuidad. El restaurante
Se vende perro
continúa abierto con el mismo dueño y la misma afluencia de clientes pero con otro nombre, según reza un cartel en letra gótica que dice así:
BIERSTUBE DEL DOKTOR SCHWULE
SALCHICHAS, ARENQUES, CHUCRUT
Y OTRAS ESPECIALIDADES BÁRBARAS
Nuestro restaurante, a diferencia del antedicho, va viento en popa desde que abrió con el nombre de
El Mejillón Dorado
. A mí, personalmente, el nombre me parece un poco tonto y tampoco la decoración es de mi gusto, más bien sobrio, pero nunca expresé esta opinión, porque nadie me la pidió, toda vez que el adjetivo «nuestro» que encabeza este parágrafo tiene carácter orientativo pero carece de valor jurídico. Al principio cocinaba la señora Siau tanto al mediodía como por la noche, y como se comía muy bien por un precio razonable, el establecimiento se ganó una buena clientela, que siguió llenándolo cuando la señora Siau volvió al bazar y el restaurante empezó a servir comida preparada que traía una vez al mes un camión con remolque y matrícula de Rumanía. La cocina original se convirtió en cámara frigorífica y en la parte exterior, donde estaban los servicios, pusieron un horno de microondas que funcionaba sin descanso. Este cambio me favoreció. Aunque en su día me habían prometido destinarme al servicio de mesas, con traje oscuro y corbata de lazo, en la práctica, y con la excusa de que debía conocer todos los entresijos del negocio, me vistieron de coolie y me pusieron a lavar ollas, cacerolas y woks. Ahora, como ya no se guisa, quito el polvo, hago cristales, paso el mocho y cuando viene el camión, descargo las cajas y las apilo en su sitio.